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Cuatro poemas de José Ramón Muñiz Álvarez

miércoles 4 de abril de 2018
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Son muchos los recuerdos de esos años

I

Son muchos los recuerdos de esos años
dejados en la infancia más lejana:
los arces de la calle y las aceras,
asfaltos casi limpios tras la lluvia,
las brisas del otoño siempre fresco.

 

II

Son muchos los colores de esos días
tranquilos de los meses derrotados:
las hojas malheridas y los frutos,
el sueño de los árboles vencidos,
la herida misteriosa de los parques.

 

III

Los nuevos edificios no son bellos,
allí donde cayeron los más viejos:
el verde dibujaba mocedades
en esas balconadas de madera
que no se suelen ver en nuestros días.

 

IV

Y siguen recordando las neblinas
momentos ancestrales y queridos:
la hierba está más fresca de mañana
para los pies descalzos del mozuelo
que corre por allí despreocupado.

 

V

Y entonces llegas tú, brisa serena,
callada como el alba en las alturas,
y quieres abrazarme con tus manos,
rozarme con tus besos invisibles,
si alguna vez los hubo que se viesen.

 

VI

Y entonces llegas tú, brisa temprana,
callada como el cielo del ocaso,
si quieren los ocasos en otoño
llegar antes de tiempo a los jardines
que llenan de febril melancolía.

 

VII

Y vengo a recordar esos momentos
de la niñez perdida para siempre:
la voz tierna y cascada de la abuela,
las noches de noviembre en la buhardilla,
las tardes repentinas y la luna.

 

VIII

Y vengo a recordar los viejos tiempos
de la niñez dejada en el silencio:
la leña va encendiéndose despacio,
y huelen a humedad esas castañas
que venden en la plaza de la villa.

 

IX

La senda que camino en estos días
me ve dubitativo algunas veces:
las nieves de las cumbres son tan sabias
como los siglos tristes que las miran,
cansados de asistir a los deshielos.

 

X

La loma me permite ver las cumbres
y hacer las reflexiones más curiosas:
las cimas son reflejo de uno mismo,
que, atento a su pasado, se convierte
en bosques de tristeza y de nostalgia.

 

Entonces me asomé hacia los paisajes

Entonces me asomé hacia los paisajes.
Y pude regresar y contemplarlos,
y pude ver el puerto y ver la costa,
y el verde de los montes y los árboles.
Y recordé por fin esos romances
cantados por abuelas ya mayores,
amantes de los tiempos de leyenda.
Y supe que el lugar, los eucaliptos
y el faro y las palmeras escondían
secretos de otro tiempo ya perdido.

 

La vieja bicicleta

I

La vieja bicicleta
quedó en el abandono,
después de que llegasen
momentos diferentes a esos días
de tierna juventud, de adolescencia,
de sueños imposibles,
de pantalones cortos y veranos
que corren al vacío, que se pierden,
y mueren, sin embargo,
dejando como un surco en el espíritu.

 

II

Aquellas carreteras
del tiempo de la infancia
parecen ser ficciones,
y, a veces, las leyendas resucitan,
regresan del pasado, nos convencen,
sabiendo permitirnos
regresos tan fugaces como hermosos
a un tiempo que no existe, que se esfuma,
que acaba de morirse
en la nostalgia vaga y subjetiva.

 

III

Así no hay que olvidarse
del alma solitaria
del niño revivido
en este templo nuestro del recuerdo,
si es cierto que nos llena la memoria
de todo lo que somos,
de todo lo que fuimos otras veces,
pues somos —paradojas de la vida—
lejanos a nosotros,
igual que los extraños del camino.

 

IV

Pensad en la inocencia
que corre entre los bosques,
pensad solo un momento
en la mirada pura, casi crédula
del niño que no frena, que acelera
jugando con el viento,
volcándose en la brisa con la gracia
que tienen los bañistas en la espuma
del mar inalterable
que ve pasar los días del verano.

 

V

Pues esa niñez dulce
ya mira, melancólica,
el paso de los años,
sin sospechar siquiera que la muerte
se esconde, silenciosa, en el follaje
del bosque en que se envuelve
la vieja carretera,
pues no suelen pensar los niños mucho
en esa vieja austera que nos busca,
sin falta de la noche,
para arrancarnos rauda hacia la nada.

 

El musgo al pie del árbol

I

El musgo al pie del árbol nos recuerda
los verdes encendidos de los fondos:
pensad en esos bosques apagados
que habitan lo profundo de los mares
en esas costas llenas de bravura.

 

II

Las algas, los corales, las correas
esperan cada golpe de las olas:
la playa a bajamar se nos revela
y entonces comprendemos los misterios
que ocultan las espumas en la piedra.

 

III

Se advierten, entre el gris de las calizas,
las briznas de la hierba que se asoma:
los viejos marineros de otras épocas
solían contemplar en la atalaya
el ancho mar, sus reinos, sus paisajes.

 

IV

Y reinos y paisajes son un todo
que quiere despertar y hacerse bello:
los viejos hombres rana lo advirtieron
en tiempos ya remotos, en los días
de aquel ayer ausente y repentino.

 

V

Quién sabe si Neptuno, al acostarse,
se agita entre bostezos en el fondo:
su voz se me encapricha melancólica,
distinta a ese rugido tenebroso
que nace de la furia en la galerna.

 

VI

Yo sueño con los mares más sublimes,
poblados por extrañas criaturas:
marrajos, tintoreras, architeutis
que ascienden de lugares más profundos
que todas esas simas de lo onírico.

 

VII

Y el ocle, si es que el ocle puede hablaros,
tal vez no quiera acaso desmentirlo:
hay mares donde viven los cetáceos
monstruosos que imaginan esos niños
que alargan las medidas sin cautela.

 

VIII

El fondo de los mares es reflejo
del fondo que se agita en el espíritu,
y hay lagos tan secretos, tan extraños,
tan bellos como el mar, si los rodean
los juncos silenciosos de la orilla.

 

IX

En todo caso, digo lo que pienso,
si, cuando pienso, digo lo que digo:
los robles, los castaños de la cuesta,
quizás los eucaliptos de los montes
no pueden competir con esos mares.

 

X

Las simas y los valles submarinos
esconden, como el hombre, maravillas:
tal vez no sospecháis lo que subyace
debajo de nosotros, esos feudos
que busca la razón en su conquista.

(de El niño que compró una bicicleta, 2016).
José Ramón Muñiz Álvarez
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