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La llama repentina

viernes 21 de julio de 2023
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Los negros nubarrones llenaban todo el cielo.

—Tal vez caiga un chubasco.

Alberto, temeroso, quería dar aviso a sus amigos.

—Espera a ver si aguanta —le decía la hermana de Fermín, que, en ocasiones, tenía mayor miedo a las tormentas.

Cruzaron donde el hórreo, y hallaron, otra vez, esos azules: el mar, con su sosiego, tejía los poemas de versos desiguales con olas moribundas; las olas moribundas del verano, las olas moribundas de un agosto también herido y frágil, como el día, la tarde aquella, llena de tristeza, con nubes y amenazas. Y el aire acompañaba su concierto. Y el aire acompañaba la voz de su concierto, las voces de las olas, el aire, la caricia callada de la brisa y la chicharra, sabiendo que las tardes de septiembre, con un bostezo calmo y perezoso, volvían, sin apuro, a aquellas costas, aquellos valles lánguidos del litoral atlántico y sus lluvias.

Y abrieron los paraguas. Manuel, al asomarse, los vio donde la plaza. Los raros soportales brindaron ese techo que precisan los mozos y los viejos por la rúa. También don Celedonio, el viejo cura, supuso que eran ellos, pues sus gritos volaban caprichosos, rompiendo aquel silencio insoportable.

—Pues no me he equivocado: parece que diluvia.

—¡Ay, hombre, no exageres! Son sólo cuatro gotas.

Los jóvenes siguieron su camino, dejando atrás el cine y la casona, la plaza y la capilla, las tabernas, la vieja heladería y los hoteles. El agua era insistente y hubieron de guardarse en los portales.

Parece que las lluvias hechizan el paisaje. Su lengua lame todo, y, así, las impurezas que quedan en la acera y el asfalto, el polvo en el espacio, los jardines, los árboles que están junto a la plaza, se pierden, arrastradas por la lluvia, que quiere todo limpio, que quiere hacer que todo resplandezca.

El alma de los genios es siempre misteriosa, y hay cosas que los hacen buscar inspiraciones tal vez insospechadas para todos.

Alberto y los bañistas —venían de regreso— subieron los peldaños pesados de la calle. La cuesta era difícil y cansina, después de tantas horas en el agua, después de tantas horas en la arena. Y el aire meneaba sus toallas, las capas que lucían, igual que aquella gente de otro tiempo. Y nadie sospechaba que aquel anciano triste de aquella balconada miraba lo que hacían, sabía lo que hacían y, observando sus gestos, sus palabras y sus risas, volvía a regresar a aquellos días distintos del presente, aquellas tardes de afán adolescente. Y entonces se dispuso a la tarea.

El alma de los genios es siempre misteriosa, y hay cosas que los hacen buscar inspiraciones tal vez insospechadas para todos, tal vez como ese rasgo de las nubes que puede sugerirnos mil dibujos que nunca percibimos, cuando pasan. Los niños, sin embargo, perciben estas formas, y el poeta. El alma del poeta descubre mundos nuevos, compone nuevas músicas, dispone melodías que trazan las palabras al unirse, juntando mil ideas a inflexiones del ritmo, entonaciones más enfáticas y toda la retórica posible. ¡Y toda la retórica! El arte suele ser más que retórica… Y Aurelio, con el genio que suelen los artistas, tomando una cuartilla, buscó la vieja pluma. Aquella vieja pluma la tenía, tras tanto atrás —quizás varios decenios—, recuerdo de un amor interrumpido por ese beso oscuro de la muerte. Y, armándose de ingenio, buscó un verso en el aire con empeño: La llama repentina, trazó con letras grandes, poniéndose las gafas. Y entonces, suspendido, pensó por un momento, lentamente, queriendo modelar aquel lenguaje:

La llama repentina, su belleza,
los grises, su tardanza, fueron muerte.

De pronto, la ocurrencia quería ser poesía en los espacios… Y pudo ser posible la voz de aquel milagro, cuando, en la balconada, mirando aquellas gotas, el alma del poeta se hizo libre. La llama repentina era el crepúsculo, los brillos del crepúsculo, sus grises, la voz de su tardanza, la advertencia. Y aquel anciano sabio sabía que la muerte andaba cerca. Quería imaginarla como ese fuego amable que pinta con sus luces los lienzos más hermosos. La llama repentina, su belleza, los grises, su tardanza, aquella muerte que sólo era la imagen en sus versos y, en cierto modo, todo su destino.

—Estamos destinados.

Así dicen los viejos sin tristeza.

José Ramón Muñiz Álvarez
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