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¿Lo entiendes ahora?

sábado 27 de mayo de 2023
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1

La consumían las dudas mientras se aproximaba conduciendo su destartalada furgoneta. Cuando miraba por el retrovisor añorando la seguridad que dejaba atrás, sólo veía una estela de polvo suspendida en el aire como una vía láctea. Al final de un largo y sinuoso camino de tierra, en lo más profundo del bosque, entre tupidos árboles y enormes canchales en forma de huevo que lo camuflaban, se escondía el caserón al que se dirigía.

Cuando llegó, la cancela de acceso a la parcela estaba abierta. Entró con precaución y detuvo el coche. Se bajó. Observó a su alrededor, temerosa y precavida. Introdujo una de sus manos en el bolsillo del pantalón y rebuscó hasta que encontró lo que buscaba. Al asirlo con fuerza en la palma de su mano se sintió más segura. Se colgó del hombro la bolsa de herramientas que llevaba en el asiento del acompañante del conductor y se dirigió a la puerta.

Tras llamar al timbre escuchó en el interior una voz que se aproximaba.

—¡Va…, va…!

La mujer, insegura, le siguió por unos pasillos y diversas estancias hasta que desembocaron en la cocina.

Abrió la puerta un hombre de mediana edad, delgado como un junco, vestido informal y con ropa cómoda de estar en casa.

—Ya era hora de que viniera. Venga, es por aquí —dijo el hombre, seco y antipático.

El hombre regresó al interior de la casa. La mujer, insegura, le siguió por unos pasillos y diversas estancias hasta que desembocaron en la cocina.

El hombre se detuvo ante el fregadero, anegado de agua sucia y restos sólidos que flotaban.

—Lo he intentado todo —dijo enfadado y soberbio.

El hombre cogió un desatascador y probó, con cierta fuerza y rabia, casi violento, liberar el desagüe para que corriera el agua, pero tan sólo consiguió que los restos sólidos que flotaban se agitaran como locos.

—¿Ve…? —dijo el hombre.

El hombre tiró el desatascador, desesperado, con malos modos, y se secó las manos con un trapo que tenía en la encimera.

—No hay manera. A ver si usted puede.

La mujer se acercó al fregadero, sorprendida. Observó los restos sólidos flotantes que iban apaciguando su agitación.

—Pero yo no soy fontanero —dijo la mujer.

—¿No? ¿Qué es entonces? —dijo contrariado el hombre.

—Electricista.

—¿Y por qué me mandan un electricista? Yo he pedido un fontanero. Los del seguro son unos inútiles —dijo irritado.

—Perdone —dijo la mujer, rectificándole—. Yo venía por lo del alquiler.

—Ah…

—Le llamé anoche. ¿Recuerda? Tenía un aviso de avería aquí cerca…

—Sí, sí. Le enseño la casa —dijo el hombre cambiando de tono pero sin abandonar su antipatía y frustración.

El hombre condujo a la mujer por las diversas estancias de la casa, mostrándoselas y destacando las características de cada una. La mujer le seguía pasiva, vigilante.

Tras el recorrido regresaron a la cocina.

—Y la cocina ya la conoce —dijo el hombre—. ¿Le interesa?

La mujer echó un nuevo vistazo alrededor.

—Sí… pero es muy cara para mí.

El hombre pensó que había estado perdiendo el tiempo.

Le propongo que me deje la casa gratis —dijo la mujer, insegura.

—Pues lo siento —dijo.

El hombre inició un gesto para acompañar a la mujer hacia la salida, pero ella le interrumpió al momento.

—Le propongo que me deje la casa gratis —dijo la mujer, insegura, tanteando las ideas que pudiera tener el hombre.

El hombre no esperaba una reacción tan insólita. En un principio no supo cómo actuar. Por fin encontró una respuesta.

—Supongo que es una broma.

—Nadie le va a hacer una oferta mejor —dijo seria y decidida la mujer.

El hombre comenzó a ponerse nervioso.

—Si es usted de esa clase de personas que siempre tratan de conseguir una rebaja, le advierto de que no voy a cambiar mis condiciones.

—¿Ni siquiera lo va a pensar? —propuso enigmática la mujer.

El hombre adoptó una actitud resolutiva.

—Mire, señorita. No tengo tiempo que perder. Le ruego que se marche.

La mujer hizo una profunda inspiración, intentando aplacar los nervios que la burbujeaban por el estómago.

—Bien, como quiera. Pero luego no diga que no le he dado una oportunidad.

La mujer puso su caja de herramientas sobre la encimera de la cocina. De ella sacó unas gafas de protección, las típicas de los trabajos manuales para evitar daños a los ojos. Se las colocó. A continuación sacó una mascarilla y se la ajustó también a la cara para tener bien protegida la nariz y la boca.

—¿Pero qué hace? —dijo el hombre, atemorizado y amenazante ante las maniobras de la mujer—. Si no se va ahora mismo voy a tener que llamar a la policía.

El hombre se acercó a la mujer para forzarla a que abandonara su casa, pero en ese mismo momento la mujer sacó del bolsillo del pantalón un espray de defensa con el que empezó a rociar el rostro del hombre. El hombre retrocedió, encogido, gritando, con las manos agarrotadas cubriéndose la cara en un ineficaz gesto de protección mientras la mujer no cejaba de rociarle el rostro con el líquido mostaza que expulsaba el espray.

Dejó al hombre reducido, atado de pies y manos con cinta americana y tirado en el suelo. Así pudo salir tranquilamente a su coche. Del maletero sacó una vieja bolsa de deportes, con la cremallera rota que dejaba ver en su interior una maraña de cadenas. Cuando regresó descubrió al hombre intentando librarse de las ataduras frotando la cinta que le sujetaba las manos con el canto afilado de la chapa de un radiador. La mujer tiró al suelo la bolsa que portaba con las cadenas y se abalanzó sobre él para impedir que se librara de sus ataduras. Se inició entonces un forcejeo entre ellos, gritos, golpes, tirones, empellones… En un momento determinado el hombre propinó un fuerte empujón a la mujer y la lanzó unos metros contra el suelo. Luego se entregó con más energía y velocidad a intentar cortar sus ataduras.

En un acto reflejo, a pesar del aturdimiento, asió una silla que tenía a su lado y la descargó contra el hombre, dejándole inconsciente.

La mujer, medio conmocionada, rebuscó en el fondo de su bolsillo del pantalón el espray de pimienta. Lo encontró, pero al sacarlo con cierta brusquedad se le escapó de la mano y fue a parar a un terreno de nadie entre ella y el hombre. El hombre, por fin, consiguió segar la cinta americana que le ataba las manos y a saltos, antes de liberarse los pies para no perder tiempo, se lanzó a por el espray. Lo cogió y fue a agredir con él a la mujer, pero ésta, en un acto reflejo, a pesar del aturdimiento, asió una silla que tenía a su lado y la descargó contra el hombre, dejándole inconsciente en el suelo tan largo como era.

Ya entrada la noche, la mujer había fijado a unas sólidas vigas de madera que dividían el salón un chapucero y enrevesado sistema con las cadenas que llevaba en la bolsa, al final de las cuales estaba atado en el suelo el hombre. Éste mostraba aún gestos de dolor en la espalda y mantenía la garganta reseca y los ojos irritados.

La mujer curioseaba indolente por los cajones de los muebles, rebuscando y revolviendo, en una violación de la privacidad.

—Aquí no hay nada de valor —dijo el hombre entre toses y carraspeos.

—No vengo a robar —contestó la mujer.

—¿A qué has venido entonces?

—Ya lo averiguarás.

—Te vas a meter en un lío muy gordo.

—Ya lo estoy. Y esto no lo va a empeorar.

—Pero tú sabes quién soy.

—Perfectamente.

El hombre dudaba de la afirmación de la mujer.

—¿Pero quién eres?

—¿Ahora te interesa la gente? —le dijo la mujer, desafiante—. ¿De verdad quieres saberlo?

El hombre asintió.

La mujer, orgullosa, le contestó con firmeza y recreándose en la respuesta.

—Soy la madre del expediente DEP. G-3. 011918/2012.

Pese a la enigmática contestación el hombre sabía perfectamente a qué se refería.

 

2

El caserón comenzaba a revelarse con las primeras luces del amanecer.

Un rayo de sol incidía sobre un cazo de leche puesta a calentar sobre el fuego.

La mujer, servida ya la leche humeante en una taza de porcelana, estaba sentada a una mesa en el salón degustando un suculento desayuno. Frente a ella, en el suelo, con mal aspecto, la barba crecida, pálido y con la piel reseca y acartonada, se hallaba el hombre envuelto en cadenas que le impedían moverse.

—¿Pero qué es lo que quieres? —le espetó a la mujer—. Estás mal de la cabeza.

Cincuenta y dos escritos que os envié rogando una solución. Cada uno de ellos más desesperado que el anterior.

—Es cierto. Lo normal en mi caso. Cinco años. Veintisiete documentos entregados que me pedíais. Algunos, los mismos, solicitados dos y hasta tres veces. Cincuenta y dos escritos que os envié rogando una solución. Cada uno de ellos más desesperado que el anterior. “No podemos más, hagan algo, se nos acaba el tiempo, se lo suplicamos”. Era insoportable. Habría tenido una solución tan fácil si hubierais querido… ¿Lo recuerdas, expediente DEP. G-3. 011918/2012?

—Había tantos…

—Sólo pedía una firma, una maldita firma.

—No era tan sencillo.

—¿Y quién lo complicaba?

—Yo no podía tomar la decisión.

—¿Quién entonces?          

—Personas que estaban muy por encima de mí y con mucho poder.

—Pero tú eras el responsable —insistió la mujer—. Tú eras quien firmaba. Tú cobrabas por ello y vivías como un rey con el sueldo que te pagaban.

—Sólo obedecía órdenes —dijo el hombre con la mirada fija.

—Eso lo decían también los que gaseaban a los judíos en los campos de exterminio.

—Había un presupuesto que cumplir. Los recursos eran muy limitados.

—¿Me quieres decir que no había recursos para una pastilla que podía salvar la vida de miles de personas? —dijo la mujer, indignada.

—La farmacéutica se aprovechaba de su exclusiva y exigía precios desorbitados. El coste era por completo inasumible. Comprometía otras partidas que afectaban también a distintos colectivos a los que teníamos que atender igualmente.

—Ya, ya. Ya me conozco yo esos colectivos.

La mujer se levantó con la taza de leche en la mano y alguna galleta que iba mojando según se aproximaba al hombre.

Sin nosotros vuestra vida sería un caos. Nos necesitáis aunque nos odiéis. Y te aseguro que era por completo imposible atender todas las necesidades.

—Esos colectivos —siguió diciendo la mujer— son fundaciones, asociaciones, “amigos de…”. Todos con carnet del partido y relaciones con el Gobierno.

—Compréndelo. Nuestra obligación es gestionar. Sin nosotros vuestra vida sería un caos. Nos necesitáis aunque nos odiéis. Y te aseguro que era por completo imposible atender todas las necesidades. Estábamos inmersos en una crisis económica profundísima que amenazaba con quebrar el “Estado”.

—Por mucho que costara la medicación —replicó la mujer—, valía infinitamente menos que la vida de cualquiera que la necesitara.

La mujer se acuclilló para ponerse a la altura del hombre, pero manteniendo una prudencial distancia de seguridad.

—¿Cuánto vale la vida de una persona? —siguió la mujer—. ¿Cuánto vale la vida de una hija? ¿La vida de la mía valía menos que otras “partidas” a las que se destinaba “tu presupuesto”?

—A ciertos niveles hay un entramado de intereses y relaciones tremendamente complejos que no es fácil de explicar y menos aún de entender.

—Pues resulta que yo lo entiendo, y lo entiendo perfectamente —dijo la mujer sin amedrentarse—. Quien no lo entiende eres tú. Pero ahora lo vas a entender.

El hombre se quedó totalmente perplejo.

 

3

Transcurrió algún día más sin que el hombre ingiriera ningún alimento ni una sola gota de líquido. Una tarde, el sol declinaba. En una habitación, la mujer aseguró a unas vigas del techo las cadenas que ataban al hombre. Éste tiró de ellas, con la intención de liberarse, aunque con poca energía y convencimiento pues la falta de alimentos comenzaba a dejarle sin fuerzas.

—Suéltame… Suéltame —dijo.

—Deberías asumir de una vez que no te voy a soltar. Ni ahora, ni nunca.

—Podemos llegar a un acuerdo.

—¿De qué clase?

—Fuera de aquí tengo dinero, joyas, objetos de mucho valor.

—¿Y piensas que por eso te voy a liberar?

—¿Por qué si no?

—La gente como tú no entendéis que haya personas con principios. Estáis acostumbrados a que los demás bajen la cabeza y digan “sí, bwana, amén”.

¿Pero qué quieres? —dijo el hombre, pensando que los argumentos racionales no le iban a servir de nada—. ¿Quieres vivir aquí gratis? Vale. ¿Quieres la casa? De acuerdo. No hay problema. Te la regalo. Puedes quedarte con ella si es tu deseo. Pero suéltame ya de una maldita vez.

El hombre, pese a que tiraba de las cadenas, no se podía liberar.

La mujer se le aproximó.

—Te hice una oferta y la rechazaste. Ahora ya es tarde. Sólo quiero una compensación. La única posible.

El hombre, enrabietado, se lanzó hacia la mujer, pero no consiguió alcanzarla porque ella se mantenía justo a la distancia que daban de sí las cadenas.

—Suéltame… Suéltame… Suéltame de una maldita vez… Loca… ¡SUÉLTAMEEEEEE…! —dijo el hombre forcejeando con las cadenas que le constreñían todo el cuerpo impidiéndole apenas moverse.

 

Entre sus piernas comenzó a humedecerse su pantalón, primero de un modo imperceptible y a continuación cada vez más abundantemente.

4

Por la ventana de la habitación penetraba la claridad de la luna llena colmando con su suave resplandor blanco azulado toda la estancia.

El hombre se encontraba tirado en el suelo, sumido en una duermevela. De cuando en cuando sufría un fuerte espasmo. Como una descarga eléctrica. Entre sus piernas comenzó a humedecerse su pantalón, primero de un modo imperceptible y a continuación cada vez más abundantemente con un líquido amarillento que empapó la tela, la saturó y se derramó por el suelo. El hombre, con las dificultades propias por encontrarse débil, somnoliento y encadenado, en un gesto torpe e imposible de contorsionista para doblarse sobre sí mismo, sacando y estirando todo lo que daba de sí su lengua, trató de alcanzar el orín que se había quedado retenido en una depresión de las baldosas del suelo para absorber algo de líquido con el que humedecer su reseca boca.

La mujer, desde la cama en la que se encontraba tumbada, le observaba en su lucha infructuosa.

—¿Lo entiendes… lo entiendes ahora…? —le dijo susurrando, más para sí misma que para ser escuchada por el hombre.

La mujer sacó una foto que tenía guardada en un bolsillo. Mirándola comenzó a salmodiar una nana. Sus ojos se fueron inundando de lágrimas.

 

5

Los primeros rayos del sol incidían sobre el rostro cerúleo del hombre. Parecía muerto. Tenía los ojos hundidos en sus cavidades y en los labios resecos y pelados comenzaban a formársele grietas sanguinolentas.

La mujer se le acercó y le dio una patadita para despertarle. Pero el hombre no reaccionó. La mujer le dio otras pataditas más contundentes pero siguió sin reaccionar. La mujer entonces le zarandeó y el hombre sufrió una convulsión, como si cayera de repente por un precipicio.

La mujer desmontó los anclajes de las cadenas y tiró de ellas con energía para acabar de espabilar al hombre.

—¡Venga…! —dijo la mujer intentando ponerle en pie—. ¡Vamos… vamos…!

El hombre, al ser tironeado por las cadenas que lo aprisionaban, y con muchas dificultades por la ausencia de vitalidad, se puso primero de rodillas y luego de pie, aunque sus piernas apenas le sostenían. La mujer tiró de las cadenas y así le llevó a la fuerza por un estrecho pasillo en cuyas paredes el hombre tenía que apoyarse para no caer al suelo.

—¿Sabes…? —dijo la mujer—. Yo también tenía una casa, después de sacrificarme media vida, haciendo trabajos de miseria. Pero tuve que venderla. Tenía que pagar los cuidados que necesitaba mi hija por su enfermedad. Y me arruiné. Fueron tantos años sin una respuesta tuya…

—Tarde o temprano te descubrirán —le cortó el hombre.

—¿Quién? No hay vecinos. No tienes familia. Estás más solo en el mundo que una rata de alcantarilla.

El hombre cayó al suelo.

—¿Me has investigado? —preguntó con apenas un hilo de voz, de rodillas en el suelo.

Como en una especie de viacrucis, tremendamente debilitado, intentaba levantarse, se apoyaba en las paredes pero volvía a caer.

—En las infinitas noches que pasé cuidando a mi hija a los pies de su cama, mientras agonizaba, tuve mucho tiempo para averiguar cosas e imaginar este momento.

La mujer tiró de nuevo de las cadenas, medio arrastrando al hombre. Éste, como en una especie de viacrucis, tremendamente debilitado, intentaba levantarse, se apoyaba en las paredes pero volvía a caer. Sólo podía desplazarse arrastrándose como un reptil por el suelo.

—Te crees superior —dijo el hombre con una risa nerviosa, quizá histérica, aunque carente de energía—. Pero no eres mejor que yo.

—Tal vez —dijo la mujer, y pegó un fuerte tirón de las cadenas que arrastró al hombre unos centímetros—. Pero entre tú y yo hay una diferencia. Yo no tengo sobre mi conciencia la muerte de miles de personas.

La mujer consiguió llevar al hombre al salón del caserón. Lo dejó tirado en un rincón, bien asegurado por las cadenas para que no pudiera hacer ningún movimiento extraño, aunque el propio estado de deterioro e inanición en el que se encontraba ya le mantenía con las fuerzas exangües y apenas era capaz de moverse por sí mismo.

La mujer preparó una suculenta comida, digna de un banquete de reyes. Comenzó a degustarla ante el hombre.

—Algo… Algo… Favor… —dijo el hombre, casi sin poder hablar, con los ojos apenas abiertos mirando a la mujer.

La mujer, frente a él, sentada a una mesa, se deleitaba con la comida, chupeteándose los dedos.

—Trozo… —trató de pronunciar el hombre, con la garganta como una lija, en un hilo de voz ahogado por el sufrimiento.

La mujer se regodeaba en el placer de comer, saboreando exageradamente una porción de comida, obscena, burlándose del hombre.

El hombre trató de aproximarse a la mujer, arrastrándose por el suelo, pero su extrema debilidad no le permitió avanzar más que unos centímetros.

—Muerooo… conteeesta… —quiso decir el hombre, pero las palabras se le quedaron atascadas como una bola, ahogándole, y no lograron salir de su boca.

La mujer se rio.

—Fastidia que no te contesten —dijo la mujer—. ¿Verdad? ¿Y que no te contesten cincuenta veces?

La mujer se acercó al hombre y puso un plato con algo de comida y un cuenco con agua en el suelo, a unos centímetros del hombre. Éste, con las últimas fuerzas que le quedaban, intentó reptar hasta el plato. Cuando llegó sacó la lengua cuanto pudo para beber como un perrillo, pero la mujer con la punta del pie le retiró el recipiente unos centímetros más lejos.

—Este es el… ¿cómo era…?, “entramado complejo de intereses y relaciones que hay en ciertos niveles”, y que algunos no entendemos. ¿Lo entiendes tú ahora? —dijo la mujer.

El hombre, ansioso, desesperado, volvió a intentar reptar hasta los recipientes. Cuando los iba a alcanzar, la mujer los retiró de nuevo unos centímetros más lejos.

—¿Entiendes ahora lo que es consumirte día a día? —dijo la mujer—. ¿Sentir que tu cuerpo se devora a sí mismo?

El hombre una vez más trató de alcanzar los recipientes, pero la energía ya le había abandonado por completo y permaneció en el sitio medio muerto.

—¿Entiendes lo que es sumirte en la locura y la desesperación? —dijo la mujer, y abrió una botella de agua que traía con los recipientes de comida y agua.

La mujer le mostró al hombre, ostentosamente, la botella de agua.

—¡Aguaaa… aguaaa… favooor… muerooo…! —pretendía pronunciar el hombre pero las palabras se quedaban sólo en un estertor cavernoso.

La mujer dejó caer un hilillo de agua alrededor de la cabeza del hombre.

En un esfuerzo sobrehumano por mover la cabeza, perseguía el hilillo de agua pero no pudo atrapar más que unas pocas gotas.

—¿Y entiendes lo que es ansiar morirte para no sufrir…?

El hombre, en un esfuerzo sobrehumano por mover la cabeza, perseguía el hilillo de agua pero no pudo atrapar más que unas pocas gotas porque la mujer cambiaba continuamente la dirección de la caída del líquido.

—…¿Pero sin que te puedas morir aunque te estés muriendo a cada segundo?

La mujer, por fin, interrumpió el flujo del líquido y con un golpe de muñeca, como un bofetón, vertió un chorro de agua sobre la cara del hombre, quien alargó su cuello y su lengua anhelante para intentar atrapar cualquier gota que escurriera por el rostro.

—…En una lenta, inacabable, y dolorosísima…

La mujer puso la botella cerrada en el suelo, a un palmo del rostro del hombre.

—…e insoportable agonía.

El hombre comenzó a lamer la botella, como si quisiera beber su líquido interior, completamente demenciado, más en el otro mundo.

Cuando el hombre hubo fallecido la mujer lo sentó a la mesa, el tronco volcado sobre su superficie, la cabeza al lado del plato del que comía ella misma y las manos a la altura de la cabeza, una a cada lado. En esta posición, la mujer le puso al hombre en la mano izquierda un tenedor. Luego apretó la mano rígida sobre el mismo, como si lo sostuviera. A continuación repitió la misma operación con la mano derecha donde le colocó un cuchillo. En esta escenificación como si estuviera comiendo, la mujer pizcó un pequeño trozo de pan, lo mojó en la salsa del plato en el que ella misma había estado comiendo, entreabrió un poco los labios del hombre, y depositó el trozo del pan pringoso en su boca.

—¿Lo entiendes ahora?

La mujer, para finalizar la puesta en escena, puso delante de la cara del hombre una vela y la prendió.

—¡Mal viaje, cabrón!

Atardecía. La mujer regresó a su furgoneta cargada con sus bolsas, la de las herramientas y la de las cadenas. Las guardó en el maletero y se giró hacia el caserón.

El caserón comenzaba a sumirse en una extraña luz. El ocaso lo teñía de un intenso color naranja, y en su entorno, velado por la espesura del bosque y el caos de enormes canchales, comenzaba a deslizarse la oscuridad misteriosa de la noche. La mujer, en un ritual casi místico, cerró con todas sus fuerzas los ojos. El caserón entonces explotó. Infinidad de fragmentos salieron disparados con gran violencia, en todas las direcciones, entre gigantescas llamaradas de fuego y un humo gris denso que enseguida ocultó todo lo visible absorbiéndolo como un agujero negro cósmico.

La mujer abrió los ojos. Se giró y se introdujo en su furgoneta. La puso en marcha y se alejó por el camino que había llegado. El resplandor del sol al contraluz destacaba el rótulo que llevaba grabado en el cristal del portón trasero de su furgoneta: “Zabriskie Asistencia”.

¿Seguiría ardiendo y destruido el caserón?

José Luis Cubillo Fernández
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