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Etimologías literarias:
biblioteca
(… biblia, bibliómano; códice; libro, librería; papel, papiro; pergamino; palimpsesto; tablet, tablilla; volumen)

lunes 15 de mayo de 2023
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Ptolomeo Filadelfo en la biblioteca de Alejandría (1813), de Vincenzo Camuccini
Cuando la biblioteca de Alejandría iba poco a poco desmantelándose, el papiro empezó a abandonarse. Ptolomeo Filadelfo en la biblioteca de Alejandría (1813), de Vincenzo Camuccini

Según Chantraine, los términos griegos byblos y pápyros tienen origen desconocido. Ambos se referían a ese junco palustre que crecía casi exclusivamente en Egipto, empleado como soporte de escritura desde el cuarto milenio a.C., y monopolio de los faraones. Las famosas Casas de la Vida instruían a escribas, teólogos, médicos, matemáticos, hierogramáticos, guardando en rollos de papiros conocimientos milenarios que eclipsaban el de otras naciones:

Solón, Solón, vosotros los griegos sois a fin de cuentas unos niños… No tenéis ningún saber transmitido por tradición antigua.

Esto le dijo al político ateniense un sacerdote egipcio hacia el año 600 a.C. (Platón, Timeo, 22b). En el otro extremo del Mediterráneo, los tartésicos, según Estrabón, conservaban poemas y leyes en verso de 6.000 años de antigüedad, no dice si custodiadas en algún archivo.

En Mesopotamia, donde se dice que sólo había madera de mala calidad, la de las palmeras, el libro era una tablilla de arcilla. En sumerio se llamó dub y en acadio tuppu. De esta palabra hay quien se atreve a derivar el latín tabula (tabla), que también soportó la escritura en Roma, ya fuera sobre metal, piedra o madera, a menudo en este caso henchida de cera, como en las escuelas las utilizaban los niños. Pero los etimologistas Ernout y Meillet atribuyen a tabula origen oscuro.

El archivo oficial de Roma se llamó tabularium, porque estaba compuesto por tablillas.

Se conservan los archivos de tablillas de arcilla de Lagash, Mari, Nippur (tercer y segundo milenio a.C.). Se destaca también la biblioteca del asirio Asurbanipal (siglo VII a.C.), que ha transmitido el Poema de Gilgamesh. En Cnosos y Micenas la arqueología desenterró montones de tablillas de arcilla escritas en lineal A y B (siglos XVIII-XII a.C.), descifradas estas últimas por Chadwick. Y asimismo el archivo oficial de Roma se llamó tabularium, porque estaba compuesto por tablillas (anejo del Templo de Saturno, verdadero acervo principal).

Lo innegable es que nuestra modernísima tablet (que algunos bobos nos empeñamos en decir tableta) proviene, a través del inglés, del diminutivo latín de tabula: el medieval tabuleta.

La ciudad cananea o fenicia de Gubla (actual Jebail) comerciaba en el segundo milenio con los egipcios, abasteciéndolos de madera de cedro de los famosos bosques del Líbano, e importaba papiro del Nilo. Con todo ese trasiego nadie pensó en usar el cedro para fabricar papel (palabra que es sólo la variante patrimonial, no culta, de papiro), invento chino muy posterior, del siglo II d.C., que no llegó a comercializarse en Europa hasta el XII d.C, a través de los musulmanes españoles de Játiva.

El rey Zakar-Baal de Gubla poseyó en el siglo XI a.C. una extensa biblioteca de papiro, que compraba en grandes cantidades, quinientos rollos, según explica el documento papiráceo casi coetáneo descubierto en Egipto en 1890 (conservado en el moscovita museo Pushkin), el de la historia de Unamón, servidor del templo de Amón, en Karnak, el cual subía a Fenicia en busca de madera de cedro para la barcaza del dios.

Los comerciantes de Gubla revendían en el primer milenio a.C. el papiro a los griegos, los cuales identificaron a la ciudad con la planta, que ellos llamaron sobre todo byblos, hasta el punto de rebautizarla con ese nombre. Byblos era ya también un libro, pero se originó después el diminutivo byblíon, que significó primero plantación de papiros, luego libelo, capítulo y libro, si bien en forma de rollo o volumen (de volvo, envolver o enrollar).

El plural de byblíon es byblía, que por antonomasia la gente sabe que son los libros sagrados hebreos, la Biblia, la cual fue traducida al griego bajo los faraones Ptolomeos (siglos III-II a.C.). Se conoce como la Biblia Septuaginta, probablemente elaborada para custodiarse en la mítica Biblioteca de Alejandría, cuyos fondos rondaron el medio millón de volúmenes. Cuenta Plinio que el pergamino nació cuando Ptolomeo II se negó a abastecer de papiro a Eumenes II de Pérgamo y éste tuvo que echar mano de las reses de sus ganados para poder nutrir su biblioteca real, émula de la ptolemaica. Pero se ve que esto es sólo una leyenda y que el pergamino es muy anterior. El término biblioteca proviene de byblíon y thêkê: repositorio de libros.

La magnificencia alejandrina ha fulgurado durante toda la historia, pero a algunos, como a Séneca (Sobre la tranquilidad del alma, 9.9.5), no les convencía:

Dice Tito Livio que esta biblioteca fue obra de la diligencia y la elegancia reales. Nada de eso, sino suntuoso esmero, ni siquiera esmero o estudio, porque se construyó sólo para el espectáculo.

Parece que los romanos estuvieron más cerca de la confección del actual papel, puesto que liber (libro) era y es esa parte homónima de la corteza de un árbol, por debajo de la misma, antes de llegar a la madera, y en la cual antiguamente también se escribía. Después, se extendió su sentido a la obra escrita sobre folio u hoja (folium, charta) de papiro. Pero también emplearon el lino, como demuestra la tradición de los libri lintei, en que se recogían los acontecimientos anuales de las magistraturas. De hecho, también Plinio recuerda que, antes del papiro, se usaron primero las hojas de palma y después el líber de los árboles, las placas de plomo, el lino y la cera. Al otro lado del Atlántico, los mexicas emplearon el papel amate, como se ve en el precolombino códice llamado Borbónico, hoy en París.

Los libros se compraban en una libraria, es decir librería (que ya se ve que se ha derivado románicamente a partir de libro), como las que había en el foro romano.

Aquellas grandes bibliotecas helenísticas tomaron su modelo de la Academia de Platón y del Liceo de Aristóteles. Los avatares por los que pasó esta última la llevaron, en última instancia, a acabar en poder del dictador Sila (86 a.C.). A los romanos los fascinó la biblioteca del rey Perseo, la cual entró en Roma como parte del botín del general Emilio Paulo (168 a.C.). Recordemos que su hijo natural, Escipión Emiliano, presidió un círculo helenizante de literatos y filósofos. Luego Lúculo, vencedor de Mitrídates, aportó otra biblioteca, botín del Ponto (74 a.C.). Bibliotecas privadas las hubo, sin duda. Baste sólo mencionar la Villa de los Papiros, en Herculano, que perteneció al suegro de Julio César, Calpurnio Pisón.

Los libros se compraban en una libraria, es decir librería (que ya se ve que se ha derivado románicamente a partir de libro), como las que había en el foro romano, no siempre usadas para comprar cultura: en una de ellas se parapetó una vez Clodio huyendo de Marco Antonio (Cicerón, Filípicas, 2.21). En cuanto a las bibliotecas públicas, fue César el responsable del primero de los incendios que padeció la de Alejandría, involuntariamente, al alcanzarla el fuego con que quemó la flota de Ptolomeo XII, quien lo asediaba en el puerto. César fue también quien eligió a Varrón como director de la primera biblioteca pública, latina y griega, que no llegó a fundar, sorprendido por los idus de marzo. Pero fue Asinio Polión el primero que la abrió, bilingüe, en el llamado Atrio de la libertad (38-28 a.C.), cerca de la Curia y del Tabularium. Decía Plinio que ésta también provenía de los botines de guerra. Augusto erigió otras dos bibliotecas, la Octavia y la Palatina, que dirigió el mitógrafo Higino. Tiberio estableció otras tantas. Vespasiano creó el Templum Pacis. Trajano fundó la biblioteca Ulpia, de cuyas dos partes, latina y griega, aparecía como un eje u ombligo la actual columna trajana. Se estima que alcanzó entre veinte mil y cuarenta mil volúmenes.

Entrados ya en tiempos medievales, cuando la biblioteca de Alejandría iba poco a poco desmantelándose, el papiro empezó a abandonarse, desgajada Egipto del comercio occidental por la llegada de los musulmanes. Por ello el pergamino, más costoso, se quedó como soporte principal. Necesario se hizo, pues, el palimpsesto: pergamino otra vez (palin) raspado (psestos, de psaô), es decir, aquel que se rascaba para reescribir en él. La República de Cicerón se ha salvado por los pelos, bajo el comentario de san Agustín a los Salmos, acaso no tan interesante.

Paralelamente, los apuntes de clase y algunos archivos estaban escritos en formato de tablilla. La unión de varias tablillas constituía el codex o códice, anteriormente caudex, palabra que en origen significaba tronco o troncón. A partir del siglo I d.C. se encuaderna así el papiro y el pergamino, creando el libro moderno, el cual fue el que llenó los monasterios, únicos depositarios del saber durante más de mil años. Conseguir un libro en griego era una hazaña. Los reyes y emperadores del Occidente cristiano, como Carlomagno, a duras penas podían hacer unos progresos diarios con su cuaderno del abecedario, mientras que, casi contemporáneamente, en la Córdoba musulmana Alhakén II contaba con una biblioteca de cuatrocientos mil volúmenes, muchos anotados por el mismo califa, según las crónicas… Sólo con mucho trabajo los monarcas cristianos se abastecieron de libros valiosos, a menudo gracias a las conquistas, como fueron precisamente las plazas tomadas a los moros en España, de las que destaca Toledo (1085).

La construcción de bibliotecas privadas llevó aún más tiempo. Los humanistas se procuraban volúmenes descubriéndolos (a veces robándolos con alevosía) en los monasterios, como hizo Poggio Bracciolini en San Gallo (Suiza). De hecho, en cuanto a la introducción del cultismo biblioteca en castellano, el poeta Antonio Castilla me indica que el gran etimologista Corominas recoge (advertido por el hispanista inglés C. C. Smith) que uno de nuestros primeros humanistas, el marqués de Santillana, ya llamó en sentido figurado al polimático negromántico Enrique de Villena:

¡Oh, biblioteca de moral cantar!

Pronto las bibliotecas privadas pasaron de contener, como mucho, cientos de ejemplares a atesorar miles. Entre ellas, descuella sin duda la del hijo de Cristóbal Colón, Hernando, primer gran bibliómano de la modernidad, que llegó a poseer quince mil volúmenes: son, en su mayor parte, la actual Biblioteca Colombina, de Sevilla. Por cierto, bibliómano, que significa literalmente loco por los libros, entró en castellano (nuevamente según Corominas) en el siglo XVIII.

Daniel Buzón

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