
¿Fuente de información o pozo ciego?
Confieso que para mis pesquisas pseudoeruditas he llegado a recurrir a uno de esos nuevos chats inteligentes. Un amigo profesor me lo recomendó como maravilloso chisme para preparar clases o conferencias, o incluso matar el rato ligando con el servidor, imaginando detrás a una mujer o a quien uno quiera. Así que, tembloroso y culpable, me acerqué con místico terror a la boca del nuevo oráculo y le pregunté no me acuerdo qué. Lo cierto es que en un principio el artilugio me apabulló con datos vertiginosamente minuciosos: puse los ojos en blanco.
Luego me fui dando cuenta de que a veces contestaba cosas distintas según el día, que daba respuestas tautológicas como los malos estudiantes o que se inventaba o asociaba datos un poco al buen tuntún, porque me tuvo varias semanas buscando a un general francés del siglo XVIII del que me explicó vida y milagros, sin que pudiera yo confirmar su existencia por ninguna otra fuente. Al final, me dijo en rojo aquello de “estamos recibiendo una gran demanda…”. Y del general francés nunca más soltó prenda.
Con novela me ha pasado un poco lo mismo. El cachivache me salía por peteneras cada vez, que si viene del árabe, que si del latín… Un pitorreo. Así que, despechado, acudí a mi amigo, el poeta Antonio Castilla, quien me advirtió que el invento está en pañales, pero que será como los programas de ajedrez, invencible. Puede. Pero por ahora prefiero mis consultas a su Corominas, que es una obra difícil de encontrar. Así que, recabando datos propios de aquí y de allá, cociné esta etimología, quizá aún más disparatada.
El diccionario Du Cange recoge que en latín medieval novella pasó a significar noticia.
Étimo: el cuento de Boccaccio a Cervantes
No hay que ser un hacha para sospechar que novela viene de nuevo, es decir, novus: cuya raíz nou– se encuentra, con apofonía en grado E, en otras lenguas indoeuropeas, como el inglés new y el griego neo-, el cual es nuestro prefijo para neolector y neogramático, entre otras muchas. Novus en la política romana tuvo connotaciones revolucionarias y en literatura la denominación de poetae novi —como lo fueron Lutacio Cátulo y Valerio Catulo, que iban un poco de enfants terribles— resuena hasta en la edición de Castellet de Nueve novísimos (1970).
En latín clásico, novellus, diminutivo de novus, quería decir reciente, empleado en el campo para plantas y animales jóvenes. El emperador Justiniano llamó Novellae, o últimas, a sus constituciones promulgadas después de 534. Y a través del catalán, aquí más etimológico, en castellano se habla de escritores noveles.
El diccionario Du Cange recoge que en latín medieval novella pasó a significar noticia: así se encuentra en francés nouvelle y en italiano novella, como en catalán antiguo. A partir de ahí, el sentido literario se lo da el Decamerón de Boccaccio (1351-53), quien adopta el vocablo a falta de otro más preciso:
Intendo di raccontare cento novelle, o favole o parabole o istorie che dire le vogliamo.
El autor florentino se basó en tradiciones anteriores, los fabliaux, los exempla, las historietas orientales, la novela helenística y la caballeresca. Menéndez Pidal recuerda la Disciplina clericalis del judío aragonés Pedro Alfonso (siglo XII). En la corriente más moralista de este acervo cultural, se encuentra El conde Lucanor (1335), de don Juan Manuel, que llamaba enxiemplos a sus cuentos. Boccaccio abrió camino a las series de relatos desinhibidos como los cultivados luego por Geoffrey Chaucer (siglo XIV), que los llamó tales, o Margarita de Navarra (siglo XVI), que los llamó nouvelles. Pero es que todo esto son manifestaciones del género del cuento y no de la novela, tal como la entendemos en español.
Los traductores francés, castellano y catalán del Decamerón toman la palabra durante el siglo XV, la cual aparece también en el Siervo libre de amor, de Rodríguez del Padrón. Favoreció sin duda la introducción de novela en castellano el sentido de nueva como noticia, sobre todo en plural, ya desde el Mio Cid. La Iglesia había traducido el griego evangelio (eu-angellion: buena noticia) como bona adnuntiatio y en castellano buena nueva: véase Covarrubias (1611) y compárese con el antiguo inglés good-spell —gospel. Aunque el buen mensaje era estrictamente el de la resurrección y redención, no está de más preguntarse qué habían sido los evangelios en los siglos I-II sino unas novelitas o historietas sobre un personaje entonces muy novedoso, Jesús.
El marqués de Santillana, en la Comedieta de Ponza, equipara novela a “plazientes cuentos” que se explican en sociedad. Alonso Fernández de Palencia (Universal vocabulario, 1490) define novelero como “derramador de fama de cosas nuevas”, y Nebrija, por los mismos años, como “contador de novelas”, que dice que son “conseja para contar”, o sea, rumor, historia, novedad, oral y a menudo ligera. Es aún un neologismo en el Diálogo de la lengua, de Valdés (1535), que lo equipara a cuento. Juan de Timoneda advierte que su Patrañuelo (1567) está compuesto de patrañas:
Y semejantes marañas las intitula mi lengua natural valenciana rondalles y la toscana novelas, que quiere decir: “Tú, trabajador, pues no velas, yo te desvelaré con algunos graciosos y asesados cuentos”.
Covarrubias redunda todavía en 1611 en las ideas algo indefinidas de Palencia y Nebrija, aunque pone como clave de bóveda o ejemplo las novelas bocacianas.
Cervantes, al publicar sus breves relatos, los denomina novelas y dice que es el primero en haber novelado en lengua castellana.
Durante los siglos XVI y XVII las novelas en España solían ser historietas amorosas, a menudo obritas italianas y francesas traducidas. La foránea frivolidad del tipo de novedad que señalaba el término era tan evidente, sobre todo después que la Inquisición prohibió el Decamerón (1559), que Cervantes, al publicar sus breves relatos, los denomina novelas y dice que es el primero en haber novelado en lengua castellana, pero añade que son ejemplares, moralmente hablando, para entroncar así con la tradición medieval del enxiemplo, como el de Juan Manuel. Lope de Vega, en cambio, se suma a la moda y dedica a su joven amor tardío, Marcia Leonarda o Amarilis, una serie de “novelas” al estilo extranjero.
Esta es, claro, la historia del cuento. La enciclopedia italiana de 1934, la Treccani (visible en línea), atesora una espectacular entrada sobre novella, es decir, cuento breve y novela corta, que abarca desde Sinuhé hasta el Cándido de Voltaire, las novelillas de Pedro Antonio de Alarcón y la serie del padre Brown, de Chesterton. Pero eso, ya se ha dicho, es otro artículo.
De novela como relato breve a novela como relato largo
La mayoría de las lenguas europeas, pues, utilizan un derivado del latín medieval romanice para hablar de relato ficticio largo en prosa, menos el castellano (con el catalán y el gallego) y el inglés, que emplean novela. Ahí va un cuadrito simplificado:
Idioma | Cuento o novela corta | Relato extenso o novela |
---|---|---|
español | Ejemplo, fabla, historia, novela (hasta el XVIII), cuento | Novela (desde el XVIII) |
italiano | Novella, racconto | Romanzo |
francés | Nouvelle, conte | Roman |
inglés | Novel (hasta el XVII), tale | Romance (hasta el XVII), novel (desde el XVII) |
Ni el Amadís de Gaula (siglo XV) ni La Celestina ni el Lazarillo (siglo XVI) ni el Guzmán de Alfarache ni el Quijote ni Persiles y Segismunda ni el Buscón ni el Criticón (siglo XVII) nacieron como “novelas”. Eran “libros de caballerías”, historias, libros, tragicomedia (La Celestina). Novela es el Curioso impertinente, inserta en el Quijote, pero no todo el libro (segunda parte, capítulo III).
Los estudiosos acostumbran a hablar con grandilocuencia de “primera gran novela” o de que es “precursora del género”, etc. Pero en filología el nombre sincrónico (una suerte de endonimia temporal, la palabra empleada en su momento) debería ser importante, porque ayuda a registrar mejor la génesis de un concepto.
En francés la Princesa de Cléveris de Madame de La Fayette, el Telémaco de Fénelon, la Nueva Heloísa de Rousseau, nacen ya como romans o así son llamados poco después, como registra el artículo correspondiente de la Enciclopedia francesa. En España, el término novela tardó más en redefinirse. A mediados del siglo XVII, Vélez de Guevara titula su Diablo cojuelo —sátira moralizante en prosa— como novela. Todavía en 1737, el gran erudito Mayáns y Siscar (que por desgracia no conoce ni Dios, más que los especialistas) llama novela a la Galatea cervantina, seguramente por ser pastoril, y a sus Novelas ejemplares, y habla de un género de novelas de “la vida pícara”. Luego aclara que:
Yo soy de sentir que entre cuento y novela no hay más diferencia, si es que hay alguna, que lo dudo, que ser aquél más breve. Como quiera que sea, los cuentos suelen llamarse novelas y las novelas cuentos, y éstos y aquéllas, fábulas.
El término por lo tanto fluctúa, pero no se le ocurrió a Mayáns llamar novela a la Historia del ingenioso hidalgo don Quijote. Es durante el siglo XVIII cuando las traducciones de novelas extranjeras y la producción de propias dan al vocablo en español su sentido actual.
Dicen las enciclopedias al uso que la historia aramea de Ahiqar es precursora del género.
Breve historia del concepto de novela como relato largo o roman
Puesto que este artículo es etimológico y no estrictamente literario, es mejor que no nos metamos en camisa de once varas. Dicen las enciclopedias al uso que la historia aramea de Ahiqar es precursora del género, aunque de carácter sapiencial. De ahí sigue una larga serie de ejemplos orientales, sin desdeñar por supuesto el Genji monogatari. En literatura comparada tendrían y tienen un papel clave, pero el centrismo occidental (a veces específicamente transpirenaico o norteño) sólo acepta ciertas exquisitas influencias. Se cifran pues como sus antecedentes la Odisea, los cuentos incluidos en las historias de Heródoto, la elegía alejandrina, etc.
Se considera la anónima Novela de Nino (siglo I a. C.) un primer modelo: historia larga de amor con aventuras y peripecias, de estilo más bien pomposo. A partir del I d. C. aparecen los ejemplos de novela amorosa griega de autores como Caritón de Afrodisia, Antonio Diógenes, Jenofonte de Éfeso, etc. Esta línea sigue hasta la novela bizantina y, a la postre, el Persiles cervantino. Son de otra tradición más ligera y jocosa, a menudo en primera persona, las Historias milesias de Arístides de Mileto, con influjo en el Satiricón de Petronio y en el Asno de oro de Apuleyo:
Yo te voy a tejer varios cuentos en este estilo milesio y te acariciaré los oídos benévolos con alegre susurro.
Todo esto no eran “novelas” ni “novellae”, claro, sino mythoi (o cuentos) y fabulae. Después se produce el hiato medieval occidental. Romanice loqui era hablar romance, es decir, el latín evolucionado. Con esa palabra, roman, se compusieron poemas y luego relatos en prosa de las leyendas de distinto ciclo: el de Arturo, el de Carlomagno, el de Troya, el de Alejandro, el de Eneas, el de Tebas. Chrétien de Troyes (siglo XII) es el máximo exponente. Dio lugar a la larga a la literatura de caballerías, con influjo en toda Europa, incluida España, y su prima hermana la novela cortés, roman courtois o romanzo cortese.
El término romance es en español, sin embargo, el portante de un género bien popular y distinto, poemas épico-líricos breves (dice Menéndez Pidal), cantados como mucho desde el siglo XIV. Por ello, los romans de chevaleries galos se llamaron en España sólo libros y a la postre hubo que actualizar la palabra novela, como se ha dicho antes, para que cupiera en ella el roman europeo e incluso las manifestaciones propias anteriores.
Aquí la gracia está en el debate sobre cuál fue conceptualmente la primera novela moderna, que se imbrica de algún modo con la polémica sobre el ser de España, en la que han metido baza Menéndez Pidal, Américo Castro, Claudio Sánchez-Albornoz, Fanjul, González Ferrín, García Sanjuán… Es un tanto paradójico que el español sea una de las últimas lenguas en fijar una nomenclatura para el género y pretenda ser la primera en haber producido la cosa aún no nombrada. También tendrá que ver con el ser del país. Y lo digo sin acritud.
Castro (España en su historia, 1948) proponía que el sentido de “nuevas” en el Mio Cid como relato o noticia reciente proviene semánticamente del árabe hadiz y que de ahí pasó al italiano novella. Corominas opina de una de estas teorías de Castro al respecto de novela que no es de las que “se imponen o por lo menos no está formulada en términos bien claros”. La bestia negra de Castro, Sánchez-Albornoz, fue menos diplomático y despachó con un bufido más o menos razonado tanto esa como el resto de sus hipótesis. El maestro de Castro, Menéndez Pidal (España, eslabón entre la Cristiandad y el Islam, 1968), había sido más preciso al atribuir una primacía al Filósofo autodidacta del andalusí Ibn Tufail (siglo XII), un Bildungsroman del que el Criticón de Gracián es el modelo europeo. Añade Pidal, sin embargo, que es difícil que Gracián hubiera leído directamente a Ibn Tufail.
El islamólogo posmoderno González Ferrín (Cuando fuimos árabes, 2018) querría que los españoles reivindicaran aquella novela como precursora europea —a fin de cuentas, se escribió en la península ibérica, aunque fuera al-Ándalus— y no la Celestina o el Lazarillo o incluso el Quijote.
De hecho, de La Celestina, considerada la primera muestra europea del género, el célebre hispanista Deyermond (Historia de la literatura española, I, 1981, p. 311) opina que “siendo la terminología medieval imprecisa (…) hemos de tomar una decisión propia en cuanto a la categoría a la que una obra pertenece (…). Posee las cualidades que exigimos a una novela moderna: complejidad, la consistencia de un mundo imaginario y real (…), penetración sicológica y una imbricación convincente ente argumento, tema y personajes”.
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