Esa mañana, al revisar su correo electrónico como era su costumbre, se encontró con uno que anunciaba la presencia, ese día, de Vargas Llosa en un auditorio en la Universidad de Princeton y que la entrada era gratuita. Apenas tuvo tiempo de avisar a un viejo amigo y comenzó los preparativos para asistir a tan magno evento. Planchó su vieja camisa de ocasiones especiales, le cortó un par de hilachas que indiscretas salían de sus puños, lustró sus zapatos y le dijo a su señora: “Hoy vamos a escuchar a Vargas Llosa y a la salida pasaremos a tomar una cerveza”.
Llegaron temprano logrando los mejores asientos, en el centro, tercera fila, frente a los dos asientos vacíos donde se sentarían Vargas Llosa y Enrique Krauze a entablar un amistoso diálogo entre el historiador y el contador de historias. Reservaron los dos asientos, a la izquierda de su señora, con una buena posición, aunque no tan buena como la suya pero con la ventaja de estar cerca del pasillo de la salida, para su amigo y su cónyuge, y él, deformación profesional, se dedicó a observar el hermoso anfiteatro y a imaginar cómo resonarían en las mentes las frases de los ilustres huéspedes que por él habían pasado.
Los amigos llegaron, agradecidos de que les hubieran reservado asientos en una sala llena de fond en comble —expresión utilizada por su padre para significar “repleta”—, repleta de estudiantes, profesores y público en general, entre ellos una estudiante vestida con una corta falda que se sentó a su lado, pese a la mirada de disgusto de su señora, y quien, quizás pensando que por su barba blanca era un distinguido profesor, cruzó las piernas con picardía y le sonrió.
Él, con disimulo, estiró la manga derecha de su chaqueta para ocultar el raído puño de su camisa y le sonrió con cara profesoral.
Las luces de la sala se apagaron; entraron los protagonistas, quienes fueron presentados con floridas palabras por el director del Departamento de Estudios Latinoamericanos, quien, al no haber una tercera silla en el proscenio, bajó sonrojándose a la primera fila del auditorio teniendo que pedirle a un estudiante que le cediera su asiento.
La señora, los ojos cerrados, yacía con su cabeza inclinada sobre su pecho sin dar señales de vida.
Pasados unos cuarenta y cinco minutos de la charla, él comenzó a moverse inquieto en su silla y se desconcentró. Vargas Llosa iba por la parte de la construcción de Varguitas y sus experiencias en las selvas del altiplano peruano. La estudiante había tensado su cuerpo y observaba fijamente a una señora de cierta edad que se había sentado en primera fila a la derecha del estrado, llamada por el discreto movimiento del director del programa quien, sin desear llamar la atención, se desplazaba de asiento en asiento para llegar a ella.
La señora, los ojos cerrados, yacía con su cabeza inclinada sobre su pecho sin dar señales de vida. El director no se atrevía a interrumpir a Vargas Llosa —quien aún no se había percatado de que las cabezas habían girado a otro centro de atención—, y lentamente alargó su mano para sacudirla levemente, pero nada. La sacudió un poco más fuerte y nada. La estudiante quería arrancarse pero él, su señora, y su amigo y su cónyuge, bloqueaban la salida de la fila. Al tercer sacudón la buena señora, quien había entrado al anfiteatro para protegerse del frío, se despertó y con cara angelical siguió escuchando a Vargas Llosa.
A su lado, su señora comenzó a encoger las piernas y a acercarlas hacia él, lo que en ese sacrosanto auditorio podría ser interpretado como una falta de respeto hacia los protagonistas del diálogo. Él intentó alejar sus piernas, y al hacerlo se dio cuenta de que un humeante chorro de líquido amarillo corría desde la base del asiento de su amigo, se acercaba al asiento de su señora y continuaba su camino hacia el estrado donde se encontraba Varguitas, quien al verlo con disimulo levantó sus pies.
Al abandonar el anfiteatro su señora le dijo al oído: “Última vez que te acompaño a escuchar a Vargas Llosa”.
(de la colección Relatos dispersos en el aire y en el tiempo).
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