El lápiz
Un gesto de complacencia se dibujó en el cuerpo del historietista cuando vio que el lápiz bosquejaba sobre el papel una sonrisa bonachona en la cara del villano. Al fin había logrado vencerlo, se dijo. Sin demasiados firuletes el bien se había impuesto y la humanidad podía respirar aliviada de una punta a la otra, fuera de peligro por los siglos de los siglos. Al menos algo así pensó el creador de la historia, puesto de perfil, creyéndose a salvo, apenas unos pocos segundos antes de comenzar a escuchar los pasos acercándose. Cuando giró la cabeza, el tablero se sacudió y, muy a su pesar, sin atinar a un bosquejo de defensa, aunque ningún trazo al parecer amenazaba con resultar el definitivo, el entorno comenzó a desdibujarse y a rumbear para el lado equivocado, el de la maldad sin nombre ni límites ni compasión, que en seguida se delineó en la cara del dibujante y quedó plasmado en la representación de un enorme ceño fruncido, a punto de quedar afuera del cuadrito correspondiente, en una acción que forma parte de otra historieta que aún está por esbozarse, según alcanzó a decirse, todavía con las palabras dentro del globo.
El temblor
El médico, ubicado en su sitial frente al paciente, escritorio de por medio, se acomoda los anteojos, carraspea y finge leer por primera vez el informe que tiene en sus manos. A pesar de los años de profesión suele reconocer, ante sus amigos y algunos familiares, que por algún motivo no logra vencer la dificultad que cada tanto se le presenta. Gajes del oficio, se dice mientras sigue con el simulacro de lectura. Y ahí nomás admite, por enésima vez en su vida, resoplando contra su voluntad, que cuando debe anoticiar acerca de un pronóstico así, tan definitivo a corto plazo por decirlo de alguna manera, no hay mejor promedio ni diplomas ni simposios que valgan la pena. Así las cosas, puesto de lleno en el brete, le resulta imposible mirar directo a los ojos del paciente, que espera sentado el veredicto sin saber qué cara poner o cómo sentarse mejor. Entonces, mientras la inquietud va y viene de un lado a otro, el silencio se prolonga escritorio de por medio hasta que el médico mueve la mano derecha y con ese movimiento llama a la secretaria a través del código correspondiente. Ella recibe el mandato, deja el teléfono descolgado y cierra la agenda, se perfuma en dos o tres toques, entra al consultorio y se sienta en las rodillas del enfermo, que abre bien grande los ojos y que, al ser besado como Dios manda, sufre una especie de temblor y también un placer enorme que le recorre todo el cuerpo, y entonces, al escuchar lo que está escuchando, se siente morir y no le importa.
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