
El primer elemento de este cultismo griego ha dado el prefijo para indicar falsedad, como en tantos derivados: pseudomedicina, pseudopoeta, pseudocientífico. Lo usamos también para escritos apócrifos o textos de autoría discutida, como el evangelio del pseudo-Mateo, el pseudo-Areopagita, el pseudo-Cicerón, es decir, la Retórica a Herenio, o los pseudo-Plutarcos.
Su raíz es ps-, en grado cero (o sea que no tiene ninguna vocal entre las consonantes) más una extensión -eud-, que a veces aparece también en grado cero -ud-, siendo -u- una semiconsonante, como en psud-rós, mentiroso. Existe, según Chantraine, otra voz emparentada, en sánscrito: bhástrā, cuyo significado vendría a ser “odre” o “fuelle”, aunque en compuestos -psu- se traduce como soplo. Es decir, que el griego pseûdos, mentira, provendría de un étimo que significa soplido. La falsedad es aire. Perfectamente.
El término pseudónimo aparece en el corpus clásico como algo o alguien que recibe un nombre de manera inapropiada.
En cuanto a -ónimo, evidentemente proviene de ónoma, “nombre” en griego, hermanado con el latín nomen, el sánscrito nama, el protogermánico *naman y el inglés antiguo nama, entre otros. Pokorny afirma que el étimo indoeuropeo tendría tres variantes: *enomn/onomn/nomn, con la segunda N vocálica, que el griego acaba vocalizando en -a. Se dan ejemplos de antropónimos en lacónico (un dialecto dorio) en Enym-, pero en el resto del griego hay una asimilación de la e-o- a o-o-: ono-. Nuestro etimologista helénico de cabecera —Chantraine— dice que se adapta el lexema a un tema en -mn(t), evolucionado a -ma(t), como tantos otros en griego: díplō-ma (genitivo dimplō-mat-os), sýstē-ma (systē-mat-os), etc. En cuanto a la ípsilon (Y), en vez de la ómicron (O), de los compuestos (-onyma), asevera el autor checo que es dialectal y el francés que se ha explicado como vocalismo reducido o disimilación, que son tecnicismos de poca importancia.
El término pseudónimo aparece en el corpus clásico como algo o alguien que recibe un nombre de manera inapropiada. En el Prometeo encadenado, de Esquilo, Kratos, enviado por Zeus para castigar el robo del fuego, supervisa cómo Hefesto aherroja al titán, a quien le espeta con ironía (vv. 82-87):
Basta de ensoberbecerte y los honores de los dioses
No arrebates más para darlos a mortales (…).
Por falso nombre (pseudónymōs) te llaman los dioses
Prometeo. Ahora te conviene con previsión (promēthéōs)
Ver cómo te sueltas de este artefacto (las cadenas).
Como apodo literario no se emplea pseudónimo en griego clásico ni tampoco en latín, que ni adopta la voz ni nombra la idea. En la cultura grecorromana los autores acostumbran a ser más francos. Platón, el de espaldas anchas, es el sobrenombre de Aristocles, pero no un alias artístico. A Arquíloco quizá le hubiera venido bien usar un nombre supuesto en sus diatribas contra Licambes, el padre de Neóbula, la joven que amaba. Lo mismo al latino Nevio, encarcelado por burlarse de los Metelos. Pero lo cierto es que los yambógrafos, como Hiponacte, los comediógrafos, como Aristófanes, y los satíricos antiguos, como Lucilio, escribían sus obras incómodas a pecho descubierto y criticaban con mucha libertad al que les parecía ladrón, adúltero, asesino, como advierte Horacio (Sátiras, 1.4 vv. 1 y ss.).
La censura augustea prácticamente se estrenó con Ovidio, quien no empleó pseudónimo alguno para publicar el Arte de amar, una de las causas de su destierro. Lígdamo, autor de elegías del corpus de Tibulo, se dice que sería acaso un alias de Ovidio, pero es más bien una conjetura moderna, que atribuye poemas a fin de cuentas menos procaces que la producción media del vate de Sulmona. Entre las mujeres, ni Safo ni Sulpicia ni Hipatia se escondieron tras otro antropónimo, ni femenino ni masculino, como sí lo hicieron en los albores del feminismo contemporáneo George Sand, Fernán Caballero o Víctor Català.
La moda del pseudónimo toma impulso con el Renacimiento, aunque el término en sí tarda en consolidarse.
Nombres falsos sí que se emplearon para encubrir a las amadas. Lesbia y Cintia eran Clodia y Hostia, tormento respectivo de Catulo y Propercio. Otro tanto hizo Tibulo con sus amantes y Ovidio con Corina, si es que realmente existió. Durante la Antigüedad tardía y el Medievo el nombre inmortalizado bien podía ser distinto del propio, por razones de transmisión posterior, no de ocultación de identidad. Gran cantidad de autores medievales presentan un nombre de pila y un topónimo de procedencia, colocado acaso más tarde.
La moda del pseudónimo toma impulso con el Renacimiento, aunque el término en sí tarda en consolidarse. Va un poco a la par del anonimato. Este término está formado, claro, por el mismo segundo compuesto que el anterior pero con el prefijo de privación an-. En griego clásico se usa con el sentido de “sin nombre”. Aristóteles dice que no hay denominación o literalmente es anónimo el género en que se engloban distintos metros o los diálogos socráticos. Demóstenes contrapone en las Filípicas a hombres desconocidos (anónimos) y famosos. Pero, como ocurre con pseudónimo, tampoco se usaba anónimo con el valor literario actual.
Son, en la era moderna, los textos pretendidamente anónimos o atribuidos a personajes ficticios, como la novela picaresca, los que abren camino al pseudónimo. Los anagramas iban muy bien para ocultarse, como Alcofribas Nasier, que fue uno de los de Rabelais. Precisamente la afirmación de la personalidad condujo a su enmascaramiento.
Es muy fácil confeccionar una lista de alias: Henry Beyle se llamó Stendhal, Pablo Neruda fue Neftalí Reyes, etc. Pero mejor dejarlo a la iniciativa de los lectores.
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