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Éxtasis

jueves 27 de octubre de 2022
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Henry iba al volante. Elsa seguía con la mirada los postes de electricidad que dejaban atrás a medida que la luz del día se debilitaba.

Él estaba nervioso. Más que nervioso. No hablaba desde que ella le sugirió volver a Florida a pasar el fin de semana. Cuando se ponía así le asustaban sus ojos, una especie de penumbra sustituía el nítido castaño, todo el semblante quedaba oscurecido, transformado en algo que no sabría describir. Aunque llevaban poco de conocerse, cada vez eran más los cambios repentinos de ánimo, y más recurrente su urgencia de irse fuera de la ciudad, sobre todo cuando se peleaba con su madre, a la que apenas mencionaba.

—No sé por qué te molesta tanto —murmuró Elsa—, llevamos casi un mes fuera de casa, no estoy acostumbrada. Además, es una oportunidad para que te conozcan. Coincide con el cumpleaños de mi primo, harán barbacoa.

Tensó la mandíbula. No entendía que necesitara ver a sus padres. No entendía el apego hacia ellos. Lo que sí entendía es que, de conocerlo, lo rechazarían. Giró a la izquierda en la primera gasolinera que vio. La luna asomaba tímidamente entre finas nubes.

—Voy a por cervezas.

Compró un paquete de seis, la primera se la terminó antes de volver al coche. Abrió otra.

—Al menos ofréceme una.

Llevaban escasos minutos de haber reanudado la marcha, cuando sonó el móvil de Henry. Ella alcanzó a oír gritos de una mujer. Él colgó con violencia. Otra vez esa mirada. Se detuvieron en una calle solitaria en la que lo único que había era un edificio a medio construir.

—¿Qué ha pasado?

—Nada, no tiene importancia —apuró la cerveza. Y comenzó a acariciarla, primero su pelo, luego su cara, y sus labios.

—No me siento bien, tú tampoco lo estás. Y tenemos que hablar, lo de Florida, si no quieres ir, voy…

Por una fracción de segundo ella pudo ver su mirada. Intuyó que no era uno de sus juegos.

No pudo acabar la frase. Las facciones de él se endurecieron, el tacto suave de sus manos desapareció, de inmediato se subió encima de ella y comenzó a besarla con ímpetu; apenas permitía que se moviera. Desabrochó su blusa, pero sin quitársela, y con urgencia le bajó las bragas. Ella sabía que Henry sólo disfrutaba el sexo con la completa sumisión de su parte; de hecho, habían llegado a extremos peligrosos, sólo que esa noche era diferente, él estaba bajo la influencia del alcohol, intoxicado por la sensación que surgía cada vez que su madre llamaba, por la ira que Elsa le despertó al querer irse con su familia, intoxicado por quién sabe qué pensamientos que invadían su cordura. La obligó a darse la vuelta en el asiento, puso una mano en su cuello, y otra en la vagina. Por una fracción de segundo ella pudo ver su mirada. Intuyó que no era uno de sus juegos. Antes de poder decir algo la penetró salvajemente. Elsa quería gritar, pero estaba paralizada; acto seguido, las dos manos de él rodearon su garganta, estaba poseído por una excitación desmedida, por la furia, por los fantasmas del pasado: fragmentos de imágenes de cuando su madre le obligaba a mirar mientras se follaba a otros hombres; cuando lo vestía de niña y veía, deleitada, cómo sus amigos lo tocaban.

Elsa, inútilmente, intentó morderle el brazo; sus mejillas estaban empapadas en lágrimas, la respiración entrecortada, cada vez más débil; cuanto más le oprimía el cuello, más placer sentía Henry. Ella sintió pánico. No reconocía a ese chico. ¿Quién era? Comenzaba a perder la noción de realidad, veía borroso, todo perdía fuerza: los jadeos de él, la canción que sonaba en la radio, su resistencia era cada vez menor, el sometimiento mayor, estaba a punto de perder la conciencia, él oprimió más su cuello, la lujuria le desbordaba. Para Henry, ella era un dulce lugar en quien verter sus fantasías, así como hicieron con él. El martirio de Elsa estaba por terminar; los sonidos de auxilio, agonizantes, se quedaban abatidos en su garganta. A Henry le recorrió un temblor en la espina dorsal cuando al fin la vida de Elsa se apagó.

Cuánto disfrutaba estos momentos. Estaba frente a la muerte. Saboreaba la muerte. Sentía la dulzura de la muerte en sus pezones fríos, en sus manos inertes, en el aroma de su pelo. Siguió penetrándola, pero despacio, muy despacio, embriagándose de su absoluta dominación. Del éxtasis de la muerte.

Cuando eyaculó, su respiración estaba desbocada. Recostó su cabeza en el asiento y agarró su mano con ternura.

El silencio era casi absoluto, si no fuera por el ruido de las hojas arrastrándose en la acera, y por el hilo de música apenas perceptible que emitía la radio: Nothing’s gonna hurt you, baby…

Basado en el asesinato de Becky Powell por Henry Lee Lucas en 1983.

Alicia Trujillo Aragón
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