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Etimologías literarias:
poesía
(… epopeya, etopeya, onomatopeya, poema, poeta, poética, poetisa, prosopopeya; aedo, rapsoda, vate…)

lunes 20 de febrero de 2023
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Platón
Para Platón, el poeta es un falso imitador de la verdad, que embauca a la parte más irracional del alma con imágenes distorsionadas y aparentes, muy alejadas de las auténticas Ideas. Platón • Escultura de Leonidas Drosis en la Academia de Atenas

Todo amante de la literatura hispanoamericana acaba descubriendo que el significado latente en el título del libro de Borges El hacedor es el de poeta. El cuento epónimo brujulea en busca de la brumosa figura de Homero, en cuyas obras paradójicamente el término no aparece. El verbo griego poiéô quiere decir hacer y dio primero un adjetivo verbal poiētós, que sí que empleó el rapsoda ciego para referirse a objetos bien elaborados artesanalmente. Ese es acaso el matiz dominante: componer, como parece apuntar el original indoeuropeo, *kwei– (de acuerdo con Chantraine), según la pista de un vocablo sánscrito que significa ordenar, arreglar, aunque también acumular.

Es cierto que el verbo poiéô acabó queriendo decir hacer en general, pero la precisión etimológica no sería inane. La diferencia entre hacer y componer (o escribir) ha picado el pundonor de algún que otro poeta, como le ocurrió a Bécquer:

Tú sabes y yo sé que en esta vida
con genio es muy contado el que la escribe
y con oro cualquiera hace poesía.

Lo que sí se lee en Homero es aedo, o sea cantante, si bien el auditorio de los poemas épicos no esperaba escuchar de sus labios el producto de una elaboración trabajosa, sino el estro divino, aunque armónico y sereno, no un rapto dionisíaco, puesto que era Apolo quien los auspiciaba. También primaba el genio del autodidacta, como literalmente se define a sí mismo el aedo Femio, con orgullo, en la Odisea (22.347). Lógicamente, no hay que pensar en la labor meticulosa de escritorio, ni siquiera en una reglada formación entre aedos, por más que en el norte de Ítaca un yacimiento arqueológico anuncie pomposamente que allí estaba la escuela de Homero. Todo era un trabajo de la memoria, bastante individual, tanto para componer, como hacían los aedos, como para recitar, ocupación de los rapsodas, es decir, “zurcidores de cantos”, puesto que los cantaban apedazando y seleccionando episodios frente a sus oyentes.

El hálito poético y musical no excluye, pues, sino que las comprende, la doblez y la ambigüedad del oráculo, preñada de acierto.

De la misma raíz que aedo es aoidē (del cual se deriva oda), el canto de las sirenas y de las musas, las cuales explican a Hesíodo, que las invoca: “Lo cierto es que sabemos decir mentiras que parecen verdades, pero también contar verdades, si queremos” (Teogonía, 27). El hálito poético y musical no excluye, pues, sino que las comprende, la doblez y la ambigüedad del oráculo, preñada de acierto.

Cuando, después de Homero y Hesíodo, poeta y poesía toman carta de naturaleza, esas características algo místicas seguirán vivas.

Del verbo poiéô se derivan dos sustantivos, con dos sufijos distintos: póiē-sis es la acción de hacer, mientras que póiē-ma viene a ser el efecto. Este último aparece todavía en Heródoto (II.135) como obra manual: Aliates, rey de Lidia (siglo VI a. C.), dedicó al santuario de Delfos una crátera de plata, obra (póiēma) del escultor Glauco de Quíos. Siglos más tarde, san Pablo llama al hombre poema, criatura, de Dios (Efesios 2.10). Poēta era el nombre de agente, por lo tanto, el artífice de algo, a veces legislador. En Jenofonte aparece alguna vez como artesano.

No obstante estos ejemplos, ya vemos en Heródoto, Tucídides, Aristófanes, el uso de poeta y poesía con valor literario, si bien con un sentido amplio, que incluía a dramaturgos, porque escribían en verso. Existen los vocablos compuestos melo-poiós (poeta del melos o lírica) o epo-poiós (poeta épico), de menor uso. Poemas eran sus creaciones.

Otra cosa es la definición conceptual de la idiosincrasia del fenómeno. Según los sofistas, la poesía era una techné, un arte, que podía aprenderse. Para Sócrates y Platón, su naturaleza es menos postiza. Este último habla, en el Fedro (245), de cuatro tipos de locura, una de las cuales proviene de las musas: “El que crea poder llegar al umbral de la poesía sin este tipo de insania, persuadido de volverse poeta solamente con la técnica, será un poeta imperfecto, porque la poesía del arrebatado eclipsa a la del sensato”.

Eso no significa que su opinión fuera favorable. En otra obra suya, de mayor enjundia, como la República (libro X), el poeta es un falso imitador de la verdad, que embauca a la parte más irracional del alma con imágenes distorsionadas y aparentes, muy alejadas de las auténticas Ideas. Mientras que para los sofistas Homero es un sabio universal, educador de toda Grecia, tópico que aún resuena luego en Plutarco, Platón lo excluía de su ciudad ideal, como toda otra poesía imitativa, excepto los himnos a los dioses y los encomios a los hombres virtuosos. En todo caso, podría uno dedicarse a ella, con cuidado, como a un amor que sabemos que no nos hace ningún bien.

El adjetivo poiētikós titula el tratado aristotélico dedicado al arte o técnica de la creación literaria: technē poiētiké. Es, claro, el arte poética o poética a secas. En ella el estagirita reconoce que la gente llama poesía a todo lo que está en verso, ya sea la filosofía metrificada de Empédocles o la épica. El concepto, pues, estaba plenamente fijado en la mente del pueblo. Poesía sonaría como “composición” y poeta como “compositor” (en verso), como hemos dicho al principio.

Aristóteles, sin embargo, necesita hallar un rasgo de identidad más sustancial, más filosófico, digamos, y lo encuentra también, como Platón, en la imitación (mímēsis). Pero sin hacerle ascos ni recurrir a lo sobrenatural, sino planteando la cuestión con pragmatismo: la poesía imita la vida, de modo agradable para un público, gracias a una pericia bien aprendida. Así, pues, es argumentalmente una recreación, una elaboración de historias y personajes reales, no una creación de la nada, como la entendemos hoy día. Y ello en cualquiera de sus formas: épica, tragedia, comedia, ditirambo, lírica monódica (con cítara) o coral (con flauta), elegía…

En Roma estos términos tuvieron que sustituir a los originales: carmen y vates. El primero se refiere al canto religioso, de valor mágico, invocativo, como el de los sacerdotes Arvales (siglo III a. C.):

Dioses Lares, ayudadnos…

El vate era un adivino o profeta, cuyo vati-cinio era literalmente un canto (de cano, cantar, con apofonía de la a, que la convierte en i). Al ser sustituido por poeta, vate quedó desprestigiado, hasta que durante el Imperio fue recuperado como sinónimo noble, al banalizarse el otro término. Sin embargo, carmen aguantó bien el envite y poema se empleó siempre menos, como un helenismo. Poesis significó a menudo lo mismo que poema, pero pronto abarcó, como en griego, la literatura en verso y su dimensión conceptual. Horacio escribió un arte poética en que seguía en cierto modo a Aristóteles:

Vt pictura poesis.

La poesía es como la pintura, o sea, imitación. Por ello hay que evitar, dice, las monstruosidades:

Si alguien quisiera juntar un cuello de caballo
con un cuerpo humano y ponerle plumas,
pegando miembros diversos, de modo que en negro pescado
terminase torpemente la figura de una mujer hermosa,
¿invitados a verlo, podríais, amigos, aguantaros la risa?

Y ese es el clasicismo de todos los tiempos, la justa imitación. Durante todo el Medievo cristiano, cuanto era extraño a la cosmovisión imperante se remedaba como un engendro contrahecho de naturalezas irreconciliables, una imitación disparatada: lo atestiguan los dibujos en los márgenes de los manuscritos, que presentan por ejemplo a Mahoma con cabeza equina, o los capiteles en iglesias y claustros. Y se repite esa definición de poesía en la entrada correspondiente de la enciclopedia de Diderot y D’Alembert, artículo que se empeña en asentarla, como si ya entonces empezase a ponerse en duda.

Para el marqués de Santillana la poesía es una ciencia infusa.

De hecho, la vena mística del asunto ya había sido retomada por algunos humanistas. Para el marqués de Santillana la poesía es una ciencia infusa. El gran comentarista de Dante, Cristoforo Landino, y neoplatónico, equiparaba el oficio del poeta al de Dios, en cuanto creador, en tiempos en que los emperadores del sacro Imperio alemán laureaban a poetas, como fue el caso de Petrarca, Piccolomini, Conrado Celtis… Sin poder meternos en más honduras, sabe el lector que el Romanticismo rompe las cadenas de la mesura y la razón. Como cúspide de esta tendencia, el surrealismo se iguala a Dios de algún modo, sublimando el subconsciente, y el creacionismo de Huidobro encarna la quintaesencia y el envés de la función generadora total de la poesía:

Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.

Rematando ya esta breve nota, recordemos que existía el femenino poiētria, en ambas lenguas clásicas, que no parece haber tenido connotaciones negativas. Otra cosa es la forma poetisa (románica: poetessa, poétesse, etc.), de la que Rosalía de Castro certifica en su cuento Las literatas lo desprestigiada que ha llegado a estar. Por ello, poeta es epiceno, y así solemos llamar a la Pizarnik o a Gloria Fuertes, entre muchas otras.

Y, para terminar, cabe reseñar que el verbo poiéô desarrolló dos sufijos, -peya o -pea, que encontramos en cultismos actuales: la farmacopea es la elaboración de fármacos (en griego, droga o veneno); la melopea (borrachera) proviene de melopeya, arte de producir melodías, parece que porque los ebrios suelen cantar; la hematopoyesis es…, etc. En el ámbito que nos ocupa ese étimo ha dado varios términos derivados: la epopeya era ya en griego la creación de un poema épico, o epos, vocablo que originalmente quiso decir palabra, luego canción. Derivaciones del mismo tipo son prosopopeya (literalmente, hacer máscara: una personificación de animales o elementos inanimados), etopeya (hacer costumbres: describir el carácter de un personaje) y onomatopeya (creación de un nombre), que merecerían comentario aparte.

Daniel Buzón

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