El laboratorio era un tormentoso mar de lágrimas, cafeína y desilusiones. Los trece científicos involucrados en el proyecto habían trabajado alrededor de dieciocho horas diarias durante más de un mes desde el último día de descanso. Dormían debajo de los escritorios y mantenían poca o nula comunicación con sus familias. El doctor Espinoza, jefe del laboratorio, era reconocido por todos en la empresa como un verdadero genio, uno de los hombres más brillantes sobre la Tierra y el ídolo de casi todos los integrantes del equipo de científicos que lideraba. El doctor se abrió paso entre las pilas de carpetas y materiales desperdigados por el suelo, cuidando de no derramar el café de su vaso sin tapa mientras esquivaba las camisas empapadas de sudor que iban de un lado a otro. Se detuvo junto a la doctora Turner y dio un sorbo al café tibio. La científica observaba con angustia las crías de ratón a través de los cristales.
—¿Cómo vamos, Isabelle, alguna novedad?
La doctora Isabelle Turner negó con la cabeza, buscando en la mirada de su jefe alguna señal de consuelo que no encontró.
—Me temo que no, doctor —la doctora, sin darle tiempo de negarse intercambió con su jefe la carpeta que llevaba en la mano por el vaso de café—. Esto no está funcionando.
El doctor Espinoza ojeó los papeles y chasqueó los labios. Miró los números descendentes de manera superficial, pues los resultados hablaban por sí solos frente a ellos en forma de roedores.
—Está bien, sabemos cómo es esto. Cada avance cuenta, por más pequeño que sea.
—No parece que estemos avanzando en lo absoluto, ya agotamos todas las variables con las enzimas y los resultados se mantienen negativos.
Ahora tenemos una mayor certeza de que íbamos por un camino errado.
—No existen los resultados negativos, Isabelle. Ahora tenemos una mayor certeza de que íbamos por un camino errado. Intentaremos algo distinto, las veces que sean necesarias, hasta encontrar la respuesta.
Sintió la mano de la doctora temblar al momento de recobrar su vaso de café y notó la palidez en el rostro de su subordinada. Los ratoncitos jugaban a correr por las jaulas, comían desesperados o se apilaban unos sobre otros para dormir.
—Lo que necesitamos justo ahora es un descanso —murmuró para sí mismo y, sin separar la vista de los ratones, pidió la atención de todos, apenas levantando la voz—. Manténganse en sus puestos pero pausen por un momento lo que están haciendo y pónganme atención. A partir de este momento entraremos en receso…
—El estrés alteró tu ya de por si retorcido cerebro, ¡viejo idiota!
El doctor Martín Sánchez no se lo pensó dos veces antes de levantar la voz iracundo. Su mirada firme, la piel de bronce y la barba espesa le daban un aspecto amenazante a pesar de su corta estatura.
—¿Se te olvidó lo que hay al final del pasillo, al otro lado de esa puerta? ¿Qué mierda crees que pasará si nos detenemos todos de pronto a descansar?
Aún sin despegar la mirada de los roedores, pero con clara expresión de fastidio en su rostro, el doctor Espinoza le respondió en tono sereno:
—Amablemente le pido, doctor Sánchez, que baje la voz, o será usted quien llame la atención de los guardias. Les he dicho que descansaremos, no que organicemos una pijamada o una fiesta en la playa —se giró lento para ver de frente a su equipo y dio un sorbo a su café—. Abi, ¿cuánto tarda la computadora en analizar las biopsias y develar el estado de los telómeros? ¿Alrededor de quince a veinte minutos? Quiero que introduzcan todas las muestras de los últimos seis intentos con enzimas onidarias una a una y que hagan un esfuerzo por parecer ocupados mientras intentan relajarse; no piensen en nada, hablen bajo y no llamen la atención.
—Yo me encargo de introducir las muestras, Waldo.
El científico con la reluciente calva se levantó de su asiento y se lo ofreció a la doctora Turner, quien se desplomó sobre él de inmediato.
—Gracias, Jaime —le respondió el doctor Espinoza, observando las arrugas en los tristes ojos de su compañero y las manchas sobre su cabeza calva una vez le dio la espalda—. Coman algo por favor, con discreción. Pete, acompáñame a mi despacho, tú y yo vamos a pensar en cómo resolver esto.
Ambos doctores salieron caminando por el pasillo junto a los guardias y no pudieron evitar ver de reojo detrás de una puerta entreabierta al escuchar los gritos enfurecidos que un adolescente le propinaba a la joven rubia y atractiva que lo acompañaba. La mujer cruzó miradas con ellos y ambos doctores aceleraron el paso. Los guardias empuñaron con más fuerza los rifles y ensancharon el pecho al verlos pasar.
—Buenas tardes, muchachos, con permiso. Dejamos al resto del equipo trabajando y nosotros vamos a tomarnos unos minutos en mi oficina. Con permiso, gracias.
Atravesaron dos puertas más, vieron los especímenes de Plumeria rubra que empezaban a florear en el área del comedor, dieron vuelta a la izquierda y anduvieron por un oscuro y estrecho pasillo donde las medusas brillaban a cada lado en sus tanques antes de llegar al despacho del doctor Espinoza.
—Entonces, mientras todos fingen que trabajan, nosotros fingiremos que descansamos, ¿es así? —preguntó Pete.
—Sí, ¿por qué no? Aunque yo sí pienso beber un trago.
Waldo Espinoza sacó una botella de whiskey y dos vasos que puso sobre el escritorio. Ambos se sirvieron whiskey en buena medida y bebieron un trago antes de comenzar a discutir el asunto en cuestión.
—Mucho mejor que el café frío de hace rato.
El doctor Espinoza se sirvió un segundo vaso y encendió un cigarro.
—¿Qué opciones tenemos, doctor? —preguntó Pete.
La solución no está en el mismo suero, eso queda claro…
—Hay que repensar todo. La solución no está en el mismo suero, eso queda claro… Lo ideal sería encontrar un animal que haga lo contrario que nuestro amiguito de aquí —dijo Espinoza señalando la medusa en el tanque frente a su escritorio—. Tomaríamos eso como base y tras varios años de investigación, ¡bang!, tendríamos el antídoto.
—¿Existe un animal así?
—Por supuesto que no, ¿qué ventaja evolutiva le proporcionaría eso a un organismo?
—Me pregunto quién será el responsable.
—¿Importa?
—¿Acaso no lo cree usted? Si encontramos al autor de esta barbaridad, sería posible develar el misterio de cómo ha hecho para alterar la fórmula, quizás tenga para ello el antídoto ya resuelto. Pensemos, ¿quién tendría una motivación para afectar de esta manera a los usuarios del suero?
El doctor Espinoza se carcajeó.
—¡Quién! ¿Quién podría tener una razón para querer deshacerse del 0,01% de la población que representa la élite global? Seguro que no es una lista muy larga.
—De acuerdo, billones de personas en el mundo, pero no cualquiera tiene la posibilidad de hacer algo al respecto. Algún competidor tal vez, una de las farmacéuticas deseosas de tener su rebanada del pastel.
—Eres muy ingenuo, Pete. Clarkson hizo un estupendo trabajo al asegurarse el monopolio del suero, desde la propiedad de todas las medusas remanentes y la patente de cada uno de los componentes biológicos, hasta los procesos de síntesis y el control en las líneas de distribución. Y además, esas otras farmacéuticas en las que estás pensando, también son de su propiedad.
—Clarkson… ¿Cuánto tiempo considera usted que le queda?
—Su caso es interesante, el retroceso parece hacerse más rápido a medida que avanza hacia la infancia. A este ritmo, imagino que le quedan unas pocas semanas.
—La distribución de las ampolletas tiene muchas ramas, tuvo que tratarse de alguien con acceso a los laboratorios, a este o al de California.
—Sí, puede ser.
—¿Pero por qué? ¿Qué motivación pudiera tener alguien con acceso al suero para uso personal? Acceso limitado, sin duda, pero acceso al fin y al cabo.
—No somos los únicos con acceso al laboratorio, Pete. Bastaría un momento para contaminar la fórmula. ¿No cambiaron el termociclador hace algunos meses? Vino equipo especializado de fuera, ¿recuerdas? Ninguno de ellos podría pagar jamás una ampolleta a no ser que cayeran en un campo de condenados. ¿Y los guardias? Mismo caso. Carajo, por lo que a mí concierne pudo haber sido un maldito condenado prófugo.
—Ciertamente un condenado cumple con el aspecto de la motivación, pero, ¿cree que uno haya escapado de los campos alguna vez?
—No lo sé. Cuando hay voluntad y tiempo, se encuentra la solución a cualquier problema —la voz del doctor Espinoza se fue desvaneciendo—. Y si algo le sobra a un condenado es eso, voluntad y tiempo.
La persona que haya alterado la fórmula debe ser un prodigio de la genética.
—Pobres. Privados de morir, trabajando como esclavos para pagar una deuda que nunca disminuye. ¿Se imagina una vida así? —el doctor Espinoza pareció no escuchar la pregunta, perdido en un trance entre las espirales de humo de su cigarro y los movimientos de la medusa frente a él—. Aun así, la persona que haya alterado la fórmula debe ser un prodigio de la genética. El efecto resultante es demasiado específico como para tratarse de un contaminante. La fórmula debía rejuvenecer al paciente un año aproximadamente, pero esto… ¡Décadas! ¿Cómo es posible?
—En realidad… —Espinoza se incorporó un poco— bastaría tan sólo con usar una fórmula del suero más arcaica. Veinte años después de que se descubriera este amiguito, nuestra bien resguardada Turritopsis dohrnii, ya habíamos sintetizado un suero capaz de rejuvenecer a un humano maduro hasta la pubertad, sin importar si este paciente se encontraba en la tercera edad al momento de recibir la dosis. Poco a poco pudimos refinar el suero y en pocos años teníamos la opción de controlar el nivel de rejuvenecimiento, cinco, diez, veinte años, lo que se deseara.
—¿Entonces por qué hacerlas por un a…? Por dinero, claro.
Espinoza asintió.
—Se podía cobrar sumas exorbitantes cada año, y el dinero siempre fluía.
—Desconocía esta información.
—La mayor parte de la data fue destruida junto con todas las muestras de los primeros sueros. Se dejó sólo lo necesario para reconstruir las fórmulas más sofisticadas que generaban más ingresos.
—Entonces es imposible que alguien robara una muestra antigua o sintetizara una similar.
—Es posible… Si eres un genio que conoce el procedimiento de memoria. Si fuiste parte de la investigación original desde un inicio.
—Pero eso fue hace más de…
—¿Qué edad crees que tengo?
Pete cruzó los brazos y ladeó la cabeza.
—Yo diría que está usted en sus cincuentas.
—¿Y cuánto tiempo crees que me he mantenido en mis cincuentas?
—Nunca me lo había preguntado.
El silencio aplanó el aire de la habitación durante unos minutos.
—¿Hace cuanto que no toma la fórmula, doctor? Claramente no ha sido afectado.
—Algunos años. Jaime y yo no tenemos apuro en tomarla, aunque siempre hay presión por parte de la empresa. Pensaba tomarla el 10 de noviembre.
—Un día antes de su cumpleaños.
Espinoza asintió.
—Pero entonces se desató todo esto. De inmediato me arrastraron dentro del laboratorio junto para resolver el problema.
—Que usted no se haya inyectado despertará muchas sospechas.
—Puedes apostar que así ha sido.
—Doctor, ¿usted no…?
Para algunos desdichados, ocurre justo lo contrario; el alma pesa.
—No, no. Desde luego que no he sido yo —Espinoza avivó fuerte la llama de su cigarro con una inhalación y expulsó dos anillos de humo—. Aunque tampoco puedo decir que me duela mucho la situación actual. Sabes, antes solía decirse que el cuerpo envejecía, pero el alma no —Pete se sorprendió al oír la palabra alma de la boca de su jefe—. Ahora, para algunos desdichados, ocurre justo lo contrario; el alma pesa. Cada día se vuelve una carga más y más difícil de llevar. Te hundes más y más en un abismo sin fondo.
En ese momento, el par de científicos interrumpieron sus deliberaciones. Dos hombres armados con rifles de asalto entraron a la oficina.
—Nos van a disculpar, señores, pero se les solicita de vuelta en el laboratorio. Ya.
El equipo completo de científicos estaba formado en media luna, con la punta de los rifles pegados a sus espaldas. Clarkson escupía insultos y amonestaciones a todos ellos, con la voz entrecortada por los agudos que se escapaban a su control y a ratos se apoderaban de su voz.
—Estoy harto de sus malditos fracasos. A ustedes no les importa una mierda lo que estamos haciendo aquí. Ese es el problema, se creen muy listos, pero no entienden lo que está en juego. Eso va a cambiar. ¡Tú!
—¿Sí? —la doctora Turner contestó con voz baja—. Dígame.
—Si inyectamos en una persona más dosis del suero defectuoso, ¿rejuvenecería más rápido?
—Ahh… No lo sé… Supongo que… Yo no…
—Cierra la maldita boca. ¡Todos! Extiendan el brazo derecho y arremánguense.
Uno de los guardias sacó las jeringas de su chaleco y comenzó a aplicar cinco inyecciones a cada uno de los científicos. El doctor Espinoza observó impotente cómo cada uno de sus compañeros recibía la sentencia por la aguja. Algunos comenzaron a llorar y gimotear; Sánchez intentó resistirse y se llevó un golpe en la nuca que lo dejó noqueado. Al doctor Waldo Espinoza le pareció que Jaime, su compañero de toda una vida y antiguo maestro con quien descubrió el suero por primera vez, se le relajaba el cuerpo y dibujaba una sonrisa al recibir las inyecciones.
—Ahora saben lo que está en juego. Vuelvan al trabajo y sepan que si no encuentran la cura y yo muero antes que ustedes, estos hombres tienen la orden explícita de dispararles —sentenció Clarkson.
No hubo más interrupciones en las próximas semanas. Cuando Clarkson perdió la habilidad de hablar y los guardias entendieron que no había quien se hiciera responsable de pagarles, tomaron lo que pudieron y abandonaron el lugar. Nadie se atrevió a dispararles a los niños y sencillamente los abandonaron para que siguieran jugando entre ellos. Waldo Espinoza y Martín Sánchez eran amigos inseparables que se divertían mucho corriendo por los pasillos y observando a las medusas o asaltando los anaqueles del comedor. El último de los guardias en salir le preguntó al muchachito de larga cabellera si él se haría responsable de los niños. Jaime le respondió que sí.
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