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Muerte de una vida inexplorada

sábado 20 de agosto de 2022
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Yo no quería matarlo, pero hay ocasiones en las que uno no tiene opción. Intenté evitarlo durante un tiempo de todas las maneras posibles: si lo veía, apartaba la vista; si lo escuchaba, me tapaba los oídos; si por accidente lo tocaba, me reprochaba fuertemente la sensación en mi piel. Por eso cuando lo maté me aseguré de ni siquiera notarlo.

Sobra decir que no fue planeado, o al menos no de manera consciente. Hoy que lo recapacito mientras observo el cadáver frente a mí, me resulta estúpida la resolución de todo. Ahí estuvo todo el tiempo la claridad que yo mismo cubría con la neblina de la negación y junto a ella, ondeando como banderas, las pistas y los indicios que debieron haberme despertado del sueño que me negaba a abandonar.

Ahora yace inerte el cuerpo en la esquina de la habitación, oculto por las sombras que él mismo creó cuando días atrás, después de llegar del exterior, decidió de manera furiosa cerrar las cortinas con ira. Ira o desesperación, aún no lo termino de descifrar. A su lado está la vieja mesita, la que en el extremo ajeno a los visitantes oculta una madera ya podrida debido a su posición junto a la ventana. Nunca se le tomó importancia en las noches de lluvia, cuando la tempestad la golpeaba con violencia y ella, dura a la vista, intentaba resistir lo mejor que podía sin desmoronarse. Pensaron que el final sería explosivo, rápido, algo memorable quizás. Lo cierto es que los finales de la existencia por lo general son progresivos y sutiles. Así ocurrió con el muerto.

La mueca, burlesca, permanece intacta al igual que los ojos fijos en el espejo frente a él.

Ya ha pasado un tiempo; para entonces el livor mortis debe haber pintado sus muslos traseros mientras que el color del rostro ha desaparecido casi en su totalidad. La mueca, burlesca, permanece intacta al igual que los ojos fijos en el espejo frente a él. Una mosca ya se ha posado varias veces en el órgano izquierdo de forma esférica y éste sigue sin inmutarse. Se comprueba con esto la tranquilidad de la muerte.

Yo permanezco aquí, aún sin saber muy bien por qué. ¿Cuál es el propósito? Se supone que ha terminado todo y sin embargo aquí estoy, esperando. Irónico quizá. Resulta que cuento por fin con la suficiente madurez para observarlo. No guapo, no feo, no alto, no bajo, no de buen vestir, claramente, aunque tampoco molesto o humillante. Un hombre cualquiera con, de hecho, un fallecimiento común. Lo interesante del suceso reside en el quién y en el porqué. Para lo primero tengo respuesta, para lo segundo aún me encuentro en el proceso de comprensión. ¿Quién lo mató? Yo. ¿Por qué? Confuso explicarlo pero trataré:

El odio no surgió de la noche a la mañana y de hecho era tan tenue que no lo noté hasta hace unas horas. Supongo que su mera existencia me resultaba agobiante, asfixiante en cierto punto. Una carga pesada en mi espalda de la que no me podía liberar. Un castigo, entiendo hoy, que me fue impuesto no por ser merecedor de ello al momento de la sentencia, sino que conseguí durante el proceso de la misma.

Fueron las pequeñas cosas las que lo llevaron a donde está ahora y todo ello por culpa mía. Primero lo alejé de todos sus seres amados con acciones crueles y egoístas, para que nadie notara al momento del deceso su pérdida. Después lo acostumbré tanto al veneno hasta que ni siquiera fue capaz de reconocer el daño y, si lo hizo, se volvió tan adicto a ello que no le era posible apartarlo. Por último induje en él el explosivo ideal para su derrumbe: el amor.

Lo hice caer perdido ante la criatura más pura, una tan angelical que ni en las mil vidas próximas sería capaz de merecer y que, si bien le era imposible evitar por su necesidad de al menos admirarla ajeno a él, sabría muy claramente las diferencias que los separaban. Así lo fui hiriendo hasta que, harto del dolor, decidió una noche tomar en sus manos la petaca de ginebra que guardaba junto a la cama. Empinó su contenido hasta vaciarla, después lo vomitó sobre la alfombra y, aun cuando la respiración lenta se volvió irregular y el cuerpo le tembló por la hipotermia, logró arrastrarse entre trompicones hasta la esquina, donde tras derrumbarse en la silla y tomar la botella que reposaba a su lado, ingirió todo el alcohol en menos de dos minutos.

De pronto sus ojos se cruzaron con los míos, conectamos miradas y comprendió todo.

El vidrioso recipiente cayó al piso cuando resbaló de entre sus dedos al tiempo que, con ojos nublados y confusos, observó la imagen el espejo mugroso frente a él. De pronto sus ojos se cruzaron con los míos, conectamos miradas y comprendió todo. Las lágrimas bajaban de sus mejillas ya pálidas, la risa le salía incluso deliciosa, el cuerpo, en una sacudida final, pudo por fin presenciar al asesino que lo había estado atormentando durante mucho tiempo. Allí murió por fin, descubriendo que él era yo y yo era él, y que, de hecho, fue él mismo el causante de su homicidio. Resulta que llevaba toda una vida creando el perfecto suicidio en pequeñas escalas. Resulta que me odié tanto a mí mismo que terminé por disociarme hasta el punto en el que no me reconocía y que, culpable de todas mis culpas, fui la guillotina que cortó mi propio cuello.

Ahora estoy aquí, en esta mugrosa habitación, esperando que alguien entre para por fin descubrir qué pasa después. Deseo que con la sepultura pueda yo por fin marcharme pero, muy en el fondo, sé que mi castigo es permanecer de la misma manera en la que en vida viví. Como un espectador de mis propias acciones.

Ximena Flores Taddei
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