Querida:
Realmente deseo alertarte. Te suplico que viajes lo antes posible. No sé
qué pasa con las líneas telefónicas, tan precarias en este pueblo de mala
muerte. El único transporte dejó de funcionar y el tipo de la camioneta azul
se negó de manera rotunda a acercarme algún sitio.
No puedo cruzar esas rutas polvorientas a pie, las distancias son abismales,
moriría de sed en el camino. El pueblo es estático y a nadie le preocupa nada.
La inercia se respira en el aire.
No me importa el negocio del anticuario y maldigo la hora en que acepté
venir para tasar los espejos. Definitivamente son antiquísimos, pero a esta
altura el tema se ha diluido como la arena en la arena.
Te aseguro que la gente ha tomado mi llegada y mi propósito como un
sacrilegio, como demoníaca forma de profanar la historia de este lugar.
Hay quince habitantes y una salina abandonada, eso es todo.
No fue fácil soportar la mirada espesa de los lugareños, y menos ahora, que
saben que encontré al señor Lousseat. La gente no es solidaria, vive con
fastidio, ocultando gestos, no quieren hablar de espejos, dicen que en todo el
pueblo no existe siquiera uno.
A la hora de la siesta el caserío muere poco a poco, el sol lo arruga
despacio, y los perros ladran incansablemente. Estar afuera es imposible, se
pierde la razón en poco tiempo, la gente se esconde y cierra puertas y
ventanas.
Ayer apareció un paisano, venía del monte, creo. Le pregunté por Lousseat.
El hombre se mantuvo en silencio un buen rato, luego mostró las manos curtidas
y habló de la salina, de su vida entregada a la eterna salina. Dio unas vueltas
y dijo: —Usted no debió venir. Pero si es su deseo iremos de madrugada.
Horas antes del sol, atravesamos el monte de espinillos y detrás de una
lomada divisé la casa. Es un antiguo casco de estancia. Los pocos árboles de
la zona se concentran, lo cobijan y lo encierran.
El campesino no habló durante la travesía, sólo escuché mi respiración
agitada en el silencio de la indefinida mañana. Luego sorteamos un último
alambrado. La casona es oscura, con techos altos y pisos de madera, y en la sala
principal, imponen los espejos su presencia para ampliar el universo y proyectar
habitaciones y pasillos hasta el infinito.
¿Cuántas verdades devoraron los malditos cristales a lo largo de los
siglos?
Creí que el laberinto de espejos para ese viejo solitario y quizá olvidado
en el pueblo sería una suerte de compañía.
Avanzamos hasta la antesala donde aguardaba Lousseat enfrentado a un espejo,
de espalda a nosotros.
Descubrí su mirada quieta, fija, quizá serena. El hombre nos recibía a
través de su espejo. Nada más trivial que un hombre enfrentado a un espejo.
Tal vez estuviera acostumbrado a mirar la vida desde allí, de espalda a la
realidad. Quizá tomara los espejos por ventanas y se viese desde afuera o entre
tanta soledad se hubiera transformado él mismo en su propio público para
mirarse como si fuese otro. O él ya era otro y su vida estaba en los espejos,
en cada espejo: Lousseat podría ser el reflejo, la imagen de un ser que vive
entre arena y vidrio.
Me encontré observado, incómodo, quise irme, volver rápido a casa, pero
Lousseat y el campesino ya habían intercambiado unas palabras. Cuando se dio
vuelta le estreché la mano y me sorprendió descubrir que era ciego. ¿Qué
hace un ciego frente a un espejo? Sólo se deja mirar por ojos que no reconoce.
Sé que retiré la mano, aunque le busqué el alma.
Detrás de mí, un espejo inmenso duplicaba a Lousseat a sus espaldas en el
mismo espejo donde se reflejaba mi extrañeza.
Lousseat y su imagen esperaban que comenzara a hablar, que me presentara de
alguna forma. Durante un instante no supe a quién dirigirme, como si una
secreta complicidad los mantuviera unidos, a él y a ese otro, tan huidizo.
Expliqué al anciano la intención de mi visita, pero le llamó la atención. Ha
sido un error, dijo, no existen motivos para que me desprenda de estos espejos.
Quise recordarle que habíamos recibido una carta sellada y firmada por él. Sin
embargo, el anciano no alteró sus milenarios gestos: Ya ha sucedido antes, de
todas formas es un error.
Y allí morían nuestros planes; por cierto insistí un tanto más, pero se
negó, creo que ni siquiera me escuchaba. Váyase, ya estoy muy viejo. El
anciano caminó hacia mí, y le pidió al campesino que me acompañara. Creí
ver algo detrás de sus espaldas, pero el ciego tomó mi brazo y nos escoltó
hasta la puerta de la antesala. Hasta aquí llego, dijo, adiós, hasta siempre.
Entonces me di vuelta, y vi. Vi a otro Lousseat atrapado en aquel espejo.
Pero también vi allí mi imagen, resignada, lenta, en una actitud diferente,
desconocida, observándome.
El campesino no volvió a mirarme.
Te escribo desde un paraje casi derruido, se llama Carmen, está frente a la
plazoleta de la antigua estación. La señora que atiende ha dicho que mañana
recibe gente y que debo irme. Sé que es mentira, que no se trata de eso y sé
también que cuando vos vengas a buscarme ella argumentará que jamás he
regresado de la casa de Lousseat.
Aún no decidí qué hacer, pero en principio, voy a esperarte o simplemente
voy a resistir, por si acaso me encontraras en este inhóspito pueblo, y yo
tranquilo e inalterado o quizás sin reconocerte te pidiese que te vayas, y te
convenciera de que ha sido un error, que nunca existieron motivos para haberte
enviado alguna carta.