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El departamento de al lado

jueves 1 de septiembre de 2022
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Vivir al lado del mar formaba parte de mis sueños cotidianos. Desde chica quise el mar, me parecía mil veces más lindo que la montaña o las sierras para vacacionar. Tenía recuerdos de mi niñez, de cuando íbamos en verano a Mar del Plata con mi familia. Para mí, vacaciones sin mar no eran vacaciones.

Cuando cumplí treinta busqué un mapa de la provincia de Buenos Aires y me puse a mirar qué ciudades con mar había, decidida a llevar esos sueños cotidianos de tanto tiempo a un plano cien por ciento real. Había descartado Mar del Plata; me parecía una ciudad demasiado grande y yo quería un lugar tranquilo. La ciudad que elegí para vivir tenía pocos habitantes, era más un pueblo. Por fin, un domingo di la noticia a toda la familia mientras almorzábamos en lo de mi mamá. “Me voy a vivir a Miramar”, dije. La novedad cayó como una bomba. Mamá se puso a llorar, mis hermanos me miraron como si estuviera loca, exactamente igual que mis cuñadas, mi papá se levantó a buscar otra botella de vino que no abrió, se sentó y quedó mirándome, pidiendo explicaciones que yo no pensaba dar. Me levanté de la mesa y me fui. Con los días no les quedó otra que aceptarlo. A mediados de febrero nos despedimos en la terminal; sabía que dejaba una parte de mí, pero estaba ansiosa por empezar esta etapa nueva en “mi ciudad con mar” y llena de expectativas; mi vara de positividad estaba en lo más alto.

En Miramar, como en muchas ciudades turísticas, los edificios están a reventar en la temporada pero casi vacíos durante el año. Puede haber dos o tres departamentos ocupados, pero no más. Había conseguido uno en un edificio viejo, tan viejo que no tenía ascensores. Desde la entrada atravesabas un pasillo largo; ahí estaban los departamentos de la planta baja, y al fondo la escalera para ir al primer piso, donde vivía yo. Febrero se iba sin apuro y todavía quedaban algunos turistas. Salían a la mañana para ir a la playa, y a la tardecita para cenar y pasear. Más o menos, la rutina era siempre la misma. Pero las vacaciones terminaron y cerca de mediados de marzo el edificio quedó vacío. La encargada vivía en un departamento ubicado en la azotea, dos pisos encima del mío, pero rara vez nos cruzábamos.

Olor a encierro mezclado con tufos a comida rancia y grasa, a transpiración y orina. Impregnaba el aire del primer piso, pero también el pasillo de la entrada.

Supongo que fue porque ya no había turistas y dejé de sentir olores a comida y perfumes en los pasillos del edificio, que sentí aquel otro. Olor a encierro mezclado con tufos a comida rancia y grasa, a transpiración y orina. Impregnaba el aire del primer piso, pero también el pasillo de la entrada. Lo raro era que no veía nunca a nadie cuando entraba o salía, pero el olor era constante.

Fui a hablar con la encargada. Subí a la azotea y atravesé un pasillo corto regado de juguetes. Golpeé dos veces, a la tercera ella abrió y se quedó parada en la puerta.

—Hola, disculpá que te moleste, pero en el pasillo hay un olor horrible que no sé de qué es. Capaz hay algo podrido en el canasto de basura del palier.

Me miró con actitud de “pero cómo, ¿no sabías?”.

—Es raro —dijo en cambio—, yo saqué la basura anoche.

—Sí, pero hay olor y de algún lado es —insistí—, no se puede respirar.

Atrás de ella apareció una nena regordeta, de unos cuatro o cinco años, vestida de rosa y fucsia, que se le prendió a una pierna y se quedó mirándome con una mezcla de curiosidad y vergüenza.

—Limpié ayer —volvió a excusarse.

—Ya sé, pero el olor es… de adentro, no viene de afuera.

—A ver, vamos —dijo.

Apenas empezamos a bajar la escalera se llevó una mano a la frente como si hubiera tenido una revelación.

—¡Ah no, yo no te dije! ¡El olor es del otro departamento, el que está al lado del tuyo!

—¿Es… de una persona? —la miré incrédula.

—Si… Bah, es de la casa —dijo—. Yo ya no sé qué hacer porque cuando limpio, apenas abren la puerta y listo, chau olor a desodorante.

—Hay que hacer una queja, no se puede estar ahí. ¿Qué dice la administración?

—Fui un montón de veces, pero no hay mucho que hacer porque son propietarios y están adentro de su casa. Además, creo que no están bien de la cabeza —hizo un gesto llevándose el índice a la sien mientras me hablaba, casi en un susurro.

Me dijo que eran una pareja de viejos que vivía con el hijo, de unos cuarenta suponía. Me contó que más de una vez, en plena temporada, habían tenido que llamar a la policía por los golpes y gritos que se escuchaban en el departamento. Y sin darme más detalles se fue.

Pasaron varios días hasta que me decidí, porque éramos los únicos que íbamos a estar ahí durante el año. Si eran una pareja de ancianos, bien podía hablar con ellos sobre los olores, la higiene y los espacios comunes. Di tres golpecitos seguidos y leves en la puerta. Nadie abrió, pero escuché pasos adentro y, muy claro, el ruido de la mirilla. Volví a golpear, ahora un poco más fuerte. Nada.

Esa noche los escuché por primera vez. Había terminado de cenar y miraba televisión. En un momento el sonido del aparato se confundió con otros, bajé el volumen y escuché los gritos.

—¡Cagón, vení, cagón! —gritaba alguien, una voz de hombre.

—¡Vení vos si te animás, hijo de puta! —otro arrastraba las palabras, era la voz vacilante de alguien mayor—. ¡Vos sos el cagón que andás ahí como un boludo y no le decís nada!

De fondo gritos de mujer desesperados y quejidos de llanto, más incisivos y estridentes que las voces que peleaban: “¡Ay, nooo, basta, basta!”, los gritos de la mujer eran insoportables y cuanto más gritaba peor se ponía la discusión.

Los imaginé persiguiéndose alrededor de una mesa.

Hasta que empecé a escuchar golpes, como un descargo de furia, y sillas arrastrándose. Los imaginé persiguiéndose alrededor de una mesa. De repente la discusión cambió de foco:

—¡Quiero que se vaya! —gritó uno.                                   

—¡Ya se va a ir, es cuestión de tiempo! —gritó el que arrastraba las palabras.

—¡Cuándo se va a ir!, ¡es una puta esa de al lado, una puta! —y como un mazazo retumbaron tres golpes en la pared que compartíamos.

—¡Matala! ¿Quién te va a hacer algo a vos?, ¡matala y listo!

Fui a la habitación y cerré la puerta. No quería escucharlos pero los gritos traspasaban las paredes y oía todo lo que decían. Lo mejor era evitar toda posibilidad de cruzármelos en el pasillo.

Al día siguiente pregunté a la encargada si había escuchado los golpes, también le conté sobre la discusión. Esperaba que ella actuara de alguna forma, buscaba la complicidad de alguien sensato que respaldara mi punto de vista acerca de la locura de la situación: “Yo no escuché nada, ¡qué terrible!”, dijo. Fue claro que no tenía intención de intervenir ni de resolver nada; no quería meterse. Tal vez tenía miedo. Las discusiones y los golpes se repitieron los días siguientes.

Cinco días después fui a la administración. Atrás de un mostrador, la piba miraba una pantalla enajenada. Puso cara de fastidio cuando me vio, con esa mirada interrogadora de quien te hace notar que estás jodiendo. El dueño no estaba. Después de explicarle la situación, el fastidio se transformó en incredulidad. Yo sabía que parecía un delirio, una historia de ficción sacada de algún libro de relatos sobre la perversidad. Cuando terminé de hablar hizo una sonrisita gélida y dijo que no podían hacer nada porque ellos estaban en su departamento y si no querían higienizar el lugar no tenían por qué hacerlo. “Deberías hacer una denuncia por los golpes”, dijo antes de que me fuera.

En la comisaría no me fue mejor.

—Un conflicto entre vecinos —dijo el comisario.

—¡Pero ni siquiera los conozco, ni crucé una palabra con ninguno de ellos!

—Sí, pero no se puede hacer una denuncia sin lesiones físicas. Lo lamento, pero es así.

—¡Pero hablaban de matarme, eso es una amenaza! —dije desesperada.

—Lo más probable es que si intervenimos ahora sea peor para usted, van a seguir molestándola y golpeándole la pared. Le van a hacer la vida imposible hasta lograr que se vaya.

No creía lo que escuchaba.

—¿Y qué se puede hacer? —estaba desesperada.

—No mucho, llenar una planilla y mandarla al Centro de Orientación en Conflictos. La van a llamar para una mediación; también a ellos, por supuesto.

Alguien pasó como una ráfaga por delante de mi puerta hacia el departamento de al lado.

Cuando entré al edificio el corazón se me aceleró. Tuve miedo de ir sola hasta el departamento. Miré el fondo del pasillo y empecé a caminar contando mentalmente los pasos. Subí y entré. Una vez adentro pude oír otros pasos en la escalera que venían de arriba. Alguien pasó como una ráfaga por delante de mi puerta hacia el departamento de al lado. No sé por qué; cuando alguien se muda a un departamento por primera vez adquiere el hábito de espiar, y no sólo cuando tocan a la puerta. Tener mirilla es como una ventaja adicional, la ventaja de mirar sin que te vean. Yo no pude distinguir contornos, pero sé lo que vi. En ese momento la luz del palier se apagó y abrieron la puerta. La luz ocre de adentro dibujó un rectángulo en la pared de enfrente y la silueta se recortó, inmóvil. Era gordo, sí; gordo y pelado. Tal vez esperaba un ruido que delate mi presencia del otro lado de la puerta, así como yo esperaba que entre y no podía dejar de espiar. Un rato después entró y puso tres trabas.

Una noche, alrededor de las cinco, alguien se descompensó en el departamento de al lado. Desperté con un llanto y la sirena de la ambulancia. Dos días después la encargada me contó que el viejo había muerto. No sentí nada, ni lástima ni gusto. No supe qué sentir. Con la muerte se terminaron las peleas y los golpes en la pared, pero las discusiones siguieron, esta vez por la plata de la pensión del finado. Madre e hijo hacían planes sobre todo lo que iban a comprar.

 

El día que tenía que cobrar la pensión, la mujer salió sola. Se paró frente a mi puerta antes de encarar la escalera, dio un cuarto de giro y miró de frente. Casi sentí que podía ver mi ojo por la mirilla, supe que ella sabía que la observaba. Una primera imagen que me estremeció. Miró como un animal acechado hacia uno y otro lado, los labios apretados y el pelo revuelto. Volvió a girar y bajó, taconeaba en los escalones. La mano se deslizaba y frotaba la baranda de metal hueco provocando un ruido lúgubre, que con el taconeo retumbaba en todo el edificio. A las tres volvió; subió la escalera jadeando. Después todo fue silencio.

 

***

 

El lunes, cuando volvía de trabajar, encontré a la encargada en la puerta, sacaba bolsas negras y amorfas de basura.

—Hola, ¿todo bien? —preguntó dándole un énfasis ridículo a la pregunta; mi presencia la tomó por sorpresa.

La hora de la siesta transcurría cansina y un chimango se posó en el canasto donde ella había dejado tres bolsas, clavó en una el pico de gancho y empezó a comer con voracidad. Tenía dos bolsas más que estaba por tirar, pero las dejó en el piso y espantó al pájaro agitando las manos en el aire con una palabra que no alcancé a descifrar. El animal aleteó un poco sin alejarse demasiado de su manjar, volvió a pararse en la bolsa y a meter el pico en el agujero que había hecho. Ella buscó una escoba que tenía apoyada contra la pared y volvió a espantarlo.

—Hola, ¿cómo va? Sí, todo bien —contesté.

En el pasillo el olor no era el de siempre. La encargada tampoco había limpiado porque no era olor a ningún limpiador. Cuando llegué al pie de la escalera escuché al hijo hablando por teléfono. Tenía la puerta abierta y la voz resaltaba en el silencio habitual del edificio: “No sé qué voy a hacer, tío, ahora, solo acá, ¡me quiero morir yo también, tío!”. El otro dijo algo y colgaron, cerró la puerta del departamento cuando oyó mis pasos. Silencio.

 

Claudia vivía en el departamento que había ocupado la encargada anterior.

Dos días después una chica nueva empezó a hacerse cargo de la limpieza. Claudia vivía en el departamento que había ocupado la encargada anterior. Me sorprendí cuando me dijo que en el edificio sólo éramos ella, su marido, su hijito y yo.

—¿Cómo, y los “vecinos”? —pregunté poniendo una cuota de ironía que ella no tenía por qué entender si no conocía el conflicto.

—No vive nadie ahí ahora. Me dijeron que limpie el departamento porque lo van a dar en alquiler.

—¿Quién?                                                                                             

—Me dijeron en la inmobiliaria.

Esa noche una lluvia de sirenas envolvió el barrio. Esta vez no usé la mirilla, salí. Y encontré a la encargada nueva con un ataque de nervios mientras les señalaba la puerta vecina a los más de diez policías que subían la escalera. La puerta estaba abierta y me asomé antes de que llegaran porque sabía que después no me iban a dejar. Había sangre por todas partes: paredes, piso, sillas y sillones. El recuerdo de las bolsas de basura y el chimango enloquecido me dio náuseas. La encargada nueva se tapaba la cara y lloraba. Uno de los policías bajó con ella mientras otro me interrogaba. El resto entró.

Al mes siguiente me mudé a una ciudad sin mar. Y aunque la oferta de departamentos para alquilar era enorme y más barata, elegí una casa.

María Guillermina Nabarro
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