De una amplia trayectoria como traductor, Marco Antonio Campos es una de las voces mexicanas vivas con mayor relevancia tanto por su investigación crítica como por su obra personal. Se presenta una breve muestra de su extensa poesía, que circula por los escenarios culturales de México, la impronta de los mundos indígenas, la alusión intertextual a autores y obras de otras lenguas, y la teología, entre otros. Ciertamente, su labor como traductor de otros idiomas le ha permitido reconstruir estructuras metafóricas o reinventar imágenes, así como enriquecer conceptualmente la lengua española. De otro modo, el conocimiento del lenguaje altera las estructuras, eso se manifiesta por el dominio que el poeta hace del verso y del poema en prosa.
Fernando Salazar Torres
Responsable de la selección
De la serie Voces actuales de México
Contradictio
El ajedrez de la muerte
se quedó en una pieza
Arrojo los naipes, trémulo, incendiado
y no dicen mi suerte
Y tuve una bestia de orgullo
que arrastró mi bestia
Moribunda,
una mujer pasea triste, descalza en la calle
Y es tarde para ser otro hombre
Salgo de mi casa, pontífice, ajeno,
con el crucifijo —una mujer—
colgado en mi tristeza
Si regreso, Señor
quiero ser otro pero no Campos
¿Para qué vivir agarrado como loco al reloj?
Ya la gula de vivir se detuvo en mi garganta
Y mísera mi perra más odiada fue la angustia
Pero, Señor, yo converso en voz alta,
en voz baja converso, sí,
cosa distinta es que no oigas
Antes, en otro océano,
arrepentí, modifiqué el pasado
Y tus ojos caminaron tristes, inmensos,
en las páginas de mis libros
Mañana partiré, me iré del todo
Aunque hoy puedo decir:
tengo amigos, no amo a mujer alguna,
el tétano del sol duerme en la ciudad de México.
Se escribe
a Michael Rössner
Se escribe contra toda inocencia
del clavel o el lirio, contra el aire
inane del jardín, contra palabras
que hacen juegos vacíos, contra una estética
de vals vienés o parnasianas nubes.
Se escribe abriéndose las venas
hasta que el grito calla, con llanto ácido
que nace de pronto pues imposible
nos era contenerlo, con luz dura
como rabia azul, quemado el rostro,
destrozada el alma, desde una rama
frágil al borde del precipicio,
……………………Se escribe.
La muchacha y el Danubio
Como rama al romperse en el invierno blanco,
corazón lloró a la estrella; triste era el olmo,
y hace muchos años; cuánta fuerza y fiereza
en la adolescencia sin dirección; quién se atrevería
a decir: “Por aquí pasó el vendaval”; Dios creció
las ramas y cortó las hojas para que supiéramos
de la felicidad, si la luz pasa. ¡Ah el Danubio!
Estrella lloraba el corazón. Ella era agua
que sabía a vino; donde llegaba se oía
la luz. Era la estrella en el invierno blanco.
Era blanca y hermosa como el pueblo donde nació.
Ella me queda, me vive en mí, me llama
como un remordimiento.
Veranos griegos
Por llanuras verdes y áridas montañas bajo el sol,
Por peñas voladas volanderas robadas al amarillo cobre,
Por pueblos pescadores dispuestos con inocencia
por una mano blanca,
Por esas viejas que hilvanan a la sombra
en corredores o en terrazas de pequeñísimos
pueblos de islas pequeñísimas,
Por arenas de oro que hacen al mar
más azul y al mar más vela para las navegaciones,
Por los moradores al alba que miran el mar
desde cualquier templo o cima,
Por viñas verdinegras y por olivos de luna
bajo la verdinegra luna de mar oliva,
Por el horizonte al cárdeno o al violeta
desde el vértigo y la altura de una montaña
que medía las alturas de Cefalonia,
Por el farallón cerca de Nauplia
que sabe del adiós de las navegaciones
y del saludo de los regresos,
Por los dioses y héroes que marchan por los caminos
y a veces se disfrazan de piedra o árbol,
Por lo que quedó debajo del corazón o la piel
como iluminación interior o sonido de campanas,
Por eso, por eso digo, me pregunto, insisto:
¿Dónde, dónde hallamos más poesía, dónde,
que en los veranos griegos?
¿Dije esto?
a Carmen Ruiz Barrionuevo
El reloj de Plaza Mayor suena a la hora en que no vine.
¿Quién me hizo? ¿El azar o Dios?
¿Me hice yo mismo?
¿Demasiados años de dolor y angustia compensan
los jardines repentinos en el año que no vi?
¿Quién recogió de mi cerebro el vidrio
en el canal de la calle para hacerme una ventana?
Odié el odio, quise el bien, traté de hacerlo, pulí la amistad,
asumí el hacerme de enemigos, y la culpa
me siguió tras de los árboles sin alejarme.
Abril fue azul y nadie me esperó este mayo.
Perros conducen a los dueños fuera de las puertas.
Gorriones son puntos verdes en el aire quieto.
“No hace mucho comprendí —le digo a Carmen—
que la vejez es la muerte a media muerte.
Me atristo ante lo mucho o
lo poco que viví, sin saber cómo fue
ese mucho o poco. Metafísica o realmente
he quedado a un paso de la meta”.
¿Dije esto? ¿Yo lo dije? ¿En verdad lo dije?
Sonia en el invierno de 1981
Busco precisar a esta hora de la noche
ese instante del invierno azul, cuando al salir
de clases de la universidad nos vimos casualmente
frente a la biblioteca porque desde hacía años
en el fondo anhelábamos vernos.
Inclinaste un poco la cabeza
y el aire leve de las hojas mínimas
de las jacarandas murmuró verde la lengua
de los pájaros que venían del ártico.
Para mí fuiste (y seguirás siéndolo) el invierno azul.
¡Qué de cuándo y cómo yo viví por ti como si fuera uno!:
los cafés de Insurgentes a las cinco de la tarde,
los bares semivacíos de San Ángel que nosotros
colmábamos, los paseos en el claustro y el jardín
de la iglesia de Santo Domingo en Mixcoac,
las caminatas bajo los fresnos en la calle de Goya,
las rimas de poetas ingleses que al leerlas —que al
oírlas— nos sabían a mar,
las baladas baladíes de vanos baladistas
que escuchabas en discos y casets,
aquello, aquello que pudimos compartir,
que hubiéramos querido compartir
—si no hubiéramos apostado puerilmente
la mala carta o pensar que podíamos soportarnos
los domingos siete sin que el hígado reventase.
Tu perfecto rostro oval estaba hecho de la
geometría de la luz, pero no de los adioses.
Tu cuerpo de veinte años se extendía
sobre la hierba y la tierra incendiadas.
Era una rosa abierta para la creación del mundo.
¡Cuánto hubiera dado por más! ¡Por algo más!
No había tiempo que perder, y lo perdimos.
No hay fotografía, Sonia, que precise
la gran belleza de ese preciso instante,
pero ni ese primer instante, ni los meses compartidos,
valió, créemelo, el sufrimiento de ese año,
el terrible sufrimiento de ese año.
Y palomas picotean el grano que les echo.
Una carta demasiado tardía
Contudo, esto é urna carta.
Carlos Drummond de Andrade
Carta
No sé en verdad si esto sea una carta.
No sé si disculparme por el retraso
de la explicación, ni si te importan
disculpa o explicación. ¿Para qué
hacerlo después de veintisiete años
cuando ya una vida se hizo o se deshizo
y nosotros sólo soñábamos hacerla?
Quizá por eso. Quizá porque contigo
yo habría hecho una vida real
y no este mundo sin casa que he deshecho.
Desde hace días o semanas
los recuerdos me ciegan como un pozo,
y vuelves callada, quieta,
inmensamente quieta y luz en el diciembre
horizontal y frío, y allí te quedas.
A cierta edad los recuerdos se vuelven
como las flechas de San Sebastián
pero disparadas sólo al corazón.
Tenías diecisiete años,
edad clarísima de las ventanas,
y eras tenue para que los álamos no olvidaran
esbeltez ni linaje de luna.
Podría decir, con el estilo del melodrama
mexicano: “Amaba a otra”, y era cierto,
humanamente cierto, pero ahora aquí,
queriendo ver desde mi casa las montañas
del Ajusco, me digo, me digo que eras
la que pudo dar, no el país de maravillas
(como tu nombre lo dice), pero sí
una vida lúcida, leve, quizá feliz.
Eso me hago suponer. Supongo.
Creo sentir alivio al escribir estas líneas.
Son del todo sinceras pero inútiles,
porque lo que fui destruyendo
no se puede explicar en un poema.
Tampoco me sueño en sueños de entonces,
porque ya hace años, cinco o diez, que no
tengo sueños. Tampoco me hago ilusiones,
aunque lo diga a menudo, sabiendo que engaño
0 me engaño, mientras miro mi cuerpo como reloj
que marca las cinco y media de la tarde.
Hoy por hoy sólo aspiro a terminar una obra
(mala o buena), hacer a los otros algún bien
en lo que puedo, y viajar por un mundo que
a veces me cansa más de lo que me maravilla.
No sé, como te dije, si esto sea una carta.
Tal vez no la vayas a leer (lo más probable),
y no sé si decir: “Te quise” o “Me equivoqué”,
o “Cómo quitarte la begonia”. No sé siquiera,
no sé, qué fue del bosque cortado a ras del bosque.
No lo sé. Pero te dejo estas líneas:
Tómalas, aunque no las leas.
Telar de San Cristóbal
Ante la iglesia otra vez de pie, observo las manos de la indígena que hila en el telar el cielo diáfano de diciembre, casas de barro y tejas, balconería que te asoma a los cuatro puntos coloniales, vendedoras que tienen la estatura del gorrión, artesanía policroma. En los pasillos multiétnicos van y vienen las jóvenes de Zinacantán con sus vestidos católicamente azules. Pasean hombres con máscaras de murciélago.…..Qué hermosas las montañas con espesura de pinos.…..“Cuando vine por los años ochenta —oigo tristemente lo que me digo al punto— ya sabía que la vida la había malbaratado y sólo mantenía la idea fija de emprender o seguir la fuga, que siempre es mejor a escribir el mejor de los obituarios. Entre desventura y vacío, llevaba la pluma y el cuaderno para pergeñar poemas por ciudades de occidente. Sobrio para vivir, hablé paradójicamente más de lo debido y dije a menudo lo que no debí decir o callé cosas que debí decir en su momento. Me avergüenza confesar que en ocasiones vilezas de los otros me ennegrecieron el alma y la venganza me fue y me sigue siendo una delicia oscura”.…..Las manos de la indígena forman Cristos desangrados frente al altar. En tarea de relieve teje en la tela el pórtico de la iglesia de Santo Domingo. En los púlpitos de todas las iglesias de la ciudad los sacerdotes, no viéndose la cara, escupen fuego podrido contra rebeldes y escépticos para que nadie nos saque de la hoguera. Me detengo a mirar en el telar de la indígena la estatua del fraile de Las Casas que vigila desde lo alto a los hijos que tienen los dedos recién cortados y el alma disminuida.…..“Es 11 de diciembre del año cristiano del 2007. Sería cumpleaños de mi padre. Es mejor no recordarme cómo fui porque no soportaría de nuevo observar la realidad. ¿Pero en verdad, abajo del BaúlMundo, tiene algún sentido buscar en la ceniza el oro de la justicia?”…..Anochece. “Hace uno lo que puede, lloramos a la sombra de nuestra sombra”, me dice la mujer que me ha hilado y deshilado en la tela. Vuelvo la vista y detrás de las montañas el sol cae, desaparece. Cierro los ojos. Cuando los abro sólo veo el telar.
¿Quién leerá mis versos?
Quem sabe quem os lerá?
Quem sabe a que maôs irâo?
O guardador de rebanhos
Alberto Caeiro
¿Qué será de mis versos? ¿Quién los leerá?
Pronto me iré, y así será, y me iré ¿y qué pasa?
Me he resignado a irme, como me resigno
a los dolores de la tendinitis, a los cólicos
que arquean el cuerpo y a la mala circulación.
Qué importan las novelas, los cuentos,
las crónicas o ensayos ¿pero mis versos?
Si en el futuro alguien los lee, tal vez perciba
que los escribí con la llama del sol en la hoguera del mediodía
sobre los girasoles, con los matices múltiples
del púrpura y del violeta en la disminución del crepúsculo,
con el grito doloroso del tigre lanceado
en el momento de fallar la red,
con gotas de sangre del pecho de las golondrinas
que no lograron completar el vuelo.
A contracorriente
Viví a contracorriente, perseguido por una adolescencia incierta, una juventud de espiga mal dorada y una madurez que aprendió del sol. Supe que la palabra muerte era emblema de la muerte y anhelé cambiarla por las palabras sol y cuerpo, muchacha y viaje, libertad y sueño, utopía y libro. Amé con el tiempo más al mundo y menos a la gente y preferí la soledad creativa a la comunión vana, aunque a menudo la soledad sabe a fruta seca, a tierra seca, es flor sin tallo. De cualquier forma hubiera querido escribir una poesía a la medida del sol y los alimentos terrestres, o al menos, con menos sombras de las que fui dejando. Y no obstante ¿me oyes?: vi el Cristo azul bajar las montañas en tardes oscuras en ciudades de América y de Europa —Cristo, el gran artista, resplandeciente y desgarrado en un mundo mal hecho, o al menos, que fuimos mal haciendo o mal hicimos. Creí de joven que podía cambiar el mundo y anhelé un mundo más libre y menos cruel. Lo tengo esto para mí; lo reivindico para mí.…..Escúchame.
Inscripción en el ataúd
Yo nací en febrero a la mitad del siglo y uno menos, y Dios me dibujó la cruz para vivírsela y las hadas me donaron cándidamente el sol negro de la melancolía. No fui un Propercio, un Góngora, un Vallejo ¿y para qué escribir si uno no es un grande? Me conmoví hasta las lágrimas con historias de amor y de amistad y supe del amor y la amistad lo suficiente para dudar de ellos. No busqué la felicidad porque no creí merecerla ni me importó su triste importancia.…..Escucha esto: la vida es y significa todo aun para los que no saben vivirla. Huye, busca el cielo profundo y el mar meridional, las muchachas delgadas y espléndidas, el camino del sueño y lo imposible, y vive esta vida como si fuera la única porque es la única. Y que la tierra me sea para siempre leve.
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