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Todos nosotros

sábado 30 de septiembre de 2023
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Hace casi una hora que estamos aquí y apenas hemos dicho nada. Le tenemos miedo a las palabras, a lo que tal vez no deba decirse, lo que podría matar la frágil tranquilidad que nos ofrece una botella de vino empezada hace treinta días, cuando vimos a Juan por última vez. ¿Qué diría él si pudiera vernos, si estuviera aquí? Estaría callado, mirando las luces de la ciudad cercana con un cigarro entre los dedos. A nadie le gustan los funerales, y a él le gustaban menos que a cualquiera. Lo ponían triste, pero creo que al final todo lo ponía triste.

La botella se termina. Laura escancia los restos de la bebida en su vaso. Sabemos que no podemos demorarlo más, que ya no hay excusas ni alargues. Este es el fin del silencio.

—Todavía no puedo creerlo —dice ella sin alzar la vista, dirigiéndose a los vasos casi vacíos, a las viejas huellas de nuestras manos en el cristal—. No puedo creer lo que nos hizo.

Ana se queda mirándola. Querría, como en otro tiempo, acercar su mano a la de ella. Pero no puede, como tampoco puede hacerlo León, como tampoco puedo hacerlo yo. “Sólo Juan podría”, me digo, “sólo él podría aliviar este frío, esta rabia triste que nos hiere como el ardor de una cortada”.

—La verdad es que lo odio. Nunca voy a poder perdonarlo.

—No digas eso, Laura —León busca un cigarrillo en la cajetilla que está sobre la mesa. Tarda en encontrarlo, o a lo mejor no quiera hacerlo, tal vez prefiera no hablar más. Pero es tarde, para él, para todos—. Ahora yo también lo odio. Pero algún día tendré que perdonarlo. Es… era nuestro amigo.

Laura termina su vaso de un trago y responde:

—No. Nunca lo perdonaré. Lo que nos hizo no se le hace a un amigo. No se le hace a nadie. Él lo sabía, lo sabía bastante bien, y aun así lo hizo.

Juan nos abrazó. No dijo nada, no contradijo al médico, no nos habló de esperanza ni nombró las palabras inútiles que suelen decirse en el umbral de la tragedia.

Ana cierra los ojos. Creo que va a llorar, no lo sé. No la veo tan triste desde el día en que ese borracho atropelló a Mariana, pero la verdad yo tampoco he vuelto a sentir la amargura y la ira de ese día. Así había sido hasta hoy. Juan fue el primero en llegar al hospital. Llevaba una bolsa de chocolates blancos, los favoritos de Mariana. También iba con un perro de peluche, ordinario y barato, lo primero que encontró de camino. No se los pudo dar sino hasta casi una semana después, cuando Ana y yo por fin volvimos a casa con nuestra hija, todavía viva, todavía risueña. Juan pasó la primera noche con nosotros, después de que el doctor dijera que la niña había perdido mucha sangre, que deberíamos prepararnos para lo que vendría. Juan nos abrazó. No dijo nada, no contradijo al médico, no nos habló de esperanza ni nombró las palabras inútiles que suelen decirse en el umbral de la tragedia. Sólo se quedó entre los dos, con los ojos brillantes, como si fuera a llorar con nosotros.

No creí volver a sentir nada parecido nunca más. No hasta esta mañana.

—Él no era amigo de nadie —dice Ana, aún con los ojos cerrados—. Sólo era un hijo de puta.

El silencio regresa, acompañado por el lento siseo del viento. Mas no es un silencio tranquilo, no es la quietud de despedidas y cirios que trajimos del funeral, impregnada en la ropa y en la piel. Es el preámbulo del ruido, de una tristeza que se grita.

—¿Por qué no dices nada, Martín? —Laura me señala—. Tú fuiste el primero en saberlo. Tal vez lo sabías desde antes. Sabías lo que iba a pasar y no dijiste nada.

No, no lo sabía. Pero a lo mejor debí sospecharlo. No lo sé, nunca sabemos nada. Recibí la llamada de aquel sargento. Era una voz seca, curtida por la sordidez del oficio y la indiferencia que deja la muerte cuando se hace costumbre. Habló de Juan, de un disparo en la sien, de un revólver en la mano derecha. “Fue al amanecer”, dijo, “encontramos su nombre y su teléfono en el registro de llamadas”. Cuando fui a verlo me dije que no era él. Su piel parecía de mármol, no era la carne de un hombre acostumbrado al sol, a las mujeres, a la risa, a la vida. No, tenía que ser otro, alguien con su mismo rostro, su mismo cabello, sus mismos ojos. Mi amigo debía estar en otra parte, lejos del hedor del formol que sentí como un ataque, un salivazo que me obligaba a la náusea. Tenía que ser otro y, sin embargo, era él.

“Según el registro usted habló con él hace dos días”, dijo el sargento, “pero anoche alguien más habló con él. Nadie contesta ese número. ¿Tiene idea de quién pueda ser?”. Volví a mirar aquel cuerpo desconocido y dije que no, que no sabía nada. Pedí que me prestaran el teléfono y los llamé a todos, uno por uno, sin saber a quién busqué primero, sin que nada importase, sin temblar ante los gritos y llantos a través del auricular.

—Él habló contigo —continúa Laura—. Lo sabías, y no dijiste nada. Esto es también tu culpa.

—Basta —interviene León—. Déjalo.

A pesar de la tristeza, encuentro a León más imponente que siempre. Lo veo inclinar la ancha espalda hacia delante luego de exhalar un suspiro enarbolado en nicotina. Debe haber perdonado a Juan hace tiempo, pero a veces creo que los rencores nunca mueren, no importa cuántos años pasen.

Laura se lleva los dedos a la cara, ahogando un gemido que la mano de Ana en su hombro no logra sosegar.

—Perdona, Martín —se limpia la cara con la manga del abrigo—. Es sólo que… maldita sea.

León se levanta mientras Laura se echa a llorar sobre el pecho de Ana.

—Iré a traer algo para tomar.

Le habríamos ofrecido un abrazo, una cerveza, una voz que sabe ser tonta.

Hace dos días hablé con él por última vez. ¿Qué le habría dicho si supiera que era el final? Habría ido hasta él, los habría llamado a todos, no para llorarlo ni maldecirlo, sino para salvarlo. Le habríamos ofrecido un abrazo, una cerveza, una voz que sabe ser tonta, que sabe ser caricia. Pero quizá no habría servido para nada. Sólo habríamos desviado lo inevitable un par de semanas, unos meses, tal vez. Todos lo sabemos, y allí yace nuestra ira: Juan ya había decidido irse, ya había pensado dejarnos sin decir adiós.

—No iré al entierro —dice Ana—. No se lo merece.

No, hace dos días no noté nada. Nada me hizo imaginar que se iba a matar antes de la primera luz del día. “Así quedamos, Martín”, dijo esa última vez por la tarde, “nos vemos el domingo. Llevaré unas cervezas”. Le dije que yo me encargaría de la comida. Bromeamos como siempre. Después hubo un silencio profundo, espeso, como cuando la tarde empieza a hacerse noche. “Muchas gracias por todo, Martín”, dijo tras la pausa que no supe romper. “Sé que leer borradores es aburrido, sobre todo los que escribo yo. Eres un buen amigo, no lo olvides”. Hubo otra pausa, luego la costumbre de la chanza. “Tampoco te olvides de presentarme a tu amiga”. Ambos volvimos a reír y nos despedimos. Volví a verlo hoy domingo. Pero no hablé de su novela, ni él me trajo las cervezas prometidas. ¿Esas pausas habrán advertido algo? ¿Habrán sido la oscuridad, la lentitud de los adioses? Toda pausa es extraña a su manera, como si la vida tomara aire.

—Tenemos que ir —les digo—. Si no vamos nosotros, no irá nadie. Su familia está fuera del país.

—Mejor —responde Laura—. Al final estará solo, como siempre lo quiso.

León vuelve con una botella de whisky, también con pasabocas de jamón y queso. Es la casa de Laura, pero todos la hicimos nuestra. Recuerdo las tardes en este jardín después de salir de clase. Hace ya quince años que nos graduamos, encontrándonos cada tanto en medio de la cotidianidad, como si entre nosotros yaciese algún refugio contra la muerte de la vida diaria, un refugio que celebrábamos con un brindis, con un desafío al tiempo y a sus golpes de hastío.

Hoy no habrá brindis. Falta una quinta copa. Mañana el entierro es a las diez, y seguimos juntos por miedo, pues todas las paredes han caído. Nuestro refugio es ahora una ruina de polvo y piedras.

—Sin rencor —dice León al servir el whisky—. Ya habrá tiempo para eso.

—Yo tampoco iré —Laura toma su vaso, como si muriera de sed—. El cementerio está muy lejos.

—¿De qué hablas? —le pregunto.

—Estamos en las afueras —Bebe todo de un trago y se sirve otro vaso—. Todo está lejos, hoy más que siempre. No me voy a mover por un tipo como Juan.

—Te vas a arrepentir.

Laura sonríe. Detiene el vaso en la boca y lo devuelve a la mesa. La brisa es fresca, también fuerte, lo suficiente para alborotarnos el cabello, para hacernos pensar en otras tardes, otras noches que ahora parecen memorias de vidas ajenas.

—Juan no fue al entierro de mi madre. ¿Se habrá arrepentido alguna vez?

—No empieces, Laura —dice León.

Tomo mi vaso. Es un buen whisky. Lo necesario para que te ardan las entrañas con el amaderado dulzor de la nostalgia.

—Por supuesto que se arrepintió —respondo—, y lo sabes.

El mismo día que murió mamá le llegó una carta de rechazo. En vez de acompañarme, se fue a emborrachar a un burdel.

Laura vuelve a sonreír con los ojos apagados, con el placer triste de hurgar en las viejas heridas.

—El mismo día que murió mamá le llegó una carta de rechazo. En vez de acompañarme, se fue a emborrachar a un burdel, mientras yo, su amiga, lloraba toda la noche. Valiente amigo —Laura aprieta los dientes y los enseña, como si fuera a morderme—. Juan no era más que una escoria.

—Estuvo contigo, con doña Inés durante toda la enfermedad, como lo estuvimos todos —digo, aún si sé que es una tontería—. Pero esa vez… Juan de verdad esperaba que publicaran su novela.

La veo tomar un bocadillo y pasarlo con whisky.

—Mi madre era más importante que esa novela estúpida.

Nos quedamos mirándola, sin saber si reclamarle o si darle la razón. Quisiéramos decir algo, pero no hay nada que no se haya dicho antes, nada que alivie la crueldad. Sin embargo, Laura lo entiende, al menos trata de hacerlo. Se limpia las lágrimas y pide perdón en silencio, con el gesto lento que sólo nosotros podemos leer.

—¿De verdad no notaste nada? —pregunta Ana.

—Cuando alguien muere así, todo parece importar —dice León, bebiendo con los ojos puestos en el quinto vaso que nadie toca, que nadie quiere mirar—. Todos los detalles dejan de ser triviales.

—Quiero saberlo —Laura se mesa los cabellos negros, brillantes de sudor—. Quiero saber por qué lo hizo.

Ana toma un cigarrillo y lo enciende; saborea la calada profunda, la película de humo que le envuelve el rostro, las manos y el cuello. Parece que no le importará cuando Mariana sienta el olor y le reclame entre lágrimas el haber roto su promesa.

—Para un hombre como él —dice mi esposa— cualquier motivo habría bastado.

León tiene razón. La muerte hace que todo cobre importancia, igual que si nos abriera los ojos de un grito. ¿Noté algo? Sé lo que sabían los demás. No publicaron su novela, quinto rechazo en menos de un año. No sirvió que le hubiesen publicado un poema en una revista española, ni los elogios que recibió por su ensayo sobre Faulkner en la universidad. “Nada sirve”, nos dijo una vez hace tiempo, aquí en este mismo jardín, al lado de las orquídeas, “nunca sirve nada”. Su sonrisa era tenue, también orgullosa, con la vanidad herida del que lo quiere todo. Pero no, no era suficiente para matarse. Me digo que es imposible, que eso no basta para dispararse en la cabeza. Además, todavía esperaba la respuesta de dos editoriales más. Creo que aún tenía esperanza, si es que se le puede llamar así a una espera desamparada.

—Tal vez la migraña —digo, como hablando para mí—. Siempre esa maldita migraña.

—¿Crees que se mató por un dolor de cabeza? —pregunta Laura.

No hay sarcasmo en su voz, tampoco la burla adolorida de hace un momento. Acaricia los pétalos blancos de una orquídea, mirándolos como si fuera a besarlos. Es el rencor, la culpa de culpar, lo que se dijo, lo que se calló, lo que no deja de volver después de salir del funeral y saber que no queríamos, que no podíamos estar solos.

—Fue lo único que noté —respondo—. Al final, todo es una razón para partir cuando estamos cansados.

Le pregunté por teléfono que cómo iba todo, después sobrevino la pausa, la primera de todas las que vendrían.

Ahora no hay más palabras mientras bebemos, mientras las manos se llenan de humo y grasa de jamón. Lo recuerdo ahora. Le pregunté por teléfono que cómo iba todo, después sobrevino la pausa, la primera de todas las que vendrían. “Todo va bien, Martín, salvo por esta maldita migraña que no me deja en paz”, otra pausa, luego un suspiro largo, “volvió hace ya una semana, y la hija de perra no se quiere ir”. Siguió una risa, parecida a otras miles, una que, sin embargo, fue distinta, una de esas risas que sólo escuchamos una vez. No dije nada. Lo olvidé. ¿Cómo pude olvidarlo? Juan quiso que yo lo olvidara, que no hablara de ello, que no reparase en la brecha de su secreto, por eso habló como si nada, como si la vida fuera a continuar.

Y continuó.

Este es mi segundo vaso. Laura debe ir por el tercero, o quizás el cuarto. Ana y León apenas terminan el primero. Todos deben recordar, igual que lo hago yo, imágenes, sonidos y aromas de un tiempo en el que nos creímos inmortales. ¿Cómo empezó todo? Nada más simple: vivíamos cerca, y entre tantos otros rostros que pasaron por nuestros caminos, sólo fuimos quedando nosotros. Quizá creímos que el tiempo terminaría por alejarnos, como alejó a todos los demás. Mas, por la razón que fuese, perduramos, y después de todo, fue Juan, y no el tiempo, quien decidió rompernos.

—No, no iré mañana —declara Laura después de arrancar un pétalo y destrozarlo entre los dedos—. No me olvido de lo que le hizo a Eliana.

León suspira dándole una calada a su cigarrillo. Ana mira el cielo despejado, a las estrellas que los dos salimos a mirar cuando Mariana se acuesta temprano y subimos a la terraza, como dos jóvenes azorados por la sangre, por una lujuria que sigue siendo tierna. Todo vuelve, así como ahora vuelve ese nombre que creíamos olvidado, irrelevante. Algo regresa para mí también, y me hace sentir como un traidor. “Espero que no estés pensando en él”, me digo, mirando hacia mi esposa, “espero que no estés recordando cuando mirabas el cielo junto a Juan”.

—Creí que ya lo habías perdonado —dice Ana—. Hace ocho años de eso.

Laura bebe, mira hacia la mesa, hacia los rastros de ceniza, el resto de la comida que ya nadie querrá. También el quinto vaso, arropado en una oscuridad que termina por serle propia, como si hasta la luz amarilla de la farola se negase a iluminarlo.

—Así lo creía. Lo creí durante años. Lo creía hasta hoy.

El viento nos hiere los brazos. Tenemos frío, sólo un poco, un frío quedo. A lo mejor sea el aliento de esta noche interminable, llena de muertos, de recuerdos que nos hablan con voces demasiado conocidas.

No. Me parece que yo tampoco iré al entierro. Estoy cansado de todo.

—¿Has vuelto a saber de ella? —pregunta León.

—La última vez que hablé con ella fue cuando murió mamá —responde Laura—. Me dijo que estaba mejor, pero no quiso decirme en dónde vivía, ni con quién, ni qué estaba haciendo ahora.

—Fue hace tiempo —digo mirando a Ana, hablando como si me viera en el espejo—. Ya no importa.

Ana me devuelve la mirada, después la esquiva, igual que si acabara de ver el rastro de la vergüenza, de los celos que nunca murieron del todo.

—Es mi hermana, Martín —Laura se sirve otro vaso. Ahora habla con voz exhausta—. Juan hizo que huyera, y no tuvo necesidad de gritarle, ni de ponerle un dedo encima. Pero sabemos que hay muchas formas de destruir a alguien.

—Nunca entendí lo que pasó —León baja la mirada, buscando un cigarrillo con el cual quedarse solo.

—Nada —responde Laura—. Así es como la hirió. Juan nunca hizo nada. Fue como vivir como un muerto al que de vez en cuando le entraban las ganas de vivir.

El licor le pesa en los párpados, le enrojece las mejillas llenas de frío, de humo, de memorias. Pero no dormirá, como no lo hará ninguno.

Juan se hacía amar. Sabía enloquecer a las mujeres, hacerse imprescindible.

—Ana debe saberlo —continúa, con los ojos fijos en la glorieta del jardín—. Juan se hacía amar. Sabía enloquecer a las mujeres, hacerse imprescindible, aparentar un futuro. Después ya no estaba, desaparecía como la niebla. Eso hizo con Eliana. La dejó en ruinas, sin jamás haberle dicho una mentira. Era de los que no saben hacerse cargo del amor que despiertan, de los que huyen hacia sí mismos cuando se sienten queridos… quiero decir, cuando se saben realmente amados. ¿Me entienden?

Bebe otro poco, y dejo el vaso sobre la rodilla. Puedo ver la náusea, no de la resaca, sino del recuerdo, de la defensa contra el cariño que ahora duele.

—Después pasó lo del aborto, lo del niño del que ella nunca le habló a nadie, ni siquiera a Juan; tal vez, en especial no a él —Laura se sostiene del hombro de Ana—. La recuerdo llorando al teléfono. No quería ir al médico, no si Juan no la llevaba. Y él no hacía más que mirarla, sin decir nada, como un muerto, como el hijo de puta que era. Al final tuve que ir por ella antes de que se desangrara. Recuerdo haber golpeado a Juan tras ver toda esa sangre.

“Ana debe saberlo”, dije en voz tenue, de nuevo hablando para mí. “Sí, todos sabemos algo de él, todo gira alrededor de él”.

Pero no parecen haberme escuchado, no ahora que Laura parece a punto de caerse.

—Luego se fue del país cuatro meses —dice León—. Para aparecer después como si nada hubiera pasado.

La dueña de la casa se levanta. Apenas puede caminar, alejarse del humo, de los muertos, las huellas y todo lo que reposa sobre la mesa.

—Sí —dice Laura—. Volvió aquí a mi casa. Me pidió disculpas después de que le dije que no quería volver a verlo. Fui tan tonta como para perdonarlo, como para volverlo a querer.

—Voy por agua —León se pone de pie. También lo siento pesado, herido por los recuerdos—. Ya bebiste demasiado por hoy, Laura.

Ana llena su vaso y, con los dedos lentos, entorpecidos por el sórdido abrazo del licor, toma otro cigarrillo antes de decir:

—No seas aguafiestas, León. No todos los días un amigo se pega un tiro en la cabeza.

León va a la cocina para volver con una jarra, con el rostro mojado, anegado también por suspiros, por la incertidumbre ante un porvenir que ninguno habría creído posible; quizá, no tan pronto, quizá en un futuro demasiado vasto para ser una amenaza; quizá, en todo caso, no un porvenir que tuviera que ver con nosotros. León nos mira, recorre con los ojos las cinco sillas, después los cuatro rostros antes de dejar la jarra en la mesa, abandonándose a un último suspiro, casi un gemido de sombra, como una fisura por la que se escapa el aliento.

—Prepararé café —declara con los ojos puestos en la botella que ya va a la mitad—. ¿Quién quiere?

Nadie responde, pero León no espera ninguna palabra; del mismo modo en el que ya nadie espera nada, salvo la pálida luz del amanecer.

—Dormiré hasta el mediodía —dice Laura, sirviéndose agua en el vaso sin lavar, en el fondo del cristal amargo—. Hasta la noche, tal vez, o una semana entera.

Ana se levanta con el cigarrillo entre los dedos y camina hasta la glorieta. Da una calada, encorvándose sobre la sombra de las orquídeas. Su cuerpo se azula en la noche, en medio de las farolas, en medio de la brisa nocturna que hoy no nos alegra, que ya nunca podrá acariciarnos sin herirnos de nostalgia. Quisiera ir por ella y arrancarle la ropa, besarla, saber que está viva, que me pertenece, que su piel aún sabe sudar. Como hace tiempo, no puedo dejar de mirarla, nunca he dejado de hacerlo desde que la conocí cuando jugábamos a las escondidas, cuando me dije que nunca estaría con una muchacha como ella, que una mujer como Ana podría tal vez quererme, pero nunca amarme.

Ni siquiera hoy, después de habernos casado y tener una hija, sé lo que pasó entre ellos.

Pero ella amó a Juan, aun si él nunca la quiso, aunque para él no haya sido otra cosa que un pasatiempo, otra más de sus diversiones. Ana debió haber sufrido, mas nunca dijo nada. Ni siquiera hoy, después de habernos casado y tener una hija, sé lo que pasó entre ellos. Juan sigue en ella, la habita en un cuarto al que no puedo entrar, un bosque demasiado oscuro y frondoso del que estoy proscrito, exiliado por la ofensa del silencio. No importan las horas del amor, las caricias que todavía son jóvenes, los gemidos, las palabras que nunca creí merecer. Juan estuvo antes, y todavía está allí.

No iré al entierro. Me quedaré con Ana en la cama. Buscaré, como siempre, el rastro de otras manos, la gota de sudor irisada bajo el mediodía, el placer de unos ojos bien cerrados que sólo recuerdan besos de otro tiempo, de otro nombre. Sí, al final no soy más que un traidor; no merecía ser el último de nosotros en hablar con él.

—Tienes razón, Martín —Laura sirve whisky, pero ahora lo rebaja—. Me arrepentiré si no voy, pero no puedo hacerlo. Es demasiado.

Ana mira la noche, inclinada por el mareo y el aroma de las flores en alianza con la nicotina. Recuerda, no puedo evitar afirmarlo, instantes y voces de los que no hago parte, de un cielo, ya demasiado impenetrable, que ahora sólo existe para ella.

—Hace una semana hablé con él —dice Laura—. Dijo que iba a viajar a México, que volvería con un tequila para tomárselo con nosotros, para caernos de la perra, como hace tiempo.

El olor del café llega hasta nosotros. Hacemos memoria de las noches de desvelo en la universidad, en este mismo jardín, reuniéndonos para estudiar en silencio, aunque ninguno estudiara lo mismo, aunque por entonces todos deseáramos recorrer caminos distintos que luego no fueron. Por esos tiempos doña Inés nos traía café con leche; a veces, también galletas. Ella nos quería, apreciaba la amistad que le ofrecíamos a su hija; también, así lo creo, la gentileza de la inocencia, de unas vidas que ella creyó demasiado protegidas como para conocer el sufrimiento. ¿Qué diría ella si pudiera vernos ahora, si volviera a traernos café, ahora para el desvelo que deja la muerte?

Ahora que miro hacia atrás, me parece que Juan era el preferido de doña Inés; al menos, siempre sabía hacerla reír con sus payasadas.

—Tenía comprados los pasajes —continúa Laura—. Pensaba en el futuro.

—La muerte es también futuro —digo sin dejar de mirar a Ana, su cabello besado por una noche lejana, por una boca que no volverá a hablarle—. Era México, o una bala. Él ya lo había decidido hace tiempo.

—¿De verdad no encontraste nada diferente en él, Martín? Tú lo conocías un poco más.

—Nunca sabemos nada de nadie.

Ana vuelve con la colilla encendida entre los dedos, apagándola en la mesa de piedra, deslizándola hasta deshacerla en un rastro de negrura, con una rabia queda que no le había visto antes, pero que, sin embargo, no me sorprende ni me es del todo desconocida.

—Mariana me va a detestar por esto —dice mi esposa, señalándose la ceniza en el regazo—. No va a querer verme ni hablarme en varios días. No importa. Al final, sólo queda el odio, el rencor de lo que no cobramos.

Se sirve un vaso hasta el tope y lo vacía de un trago.

León vuelve con una taza de café. Está más sombrío que antes, con los ojos bajos, tal vez demasiados fijos en una nada que ya ha logrado herirlo; cansado de fingir, de aguantar el peso de este día, de todos los otros días, los que han pasado, también los que vendrán.

—Mañana iré a ver a mi hermano. Hace casi un año que no me tomo una cerveza con él —dice tras dar el primer sorbo, agachando la cabeza como si le doliera—. Juan no merece que ninguno de nosotros vaya a acompañarlo.

—¿Qué pasa? —pregunta Ana.

Sus ojos, rojos y fatigados, son los de alguien que también quisiera morir.

León nos mira, uno por uno, como acusándonos, como si buscara un fantasma en cada uno de nosotros, un rostro inmutable al cual culpar, al cual cobrarle lo no dicho. Sus ojos, rojos y fatigados, son los de alguien que también quisiera morir. Vi esa misma mirada en Juan, hace tiempo, en alguna tarde imposible de precisar.

—Lo detesto —responde León—. Toda la vida lo odié.

A lo mejor no debería sorprendernos. Él fue el último en llegar a nosotros. Era el más pequeño por entonces. Juan solía golpearlo, reírse de su delgadez; le ponía apodos, lo insultaba, a veces, le quitaba las chocolatinas por la fuerza para darse el placer de comérselas en frente suyo. Fue hace tantos años que yo también lo olvidé, igual que si quisiera pensar en mi amigo de otra forma, no como un hombre, sino como una imagen, algo que nunca defrauda, que nunca podría ser malogrado por el tiempo, ni por la sordidez. Tal vez exigimos demasiado de Juan, de ese niño ruidoso, imponente y frágil.

—Él te recibió en su casa cuando tus padres se divorciaron, cuando ninguno quiso hacerse cargo de ti. ¿Lo recuerdas?

León toma un cigarrillo, casi destrozándolo entre los dedos.

—Cállate de una puta vez, Martín —responde al tomar el encendedor—. Tú no sabes una mierda de nada.

¿Por qué lo defiendo? ¿Por qué hablo de alguien que yo tampoco habría perdonado?

León agarra la botella y derrama whisky sobre el café con una rabia parecida a la de Ana, pero la suya no es quieta; es temblorosa, como las ramas de un árbol bajo la borrasca de mayo. El viento vuelve a soplar, hiriente, como si nos cargara ira.

—Siempre hizo lo mismo —dice Ana—: herirnos, para después comprarnos.

El licor me late en las sienes, también el cansancio y los golpes de la memoria. Olvido mi máscara, la calma mentirosa que todos creen ver. Todos caen, y en la caída nos hacemos honestos. Y tuvo que ser Juan, precisamente él, ese malnacido tuvo que ser el primero en irse de este mundo de mierda.

—¿Qué te hizo a ti? —le pregunto a mi esposa—. Aparte de revolcarse contigo y hacerte su puta.

Siento las miradas sobre mí. No me perdonan, pero ellos tampoco se perdonan. Ana toma otro cigarrillo. No me mira. Prefiere fijarse en el cielo, en el jardín, la carretera desierta que tendremos que tomar cuando amanezca, sin rumbo fijo, hacia la vida que fingimos todos los días hasta esta mañana.

—Me engañó —responde llevándose el cigarrillo a los labios—. Miles de veces. Hasta que yo lo engañé contigo.

Apenas puedo asentir antes de seguir bebiendo. Quisiera hartarme, irme a la mierda como todos los demás, llorar hasta morirme, emborracharme hasta ahogarme, quizás abrirme la sien con un balazo.

—A veces preferirías haberte quedado con él, ¿no es cierto?

—Basta, Martín —interviene León—. No seas idiota.

Ana cierra los ojos. El viento le revuelve el cabello rubio, impregnado de nicotina y lágrimas. Tarda en responder, y su demora es también una respuesta, algo que sin embargo espero, algo que no puedo evitar temer.

—Te diría que te prefiero a ti —responde—. Pero desde esta mañana, ya no lo sé.

Todavía quisiera arrancarle el vestido, ahora con más fuerza que antes.

No está dormida, pero tampoco vuelve a abrir los ojos. “Así que esto era”, me digo, “así ha sido siempre”. Miro el reloj. Son casi las tres. Todavía quisiera arrancarle el vestido, ahora con más fuerza que antes, con una furia que tal vez la haría retroceder ante mis manos crispadas, pero no puedo moverme. El frío me entra al pecho, también una tristeza que sala mi herida, la rasguñadura que no hace sino extenderse en busca de motivos sin nombre.

—Te dije que no fueras idiota, maldita sea —dice León, dándole un puño a la mesa, hiriéndose los nudillos en el solaz de su angustia.

—Nadie irá al entierro. Es mejor así —declara Laura—. Mejor vámonos a dormir. Ya saben dónde están los cuartos.

—¿Qué harás mañana? —pregunta León, quien se contempla la mano que lentamente empieza a hincharse— ¿Qué harás de ahora en adelante?

Laura suspira. El mareo vuelve a ella, mas ahora no suelta el vaso, tampoco se aparta del borde de la mesa, ni busca ningún hombro en el cual ahogar las lágrimas.

—Buscaré a Eliana. Creo que ahora puedo hacerlo. Nos iremos a Florencia, o a París, unos dos o tres meses. Ambas lo necesitamos.

Ana por fin abre los ojos, inclinándose hacia delante, cubriéndose todo el vestido con ceniza.

—No tienes por qué restregarnos tu riqueza —dice con los ojos caídos, también rojos—. Ya todos la conocemos de sobra.

Laura sonríe. Sus labios, pálidos por el mareo, no portan sarcasmo, tampoco el orgullo del ataque, sólo la tristeza de lo que presentimos, de lo que tendrá que ser inevitable una vez amanezca.

—No te preocupes —responde—. Nunca más nos volveremos a ver.

Todo se cae. Todos los muros, paredes, columnas y puertas. Todo se hace polvo tal como lo intuimos desde esta mañana, o a lo mejor, desde antes, días, meses, o años. No lo sabemos con certeza. Laura no quiso acercarse al ataúd, y Ana miró el rostro de Juan como quien contempla a un ave que se pierde entre las nubes. León estuvo afuera hasta que terminó la misa, luego entró a la sala sin mirarnos, sin mirar hacia ninguna parte, apestado a cigarrillo y sudor.

Era un rencor distinto, uno que no podríamos cobrar nunca ahora que la muerte estaba frente a nosotros, así como nunca le cobramos sus desplantes, ni su arrogancia, tampoco el egoísmo, el desasosiego que lo llevó a tomar el revólver.

“También me mataré”, me digo, casi ahogándome con un trago demasiado largo de whisky, bebiendo más y más. “Lo haré a mi manera, y huiré de todo”.

—Deberíamos irnos ya —dice León—. Yo tampoco quiero volver a verlos.

—¿Por qué? —pregunta Ana.

León aprieta los puños. De nuevo nos recorre a todos con aquella mirada torva de hace tantos años, una que creímos no volver a ver.

—Ustedes eran como él —dice quitándose el cigarro de la boca—. Al final nunca pude perdonarlos.

El tiempo lo hizo menos cruel, dándole la mano a León tal como lo hizo con nosotros.

Sí, vuelve esa memoria. Recuerdo a Juan empujando a León, quitándole la lonchera, humillándolo frente a la clase. Nos reíamos con él, y la burla nos hacía cómplices. Después, sé que él le pidió disculpas unos años más tarde. El tiempo lo hizo menos cruel, dándole la mano a León tal como lo hizo con nosotros, ofreciéndole su abrazo, su cariño tormentoso, a un tiempo impetuoso y triste. Mas aquel niño delgado, ahora convertido en un hombre alto y fornido, no olvida la ofensa, pero parece que nadie olvida nada nunca. No podremos seguir como vamos, no podremos volver a vernos, y sin embargo…

—Lárguense —ordena Laura con los ojos fijos en una nada dolorosa—. Es lo mejor. Les doy las gracias por todo este tiempo, pero ahora…

Entierra la cabeza entre las manos, mesándose el cabello. Nadie se mueve. Ana no querrá ir a casa conmigo, ni dejará que Mariana la vea llegar así. León no irá a su apartamento, no querrá tocar a su novia con aquel hedor a muerte, ni con la resaca de la despedida. ¿Qué nos queda? Terminar la botella. Morir hoy para mañana ser otros.

Laura no dice nada, y seguimos bebiendo, arrojados a la espuma de un oleaje demasiado intenso para la fragilidad de la vigilia, para la triste soberbia de nuestras palabras, hasta para la cobardía de la huida.

 

No sé cuánto tiempo ha pasado. A lo mejor nos quedamos dormidos. Por lo menos debe haber pasado una hora sin que nadie diga nada. Ana está lejos, está sentada al lado de León, y él acaricia el cabello de Laura. La mesa vuelve a estar servida. Galletas de soda y atún con mostaza. Mas nadie quiere comer, nadie quiere tocar nada, como si temiéramos arruinarlo todo con nuestras manos tristes.

Laura se levanta rumbo a la glorieta. Escuchamos la arcada, el derrame del vómito, luego el grito, la maldición, la tormenta de lágrimas. Ahora lo entiendo: ella también estuvo enamorada de Juan alguna vez.

—Será mejor que no bebamos más —dice León—. Damos vergüenza.

Laura se voltea, limpiándose la boca con la manga de la camisa.

—Esta es la última vez —responde—. No molestes. Hoy y nunca más.

Se acerca a la botella, a lo que queda de ella. La detengo por el brazo. Sí, damos vergüenza. Toda esta vida da vergüenza. Por eso Juan se mató.

—Suéltame, Martín —Laura me resopla en la cara—. Suéltame, o te mato.

Para mí también habrá venganza, un rencor inútil que se ceba con cualquiera ahora que soy libre, ahora que puedo ser cruel.

—Lo que te duele es no haberte acostado con él —le aprieto el brazo, enterrándole los dedos—. Como tu hermana, o como Ana.

Una bofetada ardorosa, llena de lágrimas, licor y ceniza, me hace retroceder. León la detiene. Escucho gritos, también los insultos que sólo pueden nacer en una despedida como esta. El forcejeo casi derriba la botella, las galletas, el atún y las copas. Al borde, a punto de caer, está el quinto vaso, aquel que debía ser de Juan.

—Déjalo caer —dice Laura, casi sin mirarme—. Que se quiebre. Es lo mejor.

La vemos llorar sobre el hombro de León, como antes lo hizo en el de Ana. Lo amaba, sí, pero, ¿quién no? Juan habría llorado así por cualquiera de nosotros, todos habríamos llorado si cualquiera faltase; quizás es por eso que, pese a mis palabras, no me desprecian, por eso no me miran ahora.

—Tú también has pensado en el suicidio, ¿verdad? —pregunta mi esposa.

Entonces siento la náusea, la intempestiva arcada de este día inacabable.

—Sí —respondo—. Muchas veces.

Laura se limpia las lágrimas. Suspira, mira al cielo y se sirve un vaso de agua para luego decir, sin rastro de la rabia ni de la desesperación de hace unos instantes:

—Alguien más habló con él antes del disparo. Tal vez fue Eliana.

¿Se habría pasado la noche pensando? ¿O lo habría decidido en la mañana?

Ayer a esta hora estaba vivo. ¿Se habría pasado la noche pensando? ¿O lo habría decidido en la mañana? La migraña debió haberlo perseguido, arrinconándolo como a un animal acosado, o tal vez el café no le supo igual, tal vez se le averió el televisor, cualquier detalle que lo precipitara todo. Nunca sabremos nada, ni de él, ni de nosotros.

—No importa quién haya sido —respondo—. No cambiará nada.

—Cualquier motivo es bueno cuando quiere morirse —interviene mi esposa—. Ya se los dije.

Vuelve aquel espacio al que nunca entraré. Tal vez Juan le dijo algo a Ana hace tiempo, algo que nadie debe saber. Sin embargo, es posible que se lo diga a alguien más algún día, alguien que nunca seré yo.

—Tal vez fue la culpa —Laura toma agua—. La culpa y la tristeza son más que suficientes.

—No importa —repito—. Nosotros tratemos de vivir.

Regresa el silencio ahora que son casi las cinco. Aunque amanezca, la noche no se irá. De todas maneras, este silencio es distinto, y el viento es ahora por fin más caricia que herida.

—Algunos críticos hablaron mal de sus cuentos y poemas —dice Ana—. Aunque no creo que le haya importado demasiado.

—Los críticos no saben una mierda de nada —dice León, otra vez apretando los puños.

Uno a uno, todos tomamos las galletas sin decir nada, hundiéndolas en el cuenco de atún con mostaza. Debe ser el hambre de la vida, de lo que vendrá para siempre en unas horas. Pronto toda la bandeja queda en migajas.

—¿Qué te pareció la novela, Martín? —pregunta Laura.

—Triste y fuerte. Un poco como Faulkner, o como Onetti.

No los conocen, pero no importa. A Juan nunca le importó que sus amigos prefirieran otras alegrías distintas de la literatura. Ahora veo que no era tan arrogante y que, al final, amaba las cosas simples, aquellas que todos nos hemos ofrecido durante todos estos años.

—Nosotros la publicaremos —asegura León.

—¿Qué diría Juan? —Laura sonríe—. Aquí nadie sabe nada de arte. A duras penas Martín.

—Se burlaría de nosotros —responde Ana, regalándose una sonrisa.

León se ríe a su vez, dejando el vaso vacío sobre la mesa que ha vuelto a llenarse del rastro de nuestras manos.

—Claro que se burlaría el muy arrogante hijo de perra. ¿Recuerdan cuando se burló del profesor de sociales cuando estábamos en noveno?

Todos nosotros tratamos de vivir. Él también lo hizo a su manera.

Lentamente, las voces hablan de otras memorias, de todo lo que justifica una vida, y a lo que Juan renunció. Todos nosotros tratamos de vivir. Él también lo hizo a su manera. Reímos, hablamos de nombres olvidados, de todo lo que alguna vez pasó por nuestras vidas y que creímos muerto. También él debió haberlo hecho, encerrado en la soledad que nosotros no pudimos ver, aquella que de vez en cuando volverá para acusarnos donde quiera que estemos y que tal vez, sólo tal vez, podrá perdonarnos algún día, varios años más tarde.

La luz atraviesa el cristal de los vasos, amanece. Me pongo de pie y acomodo el quinto vaso. Ana también se levanta, tomándome de la mano, uniendo sus dedos a los míos.

—Vamos —dice—. Un último brindis. Después tendremos que arreglarnos para el entierro.

Sonreímos. Llenamos todos los vasos, también el de Juan, hasta el rebose, hasta vaciar del todo la botella.

—¿Alguien quiere decir algo? —pregunta León.

—Vamos —dice Laura, con los ojos irisados, aún sonriendo, aunque le cueste—. Es un buen momento para un discurso.

Pero nadie dice nada mientras el sol nos da de lleno en el rostro, mientras el viento pasa entre nosotros como una despedida, o quizá, nos decimos en silencio, con una gratitud de futuro, como un saludo que nos demora inmóviles hasta que la mañana se hace plena.

Juan Fernando Aguilar Cárdenas
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