Dos agradables sorpresas ofrecía, en su regreso, la décima edición de la
Feria Internacional del Libro de Caracas (FILC), que se realizó, bajo el lema
"¡Pasa la hoja: la lectura está en el parque!", desde el 30 de mayo
hasta el 8 de junio, luego de su forzoso receso de tres años. La primera de
ellas, sin duda, la constituyó el hecho de haber sido instalada en el parque
Los Caobos; y la otra, que la entrada era gratuita.
Es inconcebible que una ciudad aún trajeada de verde, como es el caso de
nuestra malograda Caracas, se empecine en negar sus espacios abiertos para el
desarrollo de actividades públicas, negándose a su vez una de las pocas cosas
envidiables que aún ostenta: su clima. Las anteriores ediciones, realizadas en
la laberíntica zona rental de la Universidad Central de Venezuela, además de
parecer un homenaje a Borges no ofrecían la plácida comodidad del manso verdor
de aquel parque concebido para unir la zona cultural de Caracas con el cada vez
más creciente este de la ciudad.
De igual manera, resulta descabellado que un país con un público tan reacio
a la lectura (infinitas, antropológicas, culturales, económicas razones
agotarían una llana explicación), se dé el lujo de pechar el interés del
público por el libro. Más aun, tratándose de un Estado tan dispendioso en
otras actividades muchísimo menos útiles para el desarrollo cultural de la
nación.
Los diversos foros, talleres, charlas, conferencias, rondas de negocios,
además de las clásicas lecturas poéticas y firmas de libros, prometían a los
visitantes una incansable actividad. Vale acotar que casi todos los eventos
anunciados tuvieron feliz término. Algunos espectadores no correrían con igual
suerte, pero esos testimonios escapan del ámbito de esta reseña.
Visité la FILC una tarde de viernes que amenazaba con lluvia. Mi primera
impresión borró cualquier duda sobre la pertinencia de la sede escogida:
zanqueros, músicos ambulantes, fácil acceso desde el metro (que ante el
infernal tráfico caraqueño supone cierta garantía de asistencia), la
cercanía de instituciones como la Galería de Arte Nacional (GAN), el Ateneo de
Caracas y el Museo de Bellas Artes (MBA), en cuyas sedes se escenificarían
algunos de los eventos pautados; además de mucho verde y frescura natural,
propiciaban en el visitante la disposición a un disfrute y a una distensión
que, más que necesarios, se hacen indispensables en un país que ha construido
su percepción de la realidad con retazos de marchas, pugnacidad, violencia y
las proverbiales amenazas proferidas en el programa televisivo menos visto pero
más polémico de la actualidad venezolana: el dominical Aló, Presidente.
La feria, en esta edición, no contó oficialmente con un país invitado de
honor. Sin embargo, Norma y Planeta trajeron a cinco autores colombianos de las
nuevas generaciones literarias: Mario Mendoza, autor de Satanás, ganador
del premio Biblioteca Breve Seix Barral 2002, Enrique Serrano, autor de Tamerlán,
Efraím Medina, con su novela Érase una vez el amor pero tuve que matarlo,
Juan Diego Mejías, con Camila todos los fuegos y Guillermo González
Uribe, periodista de la revista Número y autor de Los niños de la
guerra, editado por Planeta. Además (y aquí siento la tentación de decir:
por supuesto), Cuba —en el momento de mayor aislamiento cultural de su
historia revolucionaria— estuvo presente con las editoriales Casa Editora
Abril, Ediciones Cubanas, Capri Continental, Pueblo y Educación, Capitán San
Luis y Génesis Multimedia. Consultadas en torno al comportamiento del público,
todas las editoriales presentes acusaron un volumen de ventas que superó sus
expectativas.
Más allá de las formalidades y los datos estadísticos, mi incursión en la
feria me dejó un sabor extraño. La primera impresión que recibí al entrar en
contacto con los stands, fue la de sentirme acosado por la ubicua presencia de
textos con el rostro en portada del "Ché" Guevara, la nueva figura
mítica de un curioso revival en las esferas del poder en Venezuela.
En nuestro país son muchas las instituciones que, a pesar de tener en Monte
Ávila una editorial oficial del Estado, dedican un porcentaje de su presupuesto
a publicar libros. Ha sido parte de los vicios estructurales de la concepción
de la cultura, que ha devenido en no pocos ejercicios de oportunismo político.
En esta visita a la FILC encontré libros de organismos oficiales sumados a esa
práctica cuyos títulos, en muchas ocasiones, abordaban temas políticos. Es
decir, el gobierno que más cadenas de radio y TV ha emitido en la historia
democrática venezolana, al parecer no ha explicado lo suficiente sus puntos de
vista, por lo que ofrece al mercado editorial textos que abordan dichos temas.
Por otra parte, un país con un riguroso control de divisas desde hace varios
meses, difícilmente podía contar con la presencia de numerosas editoriales.
Las nacionales, por la ausencia de insumos para la elaboración (que en muchos
casos son importados), y las foráneas, por razones obvias. Ese vacío fue
llenado, además de las anteriormente mencionadas, con las editoriales
universitarias, cuya atención se centra, como es de esperarse, en textos
técnicos y críticos. Es decir, la literatura imaginativa, usando un gastado
lugar común, brilló por su ausencia.
Pero la literatura suele sobreponerse a la adversidad. El joven narrador
Fernando Cifuentes, en plena crisis económica y política, nos regaló la buena
noticia de su premio en el Concurso Alfonso VIII, en España. Y su actitud de
promocionar su obra con dignidad. Otros venezolanos tampoco cedieron terreno al
pesimismo, y allí estuvieron, atendiendo a sus lectores.
Salí de la feria, luego de treinta minutos (tiempo suficiente para recorrer
todos los stands), vigilado por la mirada retadora del héroe de la Sierra
Maestra, sintiéndome que afuera no podía esperarme el metro, ni las torres de
Parque Central, ni el hermoso Teatro Teresa Carreño, ni nada que hubiese sido
edificado luego de la década de los sesenta, desde donde curiosamente nos
encontrábamos, celebrando con alborozo la revolución del glorioso pueblo
cubano, a la que el país se había sumado en un extraño giro de la historia
conocida.
"Hasta la victoria siempre", quise gritarle, con una mezcla de
rabia y sorna, a un diputado oficialista presente, al que nunca se le ha
escuchado una sola palabra en favor de la arruinada cultura venezolana, y que
iría de seguro a comprar el tomo con las "obras completas" de otro
diputado oficialista, conocido como "el poeta de la revolución", el
cual tenían en el stand de Monte Ávila, a pesar de no haber sido editado por
ese sello. Al fin, me dije, comienza a asomarse la tan anunciada
"revolución cultural".
Al salir, luego de tomarme un café, caminé sin prisa en busca del metro,
lamentando la conspiración (palabra de moda en Venezuela) que mi bolsillo
había puesto en marcha y que me fue imposible sofocar: no pude comprar el
volumen que la exquisita Biblioteca Ayacucho había editado con una selección
de novelas que ya no se encuentran de ese lujo de la lengua que se llama Adolfo
Bioy Casares, y que —para mayor dolor— ofrecía en oferta.