Odilón Roca, un periodista forjado al calor de la militancia comunista de
los años setenta y quien sufría ataques crónicos de poeta incomprendido, era
uno de esos personajes morbosos y de mal gusto, que gustaba del arte de sonrojar
e incomodar a sus amigos cada vez que reincidía en el acto inopinado de relatar
con lujo de detalles las intimidades, excesos y hallazgos incesantes de su vida
sexual, en reuniones y cenas donde, como un hecho previsible y cada vez más
detestado, tomaba la palabra por asalto y no interrumpía su gelatinosa perorata
antes de que el resto de los invitados comenzara a despedirse del anfitrión en
turno, en medio del fastidio y la repulsión unánime a los que solían conducir
los relatos eróticos de este falso mesías de la liberación sexual del fin de
siglo, un guerrillero-poeta nostálgico y trasnochado, representante legítimo
de un extravío colectivo donde ideología y perversión se entremezclaban,
produciendo un efecto perturbador y repulsivo.
Reincidente y perverso, a Odilón parecía no importarle que su mujer se
ruborizara cada vez que se adentraba en los temas sexuales, narrando su
experiencia como pareja "alternativa y experimental". Una noche, por
ejemplo, disertó sobre el punto G para aderezar la ensalada de palmitos y
berros que había preparado la esposa de un funcionario cultural, y quien
solicitó de manera expresa no hablar de política en su casa. Odilón
aprovechó entonces lo acotado de la agenda temática de la conversación para
describir, con lujo de modales sumamente ordinarios, cómo su mujer debía
engancharse con las piernas a su cuello, y cómo él debía moverse de manera
circular y con los brazos abiertos en cruz, a fin de dar con las puertas del
orgasmo total, a cuyo súbito hallazgo su mujer respondía ladrando y
convulsionándose durante casi media hora de intenso placer, que sólo terminaba
cuando ella secretaba una singular eyaculación, mezcla tibia de jugos vaginales
y orina, que les obligaba a cambiar las sábanas por temor al resfrío.
María, su mujer, una cuarentona sin hijos, pecosa, de largas y rubias
trenzas adornadas con pequeñas flores de papel, viva imagen de Janis Joplin,
eslabón perdido del 68, zopilota de las playas de Cipolite, a quien nunca
conocimos la voz ni la nacionalidad, miraba enrojecida su plato como aceptando
en silencio sus hazañas: "Pues si, ésa soy yo".
Otras veces Odilón hacía insufrible la sobremesa exponiéndonos con
amplitud sus teorías del Orgasmo Múltiple, o bien pretendía deleitarnos el
postre con su catálogo de técnicas masturbatorias y penetraciones imposibles.
También podía recrear a detalle momentos de alta intensidad coital: aquellos
arrecifes del Caribe, infestados de tiburones, en los que se entregaron a la
pasión del sexo subacuático; la noche inolvidable en la catedral gótica de
Chartres, o la mañana feliz en la que él y su mujer despertaron semidesnudos
en el camellón del Paseo de la Reforma.
Hastiados de su conversación, al poco tiempo lo dejamos de invitar a
nuestras reuniones. Sólo así Odilón y su fantasía sajona desaparecieron de
nuestras vidas por algún tiempo, en el que, por fortuna, recuperamos el apetito
y el placer de la amistad. Cierto día, meses después de que le condenamos al
exilio, lo encontré solo y visiblemente afectado a la salida de un cine.
Entonces me refirió una historia que comenzó el día que le regaló a María
un inofensivo dildo con baterías recargables, tras el regreso de un viaje en el
que exploró hasta agotar las tiendas de artilugios sexuales de la ciudad de San
Francisco.
Un dildo, acaso sea inútil explicarlo, es algo más que un simple pene
artificial de plástico al que también podemos reconocer por el nombre de
consolador. Representa, a mi modo de ver, la erección perenne del pene. Jamás
flácido, nos recuerda nuestras posibilidades, pero también nuestras
limitaciones masculinas. A través del dildo nos vemos en el espejo de nuestra
miserable virilidad. Su erección eterna está ligada a las primeras letras de
su nombre: pene. Pene que penetra perseverante, que perfora, que persigue y que
perdura, pene no pensante y sin penas, peligroso, pétreo, pelado, perverso y
pesado, perturbador.
La historia referida por Odilón comienza un poco antes del singular obsequio
a su mujer. Al cobijo de una cantina me contó el resto de la tragedia.
"Hubo un tiempo en que nuestra relación sexual era perfecta, no había
lugar para la insatisfacción pero sí lo había para el exceso; con el tiempo
nos alejamos de la gente, exploramos todos los rincones de nuestro cuerpo y
nuestra imaginación, llevamos a su límite las posibilidades de la carne. Nos
entretuvimos en la observación y el estudio meticuloso de decenas de videos
pornográficos y los perfeccionamos con nuestra propia aplicación en la cama;
dejamos atrás las simplificadas técnicas y sugerencias del Kama Sutra;
sexo y gastronomía se nos volvió una costumbre, a grado tal que por un tiempo
mudamos nuestra habitación a la cocina de la casa.
"Hasta que un día decidí regalarle a María un dildo. Era un modesto e
inofensivo dildo que no superaba en proporciones a mi propia naturaleza fálica,
pero ella lo recibió con evidente desprecio, como si aquel regalo la hubiese
decepcionado. Tal vez imaginó que aquel obsequio era una forma sutil de poner
una tregua a nuestras pasiones desmedidas, tal vez el dildo la despertó
bruscamente de un largo sueño sexual en el que los únicos protagonistas
posibles éramos ella y yo. No lo sé, lo cierto es que dio la vuelta, arrojó
el dildo en un cajón del armario y me dejó de hablar por varios días.
"Pasaron semanas en las que también nos dejamos de tocar, hasta que una
de esas noches de televisión prendida y hormonas apagadas María se levantó
para dirigirse al armario. A su regreso traía el dildo entre las manos como
dispuesta a estrenarlo. Su iniciativa me entusiasmó de inmediato, pero María
se envolvió en las cobijas como dispuesta a no compartir nada de sus apetitos
conmigo. Así fue, minutos después jadeaba y se retorcía de placer gracias a
la complicidad de su nuevo compañero, que de pronto ocupaba mi lugar en aquella
cama y en aquella mujer que hasta entonces era sólo mía. Terco y excitado,
deslicé mi mano con suma cautela hasta sentir la curvatura de sus muslos
tibios, pero entonces recibí por única respuesta un manazo y un gruñido
amenazador. En un gesto de dignidad —o cobardía— abandoné el cuarto y
dormí aquella noche en la sala.
"Desde entonces todo empezó a descomponerse. En un principio el dildo
me sustituía cada noche, después la sorprendí usándolo a todas horas con una
afición desorbitada, lo mismo durante el desayuno que en el horario
originalmente destinado a sus lecciones de yoga frente al televisor. Incluso
solía despertarme en algunas madrugadas, cuando un movimiento trepidante del
colchón y un maullido gatuno delataban a mi mujer y a su amante mecánico en
uno más de sus ayuntamientos amargos.
"Llegado el momento decidí pasar a la ofensiva. Luego de varias semanas
en las que María sólo parecía vivir para aquel monstruo, no tuve mejor
opción que secuestrarlo al primer descuido de su amante y rebanarlo como una
zanahoria en la mesa de la cocina, que alguna vez, por cierto, fue el escenario
de nuestros mejores desenfrenos. Me deleité en su destrucción, convencido de
que de esa forma rompería el hechizo al que mi mujer se encontraba sometida.
"Eso ocurrió una tarde que María había salido de compras. A su
regreso la esperé orgulloso con los restos descuartizados del tirano dispuestos
sobre la mesa de centro del recibidor, pero María apenas se alteró cuando vio
el cadáver desmembrado de su artefacto y con un ademán amenazador descargó
sobre la sala el arsenal de dildos que había logrado comprar al mayoreo a un
importador de productos sexuales en un barrio del centro de la ciudad. Con una
sonrisa insoportable empezó a mostrarme sus nuevos juguetes: se trataba de una
amplia colección de penes de plástico de diversos, tamaños, colores y formas.
En especial me impactó un enorme falo pigmentado de negro que debía medir no
menos de cuarenta centímetros de largo y con un grosor imposible de abarcar por
el puño de la mano más grande del mundo. Aquel dildo era extraordinariamente
grotesco y agresivo, con el glande negrísimo y el tronco salpicado de picos
como el bastón acorazado de un guerrero medieval. Me pareció incluso que la
bestia tenía ojos, y que me observaba con la misma furia que alguna vez
advertí en un negro del Bronx, que años atrás me asaltó una noche descuidada
en el Central Park de Nueva York.
"Ya nada podía hacer. Sólo contemplar cómo se entregaba plena y
fascinada a sus nuevos e inanimados amantes. Mi casa se había convertido en una
especie de Sodoma de látex y silicón. María parecía secuestrada entre los
muros de aquel imperio fálico de importación. Intenté hablar con ella,
sugerí la visita a un terapeuta, la amenacé con abandonarla, pero nada
funcionó.
"Semanas después María rompió su prolongado mutismo. Entonces me
llamó al jardín de la casa para mostrarme su última y más fascinante
adquisición: se trataba de una prolongada tripa color carne cuyos extremos
remataban en dos glandes perfectamente delineados. Lo reconocí de inmediato
como un modelo de dildo que ya antes habíamos visto entrar en acción en alguna
escena lésbica de la pornografía que solíamos consumir en versión VHS. ‘Este
es un pene sin fin’, me dijo, ‘jamás termina, simboliza al universo y a la
vida, el principio y el fin de las cosas, el equilibrio eterno que en oriente
concibieron como un icono circular, el yin y el yang de un nuevo milenio fálico
que ya se anuncia por todas partes y que yo ahora he descubierto en su más alta
y fina expresión como un pene de dos cabezas; monstruo mítico y redentor,
representación perfecta del bifronte Jano. Con él pasaré el resto de mis
días. Ahora márchate y no vuelvas, ya no te necesito’.
"Ahora vivo extraviado por el mundo, durante algún tiempo busqué
consuelo en otras mujeres, pero no he vuelto a conseguir ni siquiera una tímida
erección, estoy aniquilado y sin rumbo. El sexo, y María con él, murieron
para mí".
Así terminó su triste relato Odilón Roca. No lo he vuelto a ver. En mi
casa, desde entonces, quedó prohibida la pornografía, la impúdica lencería y
cualquier clase de artilugios que puedan amenazar esa silenciosa, modesta, poco
espectacular pero imperturbable rutina de hacer el amor con mi esposa los
domingos de cada quincena, entra las nueve y las once de la mañana, cuando los
niños pasean por el parque acompañados de la sirvienta y de los perros.