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Las llaves del deseo (una revisión del Surrealismo)

lunes 29 de enero de 2018
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“La tentación de san Antonio”, de Salvador Dalí

Para André Breton el surrealista es “un portador de llaves”; las lleva consigo porque sabe que le permitirán abrir las compuertas de lo desconocido, lo que está más allá, o más adentro, de la posibilidad racional: lo intuitivo, lo que no se ve pero se mueve en la sobrerrealidad; eso que han denominado el Espíritu, la Utopía, el Mito. Por tanto, los mitos son los verdaderos conectores entre lo real y lo suprarreal. Son el paso del subconsciente individual al subconsciente colectivo y viceversa. Los mitos son los sueños de una cultura, y los sueños cubren y expresan nuestros deseos.

Una de las llaves fundamentales para ingresar al mito es el deseo. El deseo nos permite abrir puertas y ventanas hacia lo desconocido, es decir, hacia el subconsciente; es el mejor vehículo para descifrar mitos y transmitirlos con creatividad para vivirlos inexorablemente. El deseo traduce lo íntimamente humano y lo inserta en un deseo mayor: la trascendencia más allá del tiempo lineal y de la razón instrumental, ese grande deseo de transponer el umbral de lo que sabemos y soñamos, cruzar la frontera entre lo tangible y lo intangible, lo sensible y lo suprasensible.

Sin embargo, desde la cintura de nuestra América, este continente forjador de mitos y utopías, magia y cosmovisiones, sueños y revoluciones, la cuestión se abre como enorme flor selvática: ¿será el Surrealismo una realización de deseos centrales a partir de la envidia cultural de lo periférico? ¿Algo así como el deseo primario y nostálgico por lo primitivo (lo raro en la alteridad cultural) expresado en los arquetipos universales y en la fortaleza de las culturas populares en territorios marginales o marginados como los nuestros?

Con/desde nuestros cuerpos hemos producido históricamente la mejor tecnología hasta ahora conocida: el lenguaje.

Es importante entonces delimitar el objeto del deseo desde el aquí y desde el ahora. El problema del objeto del deseo, moderno y posmoderno, es que se ha fetichizado (mercantilizado) en tanto es un deseo que esconde la herida colonial con el exotismo, la violencia simbólica y la promiscuidad. Ello implica, para la mirada fuera de Europa (esta mirada incivilizada, insurrecta, quebrada, pervertida, retorcida, es decir, la mirada del sujeto colonial), cambiar los términos de la conversación: no se trata de ser objeto del deseo colonial como pieza e imagen de archivo en la arqueología, la etnología o la antropología y sus grandes almacenes. No, se trata de un deseo oblicuo y fronterizo donde pasamos, de objetos (invisibles) a sujetos (visibilizados), constructores de las propias llaves sin espejos ni discursos prefabricados.

Y sabemos que en el interior del sujeto colonial está lo auténtico, lo oculto para la realidad feroz de la modernidad y su retórica: la colonialidad. No obstante, lo oculto es el lado oscuro de la vigilia, su difracción. Ya lo había indicado Hegel según nos lo recordaba Aldo Pellegrini: “Lo más interno es también lo más externo”. Por ello es que las llaves del deseo se encuentran en la intimidad del ser individual y colectivo. Ese doble juego de llaves permite la apertura de lo trascendente/suprarreal desde la realidad empírica y viceversa. Desde la psiquis humana podremos emprender el viaje hacia mundos desconocidos como los perdidos en la oscura noche precolombina, antes de la eclosión (¡explosión!) de las voces europeas. Hacia atrás vamos en busca del futuro, a la caza de los mitos primordiales, del envoltorio sagrado con los cuatro elementos que originaron la vida: tierra, agua, aire y fuego.

Por eso estamos en la frontera de la urbe y la comunidad; de la utopía y la realidad; de la vigilia y el sueño; de la modernidad occidental y su contracara, la posmodernidad colonial; de la economía libidinal y del amor pluriversal. Pero ya no es el deseo del condenado por desaparecer ante una realidad de exterminio, sino el deseo de permanecer en la construcción del sueño dorado donde otra realidad más armónica sea posible. Una realidad otra, donde podamos pensar y sentir de un modo otro, un modo propio/propio. Para ello son necesarias las llaves del deseo.

Y las llaves del deseo están incorporadas en los cuerpos liberados, cuerpos aptos para la ternura y la solidaridad; cuerpos de/en persona. El concepto de persona presupone la existencia de un “alma” o energía que se disgrega a lo largo de todo el cuerpo; esa energía se concentra en varios centros designados. La idea de un sujeto poscartesiano se enlaza con el concepto poslacaniano de un sujeto escindido que se reconoce, científicamente, como de carácter fractal. No sólo las partes del cuerpo se dotan de energía, sino también funcionan como objetos incorporados que anteceden a las raíces verbales dotándolas de un sentido particular, de un conocer dilatado, de un saber testimonial. Por eso es que, primordialmente, el arte lo realizamos con nuestros cuerpos, justo como hacemos el amor. Se trata entonces de liberar nuestros cuerpos de los discursos de la modernidad colonial y de la posmodernidad vacía. Así, el arte, como el amor, tendrá ese carácter libre de reciprocidad, de cuidado de sí mismo y de los demás y, lo que es más importante, de justicia, igualdad y fraternidad, principios enarbolados por la modernidad pero negados cotidianamente, en especial en las regiones coloniales y poscoloniales, por la razón instrumental del poder totalitario/totalitarista.

Más claro: los sueños están encarnados en nuestros cuerpos y nuestros cuerpos, ya de por sí, son obras de arte, son pruebas y testimonios del/para Gran Poema. Somos la síntesis de la naturaleza y la cultura, una circunstancia humanamente ecológica, singularmente cósmica, es decir, holística. Así, existen identidades fluidas que le conceden una prioridad al deseo sobre el cuerpo biológico como transición de la naturaleza a la cultura. Al igual que las estaciones, la cuestión de la masculinidad y la feminidad —el zenit y el nadir de la teoría de género— se definen por las transformaciones en su opuesto complementario. La cuestión política se halla en el centro de cierta liminalidad o mutación de género, tal y como en las culturas nahua de Mesoamérica: la feminización del vencido, o viceversa, la virilidad del vencedor. El flujo continuo entre los opuestos regularía cualquier clasificación dual rígida.

Con/desde nuestros cuerpos hemos producido históricamente la mejor tecnología hasta ahora conocida: el lenguaje, una tecnología sin la cual las otras tecnologías no existirían. El lenguaje es el medio a través del cual el interior se comunica con el exterior, es decir, el medio por el cual se objetiva la subjetividad. Por ello socializamos y compartimos los saberes. De tal modo que, a partir del lenguaje, tal como lo planteó el ruso Mijaíl Bajtín, la primogenitura la tiene el Otro, la alteridad, porque nuestro discurso es dialógico y a su vez dialéctico: por un lado, nos permite el diálogo permanente con nosotros mismos y con los demás y por el otro nos permite transformar la realidad mientras nos transformamos interna y externamente. Y aunque el mayor viaje al verdadero conocimiento es hacia el interior de nosotros mismos, ese viaje debe hacerse con la conciencia de que no estamos solos, de que viajamos también en una nave mayor con nuestros hermanos planetarios y es con ellos y desde ellos que debemos ejecutar las mejores transformaciones para garantizar la continuidad de la vida.

El deseo es un asunto de lenguaje y en esa dinámica entre sexualidad y discurso se establece, sin duda, la principal marca lacaniana: un arte y una literatura situada del lado de la pregunta.

En esa transformación nuestros sueños son permeados por el deseo y sus pulsiones, mejor dicho, hay una suerte de desdoble del espejo onírico donde lo sensible/cotidiano se transforma en fuertes argumentos pulsionales. Esa omnipresencia de lo sexual, cual vertiente transgresiva, salta a la vista en lo más humano y en lo supratrascendente, aunque algunas veces, sobre todo en las historias literarias europeas, tiene que ver con una verbalización libertina que puede asociarse tanto al Marqués de Sade, a Apollinaire y a Jean Genet, como a la revolución sexual del peace and love de los años sesenta usamericano del siglo pasado. Pero más allá de esa presencia temática, hay en la proyección del deseo una serie de valores, discursos, instituciones, tradiciones y contraculturas hacia el otro lado, hacia una cara oscura que sería la pulsión, única ley y único motor de las acciones humanas. La supuesta verdad, los supuestos fantasmas acallados, lo que se oculta en la literatura, la economía y la política, en la escuela y en la historia, en el saber y en la moral, sería el goce cual depósito subterráneo de la vanidad simbólica y de la grandilocuencia humana.

Hablamos entonces de textos culturales. Y leídos a partir de Roland Barthes, los textos serían “textos de goce” que intentan, de muchas maneras, expresar la realidad del goce, o sea que, fuera del placer, muchos textos serían imposibles, insostenibles, reacios a todo discurso crítico, condenados a lo indecible. Son textos que suscitan miedo o, como diría Lacan en La ética del psicoanálisis, son insulsos e incluso aburren, porque se acercan a un centro de incandescencia, a un cero absoluto, que es psíquicamente irrespirable: son textos pésimos, deslucidos. Esta constatación general inscribe, desde ya, la producción bajo el signo de una lectura sesgada del psicoanálisis: pasamos de nombrar lo otro de la conciencia, la razón y el lenguaje, es decir, a borrar todo sentido, toda lógica y todo lenguaje que no sean expresiones pulsionales. George Bataille y Antonin Artaud podrían citarse en el horizonte de lecturas que permite una visión tan radical del problema.

Porque mucho más que un “decir”, lo sexual/erótico es un nombrar descentrado o desestabilizado por lo instintivo. En ello hay una dimensión, digamos, programática: el deseo como un discurso riesgoso que determina las connotaciones, las intrigas oníricas o las organizaciones del bosque poético, impregnando, al mismo tiempo, a todo el conjunto sociocultural con una incertidumbre básica o con un sentido negado; dicho en otras palabras, como un proyecto de escritura. En consonancia con el contexto de producción, el deseo es un asunto de lenguaje y en esa dinámica entre sexualidad y discurso se establece, sin duda, la principal marca lacaniana: un arte y una literatura situada del lado de la pregunta, del pedido, de la carencia como elementos constitutivos del ser humano; no del lado de la plenitud o de las respuestas tranquilizadoras, de la satisfacción o del confort. En esa perspectiva, el uso de un lenguaje psicoanalítico nos sirve para procesar fenómenos colectivos, sean éstos culturales o sociopolíticos.

Para completar un horizonte de contextualización sobre la irrupción global del psicoanálisis como instrumento para repensar el lenguaje, debemos intentar ubicar su recepción en nuestra América. La entrada del psicoanálisis en nuestro continente se asocia inmediatamente a vanguardias, pos y transvanguardias, subversiones, vacíos del sentido, redefiniciones del sujeto y deslices de significantes en formas barrocas e inciertas; especialmente con el Surrealismo, el Dadaísmo y las expresiones más nuevas del arte contemporáneo. Sin embargo, debemos reconocerlo: la revolución freudiana ha tocado fondo en el espacio de la representación. Un significante no representa nada. O al contrario, el significante, según fórmula de Lacan, representa al sujeto para otro significante; representa el sitio topológico del sujeto como intersticio, ese sujeto de la teoría psicoanalítica que Freud descubrió intrincado en las redes de la significación. En adelante, tratándose del arte, habrá que pensar en términos de contracciones, contorsiones, convulsiones y disoluciones de superficies, curvaturas, texturas y bordes, y en la representación de figuras espaciales imposibles (hologramas) en un espacio de figuras planas/tridimensionales improbables.

Esta aguda revisión de la transmisión y de la representación, este borrado del sujeto y del sentido en beneficio de un paréntesis en los significantes, abre las puertas para una escritura hecha de juegos, distorsiones, neologismos, polisemias y declinaciones paradigmáticas en contra de todo simbolismo. Es decir, una escritura de denotación pura. Porque para el psicoanálisis la escucha, la interpretación, la asociación (el efecto semántico del lenguaje, su involuntaria eficacia de transferencia), están en la falla, en el lapsus y en la polisemia: lo insólito en la representación es percibir al sujeto como intersticio y al lenguaje como espasmo y cabriola. La literatura y el arte, por lo tanto, suponen un desvío por el doble significado de la palabra; hay un cruce de afirmaciones que no son ajenas, son las marcas surrealistas y barrocas que encontramos en el propio Lacan.

Una de las llaves fundamentales para ingresar al mito es el deseo. El deseo nos permite abrir puertas y ventanas hacia lo desconocido, es decir, hacia el subconsciente.

Más allá, o más acá, de esa afirmación general, y sin entrar en una discutible enumeración de procedimientos comparables con los del psicoanalista francés o a una clasificación de sus dispositivos, pero tratando de desarrollar y ejemplificar lo tajante de lo anteriormente dicho, digamos que la situación surrealista nos confronta con un torrente de efectos retóricos cuya sutileza, a veces, vacía el sentido, la relación causa/efecto y el desarrollo de la frase o del encuadre. La dinámica de invención, digresión y variación está a menudo en el centro de la enunciación volviéndose un sinónimo de la escritura en sí: se escribe el procedimiento, se dice lo proliferante. Así, como Breton y Soupault en Los campos magnéticos (una explosión semántica de energía) intentaban, gracias a la escritura automática, alcanzar una escritura “inconsciente”, transmitiendo lo que en ellos les murmuraba la “boca de sombra”, de este lado del océano pareciera materializarse una estética de significantes desligados del significado, pero apuntando siempre a una dimensión reprimida de turbias connotaciones pulsionales: ese algo maravilloso entrevisto y transgresor: el deseo.

Regresemos: el surrealista es “un portador de llaves”; las lleva consigo porque sabe que le permitirán abrir las compuertas de lo desconocido, lo que está más allá, o más adentro, de la posibilidad racional: lo intuitivo, lo que no se ve pero se mueve en la sobrerrealidad, eso que han denominado el Espíritu, la Utopía, el Mito. Por tanto, los mitos son los verdaderos conectores entre lo real y lo suprarreal. Son el paso del subconsciente individual al subconsciente colectivo y viceversa. Los mitos son los sueños de una cultura, y los sueños cubren y expresan nuestros deseos.

Una de las llaves fundamentales para ingresar al mito es el deseo. El deseo nos permite abrir puertas y ventanas hacia lo desconocido, es decir, hacia el subconsciente; es el mejor vehículo para descifrar mitos y transmitirlos con creatividad para vivirlos inexorablemente. El deseo traduce lo íntimamente humano y lo inserta en un deseo mayor: la trascendencia más allá del tiempo lineal y de la razón instrumental; ese grande deseo de transponer el umbral de lo que sabemos y soñamos, cruzar la frontera entre lo tangible y lo intangible, lo sensible y lo suprasensible.

De tal suerte que hacia atrás vamos en busca del futuro, a la caza de los mitos primordiales, del envoltorio sagrado con los cuatro elementos que originaron la existencia: tierra, agua, aire y fuego. Hacia atrás con la sólida unidad de la imaginación, el deseo, la libertad, el amor y la poesía. Y con nuestros cuerpos creadores desde el aquí y desde el ahora para soñar de cuerpo entero; en otras palabras, para transformarnos poéticamente mientras transformamos el mundo y la vida hacia una resurrección (un risorgimento) individual y colectiva.

Adriano de San Martín
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