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El silenciador

viernes 19 de agosto de 2022
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Mi tío Abel, cómo olvidarlo, me esperaba en la planta baja porque ya eran las dos de la madrugada. Siempre con el silenciador y la pistola bien metidos en la ropa interior vieja. Vio que los dos tipos me abrazaron en la sombra —desde que le habían extirpado las cataratas había tenido una agudeza visual tremenda, los letreros los veía impecables desde lejos, y ni se diga la puntería de cazador. Se sobresaltó y se aproximó, estaba como a tres cuadras pero yo sentí que llegó como en dos pasos y medio. No fue a hablar de nada, fue directo a pegarle un tiro al cielo y los malandros salieron corriendo.

“¡Maldito coñoetumadre! ¿Pa’ dónde vas, ah?”, gritó. Me dejaron quieto y se les cayeron al pavimento la cartera y el celular que me arrebataron. “Tío, ¿cómo se le ocurre?”. Uno no podía estar echando tiros así a lo loco, metiéndose en una tragedia o buscándose problemas con la ley. Pero a mi tío no se le ocurrían estas cosas; de hecho, casi nunca se le ocurría nada. Él vivía diciendo que era mejor no calcular la vida, por eso lo habían metido en el ejército, porque no calculaba tanto y siempre echaba tiros al cielo de una vez. Él portaba una placa de oficial, estaba casi jubilado y una burocracia le protegía como la estampilla de un santo. Mientras regresábamos, me quedé viendo un cielo que tenía tres estrellas, me pregunté con ironía cuál de ellas era la bala de mi tío, a dónde caería después, con qué velocidad, ¿sería igual de peligrosa en el descenso? Quizás fue esa misma bala la que lo mató en la gasolinera dos años después, un ángel por ahí se la devolvió para que no viviera echando tiros al aire como él creía. A fin de cuentas fue una bala perdida la que lo jodió y lo dejó en silencio, según el escuadrón de oficiales que me dio después la noticia.

Antes de morir, mi tío Abel intentaba recuperar una casa que le tenían invadida en los Valles. El gobierno había otorgado el derecho a los inquilinos de adquirir los inmuebles en que vivían rentados, a precios miserables después de haber tenido cinco años de arriendo. No obstante la situación no correspondía a los parámetros del derecho, pues estos parásitos llevaban apenas cuatro de los cinco años necesarios, y aunque habían alegado durante todo el proceso que eran más años, mi tío logró demostrar lo contrario.

Lo que quedaba era dirigirse a la propiedad, los inquilinos se irían en cuanto les mostrara el documento de desalojo.

Recuerdo cuando estaba haciendo los trámites en la jefatura. Todo estaba arreglado ya: las carpetas, los permisos, los sellos necesarios, etc. Se apoyó en un buen abogado del ministerio, el abogado Piñera, y hasta le habían emitido un poder con mi nombre, Leonardo Vázquez, para que ambos tuviéramos derecho a reclamar.

Al segundo día del funeral, Piñera me llamó para que no descuidáramos el proceso, estas cosas no se comentan en el duelo, pero sabíamos bien que la muerte tampoco es que las detenga, todo lo contrario. Lo que quedaba era dirigirse a la propiedad, los inquilinos se irían en cuanto les mostrara el documento de desalojo y la prueba del fallo que nos amparaba, el Estado absurdamente debía probarles algo a estos invasores para poder echarlos, ¡qué cagada! Piñera me dijo que estuviera allá en dos días y me indicó cómo llegar: tenía que embarcarme en un viaje de casi quince horas. N-52A era el número de la casa, yo ni siquiera la conocía.

Cuando le pregunté quiénes eran estas personas me dijo que debía asistir pronto al tribunal y que lo que importaba era estar en la propiedad antes del mediodía. No volvió a responder las llamadas ni los whatsapp. Su silencio me dio por sospechar que no quería rendirme cuenta de nada, o que estaba abandonando el caso.

Los Valles era una zona roja, hace cinco años se tenía que pagar cuotas a una mafia de contrabandos y prostituciones para no sufrir atracos, secuestros o extorsión. A la hija de un concejal la desaparecieron en las vigas de un puente interestatal; la violaron y le hicieron una brujería. Llamé a Darío Vargas, un amigo de la facultad de Estadísticas y le comenté la situación. Fue un alivio pues él tenía algo de razón al respecto: el caso de aquella concejal zarandeó al gobierno, y se tomaron medidas de inmediato, por lo que pagar rentas a los mafiosos había dejado de sonar después de que se había metido la Guardia, y si bien es cierto que este tema de las invasiones es algo delicado, los invasores tienden a ser un poco más mansos que la palabra que los determina, podríamos estar hablando de una familia obrera muy estándar, con niños y viejitos, perros ladrando, no siempre debía tratarse de los meros malandros a los que se temía, de los bandidos que extorsionaban y secuestraban la libertad.

Pero uno cuando busca encuentra…

—Ayer investigué unas vainas que me dejaron traumado. ¿Un tipo fue a cobrar su renta en la Fernando Ruiz y lo recibieron a bala? Lo mismo le pasó al sobrino del que atiende en el abasto, ¿sabes?

—Ajá.

—…le estaba alquilando la propiedad a unos narcos, ¡güebón! Lo pelaron al mes que se puso a amenazar con los tribunales. Es que este país se lo llevó quien lo trajo.

—…Leo, pero eso no quiere decir que te vaya a pasar lo mismo, ¿okay?, ¿qué más vas a hacer?, tienes que reclamarlo, eso te pertenece y le pertenecía a tu tío también.

Ese pertenecía fue durísimo. Su voz se echó para atrás como para cambiar la conjugación del verbo, pero ya daba igual.

—…mejor ve calmándote y no investigues más. Relájate, cuidado y empiezas a escuchar voces. Colgamos.

Después le di más vueltas al asunto, comencé a atar unos cabos sobre la muerte de mi tío y esa declaración de bala perdida. Cuando lo vi tendido en el suelo yo entré en crisis de inmediato y ni me molesté en ver dónde le habían dejado el hueco, y qué tan posible era que entren las balas perdidas por allí.

¡Ay, Dios! Después comencé a ponerles reputaciones a los desconocidos de la propiedad, les había montado papeles como si fueran personajes de una dramaturgia: el hampa desatada, traficantes de órganos, bandidos y piratas. No debería haber ido solo, es verdad, quise decirle a Darío, pero no era justo arrastrarlo a toda esta tragedia. No podía dejar perder la casa, costaba unos setenta mil dólares al cambio, de pensarlo me daba grima. Además no dejaría mal a mi tío después de muerto. Me iría armado, eso sí, al igual que lo estaba él en escena, siempre. Tenía la pistola encima de su escaparate, me monté en el taburete y vi el cofrecito lleno de correas de cuero y candados, bajo un cojín de pelusa que mi tío Abel le había puesto encima como para no interrumpirle el sueño milenario. Lo abrí, y la vi allí pequeñita, el silenciador era más grande que el cuerpo metálico, estaba tranquila, mansa como si nunca hubiera matado a nadie.

En la terminal de autobuses no me revisaron nada, era una instalación deplorable, los borrachos se orinaban afuera y los vigilantes se ponían a beber en los torniquetes, en las taquillas, y con los drogadictos. Los funcionarios eran una rama de irresponsables, vi cómo colaban a sus amigotes en los viajes. Por eso no tuve preocupaciones de que me confiscaran el arma, sólo pasaban las mochilas y les ponían una etiqueta. Di mi identificación, el taquillero me vio de abajo para arriba y me dijo que me montara. Podía haberme colgado el arma en la correa y tampoco hubiera corrido peligro, pensé después. Pero nunca me hubiera atrevido a tenerla en la cintura como en las películas de acción por miedo a que se disparara en las bolas como en las películas de comedia.

No había previsto que el subconsciente me iría a mostrar, de pronto, unas pesadillas en silencio.

El viaje duraba ocho horas; por eso compré un boleto para viajar y dormir de noche, yo sentía muchos mareos cuando lo hacía en el día; sin embargo, no había previsto que el subconsciente me iría a mostrar, de pronto, unas pesadillas en silencio. Fue algo bárbaro, yo era uno de esos shooters gringos supremacistas que se metían en una escuela de latinos a echar bala, después de escuchar unas voces… Me desperté en el acto, sudando frío, como que había pegado un grito porque de inmediato una mujer embarazada me mandó a callar. Intenté hablarle a Cristo, creía que lo mejor era haberme quedado en casa y dejar perder esa propiedad, le imploré que me diera una señal, una solita que me dijera si todo había sido correcto o no.

Volví a dormirme.

Al día siguiente vi que habíamos entrado a una carretera solitaria flanqueada por nieblas espesas y una maleza puntiaguda; se veía una edificación cada diez kilómetros, quizás. El autobús se detuvo en una gasolinera abandonada justo al lado de unas taquillas del terminal.

Aún quedaban cuatro horas de viaje. El próximo transporte saldría en la madrugada, así que me tocó buscar un hospedaje por allí cerquita. Le pregunté al taquillero y me dijo que a trescientos metros quedaba un albergue bastante humilde y que la noche probablemente me saldría económica. El hotel era una mierda, la pintura se le estaba cayendo y se veía que el techo era de lata. Creo que no había llegado más huésped que yo al recinto, hasta la recepcionista, una vieja superencorvada, canosa y de mal humor estaba acostumbrada a no recibir gente. Se sorprendió al verme.

Gracias a Dios era sólo una noche que me tocaba esperar.

El cuarto era pequeñito, el piso de madera decrépita y con los pasos rechinaba. El baño estaba sucio y la cocina llena de grasa. Después de que la vieja me dio las llaves, acomodé mis cosas y llamé a Darío. Eran casi las once de la noche.

—…Esta vaina es horrible.

—Los inmuebles allá no son muy caros, la zona no es muy buena que se diga.

—Bueno, todavía no estoy en la casa de mi tío, me tocó quedarme en un albergue de mierda en medio de la carretera.

Darío notó que mi voz estaba muy a la defensiva.

—¿Todavía andas con la vaina? Sal de eso rápido y cuando vengas nos tomamos una fría.

—Ni de vainas entraré a la casa.

—¿Cómo?

—Voy hasta allá y les muestro los documentos, si se les ocurre meterme a la casa, por Dios que los reviento.

—Ja, ja, ¿tú?… que eres más cagao que el coño.

No sabía que me había traído la pistola.

—Darío, mira, mi tío murió justamente después que le firmaron el fallo a nuestro favor, y sabiendo ya que le iban a devolver la casa. Además, ¿por qué justo antes de morir tramita un poder con mi nombre? ¿Pura casualidad? ¿Tú crees que de verdad fue una bala perdida la que lo mató? A mi tío lo mandaron a matar y estoy seguro de que el abogado ese de mierda lo sabía. Y ahora me quieren joder a mí.

—Oye, Leo, eso es delicado decirlo.

—¿Pero qué quieres que te diga? Además, uno no va esperar que esta gente te entregue la casa. Uno les da un plazo para que se vayan, y punto. Si se exceden en ese plazo, hay problemas y ahí sí nos vamos y los sacamos… Pero qué vio de diferente el abogado este, aquí hay gato encerrado.

—Tú ve con cuidado, okey. No te hagas una mente todavía…

—No tengo mucha mente que hacerme, tampoco, Darío, está clarísimo. Si estos carajos son unos coñuesumadres de verdad no es que yo tenga opciones, aquí en donde estoy, estoy cagado te lo reconozco, pero si me va a pasar una vaina…

“¡Shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!”.

—¿Escuchaste eso? —le dije.

—Sí, creo que estás hablando un pelo duro, bájale que hasta yo me tengo que despegar del teléfono.

Pegué un brinco. Antes de continuar hablando, miré por el balcón para ver quién me estaba mandando a callar, pero no vi nada en las ventanas vecinas, todas estaban sin luz y con cortinas. Hasta donde sabía, yo era el único hospedado por el momento, lo vi en la lista de firmas que había en recepción, nadie más había registrado accesos.

A lo lejos, sonó la voz de Darío:                                                          

—¿Ey? ¿Leo?

Si estos tipos me intentan hacer una vaina, no me van a agarrar de brazos cruzados.

—Sí, creo que debo bajar un poco la voz. Lo que pasa es que, mira, son las 12 y media de la noche, aquí todos están durmiendo ya… Te decía que si estos tipos me intentan hacer una vaina, no me van a agarrar de brazos cruzados, le van a tener que echar bolas.

—Llévate los documentos, que no se te olviden. Y bueno, mira, imagino que vas a tener que caminar desde donde te deje el autobús hasta la casa, ve fijándote por ahí qué tipo de gente se ve, deberías asegurarte que haya un módulo policial cerca, y ve sacando tus conclusiones, así de simple, pero, por Dios, Leo, si ves que las cosas están pintando mal, devuélvete…

—¿Devolverme?, para eso nunca hubiera venido, Darío… Hasta ahora lo que he visto no es muy bonito que se diga… Los terrenos aquí están solos. Perfectamente te agarran y te pican y nadie se da cuenta. Te confieso algo, me traje el arma de mi tío…

—¿Qué?

—Tuve que traérmela, tengo miedo de que me jodan, no voy a dejarme….

—Leo, ten cuidado… Cuidado cometes una locura con esa pistola.

—¿No que soy cagado pues?

—Con un arma es más peligroso un miedoso que un valiente, Leo.

—Bueno, si mato a alguien es en defensa propia, te consta…

—…a mí no me consta nada.

—…y a mi tío lo conocen mucho en las comisarías, me conocen a mí también… no creo que vaya a pasar nada, no sé qué pensar. No voy predispuesto a nada, de verdad. El arma es un adorno de seguridad, y por si acaso, voy a…

“¡Shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…! ¡Shh!”.

—¿Otra vez?

Esta vez fue Darío el que reaccionó al sonido.

—Mira, es mejor que lo dejemos así… acuéstate y no pienses….

Pero yo me sobresalté y dejé caer el teléfono en el piso. Esta vez escuché que me mandaban a callar desde afuera de la puerta, me acerqué un poco indeciso, la puerta estaba muy podrida, un shhh más de esos pudiera haberla derribado. Me fui acercando poco a poco a la superficie para ver a través del ojo mágico —el único detalle medio lujoso del cuarto—, pero no había nadie en el pasillo.

No sé, quizás eran cosas mías. Volví a recoger el celular con un poquito de zozobra.

—¿Todo bien?

—Sí, creo que te tengo que dejar ya…

—Sí, sí, acuéstate y como te dije: no pienses…

Estaba muy agotado. No me quité los jeans, me acosté vestido, prácticamente. Los alambres y soldaduras rechinaron, yo estaba un poco liviano pero uno cuando piensa como que pesa más. Me quedé dormido en ese instante, pero fue un sueño muy breve, una corriente de frío entró por el balcón que había olvidado cerrar. Me desperté helado y me puse las cobijas encima. Eran las tres de la madrugada y a esa hora no tenía más nada que hacer. Repasé, otra vez, en mente, cómo iba a ultimar a estos tipos cuando decidieran joderme, cómo les anticiparía cuando fueran a sacar el arma. Esta vez tenía que colocarme la pistola en la cintura, quizás quitarle el silenciador para no tenerla allí tan incómoda, pero debía alojarla en algún lugar de donde la pudiera sacar con un movimiento limpio y correcto, con una liviana ráfaga del brazo. ¿Quién me recibiría? No me importaba si era un niño o un viejo, este tipo de personas son peligrosas sin importar los matices de su edad. Y así seguía circundando los vericuetos de mi pensamiento…

…Nunca he tenido que sacarme un arma de la cintura, debería levantarme ahorita de la cama y practicar. No puedo permitir que en medio del movimiento se me caiga. No puedo estar desarmado, me costaría la vida. Sé disparar, sí: una vez disparé a una piscina, basta con hacerlo la primera vez para recordar la segunda, quizás me zarandee el impacto hacia atrás pero no creo que me resulte tan contraproducente… pero me puedo quedar corto en una carrera de tiros, porque si esa gente es de verdad una mierda, sabe muy bien disparar y sacar más rápidamente el arma. Nunca he usado un arma para matar y este tipo de cosas se notan en la cara, aunque por otro lado eso puede ser una ventaja… pero… ¡por Dios!, que cuando… Ay, Dios, ahora sí que te necesito para…..

“¡Shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! ¡Shhhhhh!”.

El alma y el arma me temblaban, las dos se me iban a salir.

¿Ah? ¿De verdad? Me aferré a los tubos de la cama. Alguien me estaba haciendo una jugada, me querían intimidar. Me levanté, busqué la mochila y saqué la pistola del cofre de correas. El alma y el arma me temblaban, las dos se me iban a salir. Ambas las empuñé hacia la puerta y grité durísimo: “¿Quién es? ¡Hablen! ¿Es usted, vieja del coño?”. Nadie se atrevió a responder y ni siquiera nadie intentó callarme otra vez… Me aterraba que me escuchasen pensar, eso es sólo de los fantasmas, seguí apuntando al ojo mágico como si apuntase a un ojo de verdad. “Hable, pues, vamos a ver quién calla a quién en esta mierda…”. Pero no hubo más sonido. Mi brazo estaba tenso con el arma, ambos pesaban una tonelada y por más fuerza que hiciera no podía sacarles de la posición. Cuando lo logré, me dejé caer sentado en la cama y la pistola se me cayó al piso. Mis ojos estaban abiertos aterrados por la locura que se me venía encima. Tomé todo aquello como una mera alucinación. Esto era peor que escuchar voces, Darío.

Cuando vi a la vieja en recepción, le lancé una mirada de odio. Le di las llaves casi como si le estuviera dando un veneno. “Quédese con esa puta habitación, vieja de mierda”, pensé. Me fui nuevamente al terminal.

El chofer me dejó en una esquina, justo al lado de un contenedor de basura, y comencé a andar unos caminos de arena. La vi justo en la otra esquina, el corazón se me fue acelerando cuando me acercaba a las rejas, había unas motos estacionadas, pero no había nadie en la entrada de la casa. Le vi el letrero por arribita, encima de una virgen, N52-A, era esa. Por sorpresa me encontré a un mastín napolitano de color marrón, musculoso y bravo. Apenas me vio se paró, estaba atado con una cadena de metal. Yo me quedé frío, me esperaba todo menos un perro de esos. Gracias a Dios estaba amarrado, pero me toqué el arma cuando le vi una débil intención de saltar. Nos miramos fijamente por un minuto hasta que comenzó a ladrar durísimo. Acto seguido, salió un hombre negro con una camisetilla y unas clinejas en el pelo, unas venas prominentes arriba de las cejas. El hombre y el perro se parecían muchísimo.

—¿En qué le puedo ayudar?

—Vengo de parte de don Abel Fuentes.

El hombre, con cara de curiosidad, dijo:

—Claro, por supuesto —luego titubeó un poco—. ¿Tiene los documentos?

—Ya le muestro.

Los saqué de la mochila, me costaba moverme por el arma. Al fondo de la casa se escuchaban unas voces, coñoelamadre, no estaba solo. Se los mostré y el hombre comenzó a hojearlos uno por uno.

—¿Dónde está el sello húmedo?

—¡Tenga!

—¿Y la firma?

—Está aquí.

—Ok, esta es la firma de Abel, ¿y la del abogado?

No podía encontrarla, pero me estaba comenzando a molestar sus preguntas, pareciera que estuviésemos comprando una vez más esta casa. “Estuviésemos”, ¡por Dios! Estoy solo en esto, mi tío ya no está…

—¿Por qué no vino don Abel en persona?

Este tipo, más que un invasor, se creía un agente inmobiliario. No pude disimular la incomodidad, le miré directo a las venas. El mastín napolitano ladró una vez más y el hombre le devolvió una mirada. Esta vez retrocedió y llamó a alguien.

—¡Guille!

Inmediatamente saqué el arma y la sostuve con el silenciador bien firme, en esas venas.

—¿Qué vas a hacer, ah? ¡Cuidadito! —le dije.

El hombre apenas y se estremeció; en general se veía calmado, parecía haber pasado, ya, por estas cosas, incluso las venas se le desvanecieron. Y lo que me pareció más absurdo todavía es que sus labios moldearon una sutil sonrisa, eso me dio arrechera.

Gritó otra vez a Guille.

—¡No salgan! ¡Quédense adentro! ¡Cálmate, hijo!

—No piensas darme la casa, ¿no? Todos ustedes son iguales… ¿Ustedes creen que estas cosas no le cuestan a uno, como para que nos la vengan a quitar?

El perro comenzaba a ladrar más y hacer un juego de ruidos con la cadena que le sostenía y eso no cooperaba con la situación.    

—¿Y encima de todo te vas a reír…? —seguí diciéndole.

—No me río de nada; cálmate, por favor.

Pero era mentira, claro que estaba sonriendo.

Se le doblaron las patas y cayó en vertical, botando sangre por la boca.

—¿Crees que estoy jugando, malparido? ¿Crees que estoy echando vaina? —le metí un tiro al perro, la bala le atravesó el pecho. Se le doblaron las patas y cayó en vertical, botando sangre por la boca. Se fue poniendo de lado y las patas se le comenzaron a poner rígidas y paradas. Para ese momento el tal Guille, que era un niño de unos trece años, había salido con una niña de cabello crespo como de cuatro que, al ver la escena, al ver al perro agonizando y a su padre siendo encañonado, comenzó a llorar descontroladamente. Luego por detrás le siguió una anciana pegando gritos, “¡Ay, Dios mío, no!” y se llevó las manos a la boca.

—¡Mamá! Agarra a los niños y vámonos… Te pido que te calmes, por favor.

Pero el cálmate no hacía más que desbordar el miedo que sentía… Podría decirse que era el sentimiento más grande que había dentro de mí, había de pronto visto que aquella familia no era más que un ejército dispuesto a joderme, el mismo que jodió a mi tío. Estaba cegado por esa caricatura, así que nunca bajé el arma de las narices del hombre. Afortunadamente fue al único que apunté después de darle al perro, pues no quiero imaginar si, en medio de la locura, hubiera apuntado a uno de sus hijos, las cosas hubieran sido peores, pues el hombre estaba dispuesto a dar el pellejo por ellos.

Agarró a sus hijos, casi sin darme la espalda, y los condujo a la salida junto con su madre, y sin quitarme el ojo de encima, con el llanto de la niña en el fondo, se fue alejando por el camino de arenas. Me quedé con el perro jadeando de agonía y con el arma y el silenciador empuñados. Estuve así por un par de minutos, luego me dejé caer en el pavimento y me quedé viendo al perro, que jadeaba sin terminar de morir… Yo comencé a sobarle la frente, también tenía unas venas allí. Me manché con la sangre que salía de la boca, esperando que muriera rápido, llamándole a la muerte con el mismo sonido en que se llama al silencio:

—¡Shhhhhhhhh!

Llegó la muerte primero, después llegó el silencio como una muerte adicional.

Alexandro Xavier López Baquero
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