Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

El accidente

sábado 17 de diciembre de 2022
¡Comparte esto en tus redes sociales!

Sobre mi accidente se han dicho muchas cosas imprecisas que han contribuido a hacer borrosas las circunstancias de ese suceso y sus posteriores consecuencias. Sin querer me he visto obligado a escribir esta nota como un intento, quizás fútil, de aclararlo todo, poner las cosas en su sitio y finalmente acabar con esta polémica inútil e innecesaria. Mi memoria es borrosa, las condiciones de los últimos días han contribuido a dejar algunas lagunas que no he podido llenar a pesar de que he intentado reconstruir el hecho de la manera más detallada y cuidadosa posible. He hecho el intento de llenar cada cuadro de este rompecabezas del cual soy protagonista. Me enfrento a la paradoja de ser, al mismo tiempo, el sujeto que arma y el objeto a ser armado. Es como si pudiera desdoblarme para ser ambos sin dejar de ser el mismo. Mi única intención es poner un alto definitivo a las especulaciones estúpidas o malintencionadas que se han ido tejiendo a mis espaldas y que han afectado de manera profunda a mi familia. Lo primero que viene a mi mente al iniciar esta aclaratoria es el escalofrío que me recorrió en aquel momento desde la espina dorsal hasta las extremidades, como si se tratase de una anticipación a todo lo que vendría después.

Me aferré al volante y solté el acelerador a sabiendas de que el golpe era inevitable. No puedo dejar de recordar el chirrido metálico de los frenos y la visual de la marca que dejaron tras de sí los cauchos de aquel enorme autobús que venía como un bólido directamente hacia mí, intentando en vano evitar la colisión. Lo vi venir de frente en el puente de la autopista, justo antes de entrar en el túnel de La Planicie. Lo percibí como los cuadros de una película en cámara lenta. Apenas pude maniobrar ladeando un poco el vehículo que manejaba justo antes de recibir el impacto: un golpe seco, macizo, brutal, que hizo volar por los aires el Volkswagen Arteon azul turquesa que pertenecía a mi mujer y que yo había tomado prestado esa mañana para llevar a mis hijas a la escuela y luego ir a la oficina para una reunión con los inversionistas chinos. Pienso que, si hubiera estado en mi camioneta, que lleva semanas en el maldito taller por un problema hidráulico que no han podido corregir, las cosas hubieran sido diferentes. Un simple cambio en la rutina puede generar un efecto continuo capaz de transformar la realidad. A veces ese efecto es imperceptible, otras puede tener un carácter devastador. Lo común era que Alejandra, mi esposa, se encargase de llevar a las pequeñas a la casa cuna, lo que me da unos minutos para leer el periódico mientras desayuno y salir un poco más tarde. Un repentino malestar la obligó a quedarse en cama esa mañana y a mí a encargarme de todo. Al subir al vehículo mis hijas notaron la presencia de mariposas revoloteando en el jardín de nuestra casa del Alto Hatillo; al parecer habían iniciado su migración un poco más temprano este año.

Trato de ajustarme lo más posible a los hechos, pero entiendo que mis propias percepciones pueden verse nubladas por las circunstancias. En general tendemos a olvidar las cosas que nos parecen terribles para hacer un poco más llevadera nuestra propia existencia. El auto salió impulsado por encima de las barandas. Luego de dar dos o tres vueltas sobre sí mismo cayó pesadamente al vacío y aterrizó aplastándose sobre uno de los salientes que sirven de relleno a las columnas que soportan el puente desde la base de la montaña. Debo haber perdido el conocimiento por un tiempo, sólo recuerdo el choque y la sensación de vacío que me embargó cuando el vehículo empezó a desplomarse. Al recuperar el sentido me vi rodeado por una madeja de hierro retorcido; el auto parecía haber quedado convertido en una especie de acordeón irreconocible. No sentía dolor, pero la cabeza me zumbaba de manera incesante; permanecí sentado por un tiempo mientras retomaba el sentido de mí mismo. Me llamó la atención una extraña mariposa que reposaba sobre los restos destartalados del volante. Salí como pude arrastrándome entre los destrozos, me revisé con cuidado y me di cuenta de que milagrosamente no había sufrido ningún percance. Me persigné dando gracias en voz alta, mientras evaluaba mi situación. Por suerte no había caído al río, unos pocos metros más y hubiera sido tragado por las aguas tumultuosas y terriblemente contaminadas. Traté de rescatar mi portafolio y mi celular, pero resultó inútil. Me encontré con el oso de peluche de mi hija menor —debió haberlo olvidado esta mañana—; pensé en recogerlo y llevarlo conmigo. Al final decidí dejarlo atrás.

Respiré aliviado. Mi situación era compleja, pero al menos no había tenido que vivir el horror de verme atrapado entre la locura que podía percibir.

Arriba reinaba la confusión. Desde mi posición podía escuchar el ruido de las sirenas y el bullicio. No sé cuánto tiempo había estado inconsciente pero, evidentemente, había sido lo suficiente como para que las autoridades empezaran a responder. En ese momento me di cuenta de que había perdido mi reloj. El sol brillaba intensamente, calculé que sería cerca del mediodía. Era evidente que el bus había arrastrado varios vehículos y trancado la vía, la gente parecía haberse organizado para ayudar a los heridos —aquello parecía un hervidero—; podía percibir los cláxones, los gritos y los lamentos de los afectados. Respiré aliviado. Mi situación era compleja, pero al menos no había tenido que vivir el horror de verme atrapado entre la locura que podía percibir. Más allá de la sensación de vulnerabilidad que me asaltaba entendí que había corrido con suerte y que en algún momento podría salir del abismo en el cual me encontraba y retomar mis asuntos. Traté de gritar para llamar la atención de algunos curiosos que se asomaban por las barandas. Pronto me di cuenta, con contrariedad, de que entre el rumor del río y la algarabía propia de la situación no podían oírme. Me quedaba claro que la caída había sido casi perpendicular, de manera que difícilmente podrían divisarme desde su posición. Me impresionó notar que las mariposas siguieran su migración anual en contra del curso del río que baja desde el Ávila, sin que la situación las perturbara. A pesar de que nuestro impacto puede llegar a ser devastador, la naturaleza sigue su curso con independencia de nosotros. Así puedo ver a miles de mariposas pasar a mi lado, sin ocuparse de mí, mientras revolotean en su camino hacia la cumbre donde van cada año a desovar.

Dentro de un par de meses bajará la nueva generación y yo iré con mis hijas a recorrer los miradores para verlas distribuirse por la ciudad como hacemos todos los años. Me parece estar en presencia de una acuarela, veo cómo los trazos se van desplegando, vigorosos, sobre el lienzo, rellenándolo armoniosamente. Me asombra cómo las manchas disformes que salen de la paleta se mezclan lentamente y van definiendo las diversas formas y texturas. El pincel revolotea de un lado a otro develando la obra que se esconde en los confines de un tiempo que aún no ha transcurrido; es como si un vacío demasiado obvio fuese rellenado antes de que su fuerza nos consuma. Cada dibujo representa una transformación. Las mariposas transfiguran la ciudad, la hacen vivible, al menos por un rato. La gente atónita espera ese momento mágico en el que aparecen para cubrir la ciudad entera con sus alas, como si ella misma se convirtiese, por un momento, en una enorme crisálida previa a una metamorfosis que, como suele suceder con las promesas, nunca termina de ocurrir. Mis hijas disfrutan del espectáculo sin hacer cuestionamientos; llegada la hora se sueltan de mi mano y empiezan a correr colina abajo hasta que logran alinear sus alas y, tras un salto gigantesco, empiezan a volar junto a sus hermanas hacia mundos fantásticos que ni siquiera he empezado a imaginar. Desde allí me observan mientras el capullo que envuelve a la ciudad se va deshaciendo poco a poco dejando tras de sí un olor a flores recién polinizadas. Los dibujos de las niñas encuentran su lugar en la puerta del refrigerador; desde allí nos observamos y me observan.

Siento una necesidad vital de comunicarme con Alejandra, decirle que estoy bien. Sentir su voz abrazándome como tantas veces antes.

Nunca el celular me había resultado tan imprescindible. Siento una necesidad vital de comunicarme con Alejandra, decirle que estoy bien. Sentir su voz abrazándome como tantas veces antes. Desde que nos conocimos me ha resultado imprescindible. Han pasado diez años. Ella recién salía de la universidad y yo empezaba a trabajar en la empresa de la que ahora soy uno de los vicepresidentes. Nos presentaron unos amigos que pensaban que debíamos conocernos. ¡Tenían razón! Al poco tiempo nos casamos. Ella comenzó a trabajar como psicóloga en una clínica bastante conocida del este de la ciudad y yo he desarrollado una carrera muy exitosa en el área financiera, MBA en el extranjero incluido. Luego llegaron las pequeñas Nicole y Francesca. Suelo leerles historias de castillos y princesas hasta que se quedan dormidas. Alejandra y yo solemos leer a Borges, más de una vez nos hemos quedado atrapados en alguno de sus elaborados laberintos, tratando de descifrar las claves que siempre se presentan esquivas, perdidas detrás de enigmas indescifrables o guardadas por algún animal fantástico que no nos deja alcanzarlas. Vivimos en una hermosa casa a las afueras de la ciudad, desde la terraza se puede ver la ciudad enmarcada por el valle y luego el Ávila majestuoso. A menudo soñábamos ver a las nenas crecer en ese lugar. ¡Eso va a cambiar radicalmente!

Me volteé a ver el vehículo de mi esposa; se trataba de una pérdida total, lo cubrirá el seguro, pero no me salvaré del berrinche. Era un auto nuevo, apenas 20.000 kilómetros, ¡alta tecnología alemana convertida en chatarra! Nos vamos a finales del año, ¡ya está hablado! Hace un par de meses mi empresa decidió expandir sus servicios de intermediación en el mercado asiático y entramos en contacto con la Chinese Equity Investment Management, una de las empresas más importantes del ramo. La posibilidad de una asociación con ellos se presenta como una oportunidad inmejorable para crecer en el negocio, y precisamente de eso se trata la reunión esta mañana a la cual, obviamente, no voy a llegar. De cualquier modo, las conversaciones ya están adelantadas y aunque mi ausencia pueda parecerle extraña a los inversionistas, se podrá explicar posteriormente. Los chinos quieren entrar en el mercado latinoamericano y estamos dispuestos a servirles de puente. A cambio hemos planteado una fusión. Yo he llevado una parte importante de la negociación y he visitado varias veces sus oficinas en Beijing y en París. Supongo que ya los chinos habían llegado a presidencia y estarán esperando mi presentación. Isabel, mi asistente, tendrá que hacerse cargo; supongo que no vale la pena que me preocupe por eso en este momento. De cualquier modo, el asunto está casi resuelto. Nos iremos a Beijing y desde allí me encargaré de los asuntos latinoamericanos de la empresa. Mi mujer está encantada con la idea. “Allí está el futuro”, me ha dicho. Ya hemos empezado a recoger, hemos realizado contactos con el Colegio Internacional y ya tenemos el cupo para las pequeñas. Nuestra vivienda correrá por cuenta de la corporación. Mi esposa incluso ha realizado contactos en una escuela de danzas tradicionales donde piense inscribirse junto a las niñas apenas arribemos.

Es inútil seguir esperando, pienso que nadie ha notado aún mi caída y por eso no han venido a buscarme. Estoy impaciente, quiero salir de acá y continuar con lo mío. Aún siento algo de confusión, pero creo ser capaz de salir de acá por mis propias fuerzas —al menos voy a intentarlo. Camino siguiendo la ruta de las mariposas, se me antoja que me guían hacia la salida, juego con esa posibilidad. Noté que podía caminar sin dificultad y que mantenía mi sentido de orientación. Me alejo del vehículo para acercarme al cerro en cuya parte superior se enclava el puente del que acababa de caer. Se me ocurre que debe haber alguna escalera por medio de la cual los trabajadores bajan a hacer mantenimiento. En su lugar, me encuentro con la entrada de un túnel a la cual me dirijo; presiento que esta es la ruta que debo seguir. Dudo por un momento, el túnel es húmedo y oscuro. Me costó un poco acostumbrarme a la penumbra. Unos minutos después pude ver cómo la estructura, que parecía haber sido esculpida en la roca, se iba adentrando cada vez más en la montaña. Decidí seguir el angosto camino de piedra apisonada que serpenteaba entre las salientes que amenazan con golpearme la cabeza —lo que hubiera sido fatal a juzgar por su filo. Caminé a lo largo de lo que parecían kilómetros interminables, avanzaba lentamente, dejándome guiar por el instinto. Con cada trecho recorrido empezaba a bajar la temperatura, mientras el ambiente se volvía mucho más agreste y pesado. Decidí apresurar el paso al escuchar el rumor del río. Supuse que había caminado hacia el otro lado del torrente o que tal vez me había topado con algún afluente desconocido para mí. Al poco tiempo me enfrenté a una luz tenue que parecía abrirse hacia el exterior del angosto corredor donde me encontraba. Me dirigí hacia ella, como quien persigue una promesa, sólo para toparme con una explanada solitaria que caía suavemente sobre el río. No pude evitar pensar con extrañeza que no se veían rastros de las mariposas en aquel lugar que, según mis cálculos, debería estar cerca de su ruta de migración. Por primera vez empecé a considerar que quizás me había desviado más de lo que pensaba. Estaba claro que no tenía idea de mi ubicación. Toda ciudad tiene pasajes secretos que no conocemos. ¡Entendí que debía buscar ayuda!

Era bastante alto; yo diría que media un poco más de dos metros, viejo, flaco y huesudo, llevaba la cabeza tapada con una especie de capucha.

A lo lejos pude divisar a un hombre, quizás un pescador, que navegaba cerca de la orilla en una extraña barcaza. Le grité, apenas lo vi voltear corrí hacia él con alborozo —aquellas horas en el gimnasio ahora se justificaban, pensé con satisfacción. Me acerqué a aquel extraño personaje que había atracado en la orilla. Era bastante alto; yo diría que media un poco más de dos metros, viejo, flaco y huesudo, llevaba la cabeza tapada con una especie de capucha de color indefinible y bastante gastada. Me miró sin mayor interés mientras yo me apresuraba a explicarle mi situación atropelladamente. Con un gesto me invitó a subir a la embarcación, no sin antes pedir un importe por su servicio. Entendí que me llevaría hasta la otra orilla y desde allí podría seguir mi camino. Subí apresuradamente y sin pensarlo. El hombre me señaló un pequeño y tosco banco de madera que antes no había notado y en el que me senté apenas empezamos a navegar. Me sentí impaciente, quería volver con mi mujer y mis hijas. La angustia empezó a apoderarse de mí cuando percibí que avanzábamos a lo largo de una lúgubre caverna subterránea que no había notado antes. Me levanté de un salto encarando a aquel hombre funesto que intentaba secuestrarme. Dispuesto a lanzarme sobre él le exigí que me sacara de allí de inmediato y sin perder más tiempo. Me detuvo con un gesto de autoridad y reciedumbre que no hubiera esperado, dejando ver su larga mano huesuda y encallecida por el remo. Con una seña me ordenó sentarme nuevamente, al tiempo que me miraba con ojos de fuego. Se me doblaron las piernas, preso, como estaba, de un terror indescriptible, y obedecí sin dudarlo, derrumbándome sobre mi propio peso. Desde mi espalda su voz metálica sonó como un eco retenido durante siglos. “No hay apuro”, me dijo, “tu tiempo es ahora infinito”. La barca se fue perdiendo lentamente en la caverna y ya no hubo más tiempo para las mariposas. Esa y no otra es la verdadera historia.

Miguel Ángel Latouche
Últimas entradas de Miguel Ángel Latouche (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio