Acabo de cerrar los ojos y un bolero atraviesa mi vientre y tus manos me
untan de sudor y de humo. El ritmo me hunde el ombligo y despierto.
De nuevo, el traqueteo del tren me desliza por las llanuras de la rutina. El
invierno es gris y discreto, recorre los cristales y pasa de largo, y con él mi
sueño. Hace siglos que sueño el mismo bolero y que siento la misma mano, pero,
cuando despierto, el mismo invierno y el mismo olmo y la misma extensión me
roban la melodía. Y es inútil cerrar los ojos, porque la tierra lo ocupa todo
y ya no huele más que a frío y a rancio. Y siempre un cincuentón con bigote y
cartera saca su bocadillo y me abre el periódico ante las narices. Podría
recitarle de memoria los ronquidos que, justo al cabo de diez minutos,
empezarán a sonar, podría dibujárselos en el aire y colgarlos en un
tenderete, para evitarle toda molestia. Pero no digo ni palabra, y en cuanto
cierra las noticias del día le sonrío con delicadeza y espero el primer
ronquido. El invierno no se altera, sigue pasando y de vez en cuando emite un
árbol, un fragmento de bosque o una bicicleta minúscula. A veces pasa una
mosca perdida en el tiempo. Otras, un estudiante encajado en sus auriculares.
Las más, una de esas altas y emperifolladas, con mil teléfonos móviles que me
joden el bolero a la primera. Las menos, una extranjera.
Una vez, ya hace tiempo, apareció nada menos que una. De eso ya hace muchos
años, y el viaje fue único. Y hasta acabó la cosa en fiesta y hasta comimos y
bailamos en el compartimiento. De ahí, el bolero. Yo no entendí nada de
aquella melodía, pero se me metió el ritmo en los zapatos y desde entonces me
pican los tobillos y siento que la cintura me disminuye. Pero lo bonito fue
cuando entre gestos y muchas sonrisas me lo tradujo o creyó habérmelo
traducido. Era algo así como... porque represento el pasado no me puedes
olvidar... y algo así como... es un pedazo de alma que te arranca sin
piedad... No sé, la verdad es que no hablaba muy bien mi lengua, pero me
dio pena cómo me lo dijo, cómo me lo dibujó en el vaho del cristal y cómo se
empeñó en que yo lo repitiera con ella, mientras los otros aplaudían y, al
final, hasta acabamos llorando y abrazadas... Nos salvó de los sollozos la
estrafalaria familia que había aparecido como por encanto, tras ella. Dos
jóvenes de ojos color cerveza, con el pelo al rape y los labios más carnosos
que he visto en mi vida. Y los padres, como averigüé después, del sur, de uno
de esos pueblos de color ceniza que atravieso con mi tren de vez en cuando.
Al principio, todo fue discreto, los muchachos bostezando desde sus trajes de
soldado raso, la madre intentando colocar las bolsas por todas partes y el viejo
subiendo y bajando la ventana entre pitillo y pitillo. Ella, intentando abrir un
libro y cerrándolo de golpe y volviéndolo a abrir, como si de las páginas
fueran brincando recuerdos en forma de oes de humo. Pero al otro, al que había
llegado después, a ése nadie lo vio. Se sentó en el pasillo, en un rincón,
en uno de esos asientos alados que los pasillos más amables despliegan como por
arte de magia. Luego, los minutos se fueron cansando del silencio y el viejo le
ofreció un pitillo a ella y la señora la animó. No es de marca, dijo
el hombre, pero venga, y le arreó una palmada en la pierna como para
desvergonzarla. En un abrir y cerrar de ojos, el escenario se transformó.
Había caído la noche y el tren andaba perezoso de luces, así que la intimidad
no tardó en unirnos, y digo unirnos porque ella me miraba y me sonreía y
tartamudeaba alguna palabra incomprensible de vez en cuando. Por fin una
extranjera, pensaba yo harta de tanto hastío y repetición, y también le
sonreía y le abría los ojos como para consolarla ante mi ausencia de palabras.
De repente, la mujer se levantó de un brinco y se alzó sobre el asiento y
entre equilibrios y caídas fallidas consiguió bajar una de las bolsas que con
tanto esfuerzo había colocado poco antes. Fue como en el cuento de la
cerillera, quiero decir, que, en un instante, aparecieron patas de pollo asadas
y salchichas hervidas y un montón de manos confluyeron ansiosas sobre el mantel
de papel de periódico. Los muchachos se erigieron sobre nosotras y de sus manos
empezaron a salir botellas de cerveza tibia. No se corte, tome un traguito,
le dijo el hombre, que acababa de sacar una botella de vodka de una bolsa de
plástico. No se preocupe, con un poco de naranjada el sabor a hombre se va,
y soltó una carcajada ronca. Y le dio otra palmadita en la pierna a la pobre
extranjera que no tuvo tiempo de asombrarse. Veinte minutos y ya todo fue grasa
por todas partes, eructos de felicidad y sonrisas carnosas. La señora, roja de
emoción, intentaba comunicarse con ella. Y él, claro, no lo puedo olvidar, el
del pasillo, nos miraba a todos, sin ser visto, callado, con la cicatriz del
labio alzada y el pelo revuelto. Yo canto boleros, dijo ella. Pero yo no
sabía qué era un bolero, así que el viejo empezó a berrear Bésame,
bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez... y luego contó que
había sido marino y que había surcado el extranjero, y a ella se le empezaron
a mojar los ojos y la tuvimos que consolar y hasta el revisor nos ofreció un
pañuelo, entre confuso y emocionado, tras marcarnos los billetes, y quedarse un
rato con nosotros royendo el último muslo de pollo. La señora se empeñó en
que ella siguiera comiendo salchichas para aliviarse, y así entre mordiscos y
dedos chupeteados se fue recuperando y se levantó y se hizo el silencio y, bajo
la luz que no paraba de parpadear, empezó a cantar de nuevo aquel bolero. Los
gemelos se fueron animando y empezaron a llevarle el ritmo con las botellas y un
par de navajas llenas de aceite. Luego lo vi a él, fumándose un cigarrillo y
mirándonos con la misma tristeza inteligente del bufón de Matejko, fuera del
escenario, tras el cristal, en la oscuridad y cediendo paso al paisaje más
oscuro que he atravesado. Ella, ebria ya de vodka, corregía el ritmo a los
chavales que ya andaban en mangas de camisa y hasta la madre se animó y empezó
a bailar con el revisor, mientras el viejo tarareaba y levantaba los brazos como
intentando atrapar las olas de sus viajes lejanos. Luego ella se puso a llorar y
nos contó que era cantante y que a su amante se lo había llevado el tren una
noche de primeros de marzo, y todos acabamos llorando y bailando y riendo otra
vez. Y luego ella intentó repetirme y me escribió... porque represento el
pasado no me puedes olvidar... y algo así como... es un pedazo de alma
que te arranca sin piedad..., entonces empezó a amanecer y miré hacia el
pasillo y vi cómo él se levantaba y desaparecía bailando el bolero. Y las
llanuras nevadas se quedaron solas, pasando como una línea sin presente ni
pasado, sin antes ni después. La luz entró con violencia y el chirrido de los
frenos nos agujereó el sueño que nos había encantado por sorpresa.
Los despedí a todos con el mismo pañuelo del revisor, los vi bajar y la vi
a ella quedarse en la estación y decirme adiós con un trozo de su falda.
Luego, nunca más la vi, pero sé que buscaba al joven del bolero para
despedirse, para darle su último adiós, porque ya se volvía, eso me dijo, se
volvía para su tierra cálida, creo que me dijo, que el frío aquí ya le
había helado las manos. Aunque no estoy segura de si dijo manos. Para el caso
da igual, porque me dejó tan triste que desde entonces mi vida en el tren
cambió para siempre.
Porque ahora yo espero a que él vuelva cada noche, para salvarlo por un
instante, para protegerlo cuando el tren todas las noches le atraviesa el cuerpo
y le rompe el alma. Para bailar con él durante una milésima de segundo. El
tiempo justo para que el bolero atraviese mi vientre y sus manos me unten de
sudor y de humo y el ritmo me hunda el ombligo. Y despierto cantando... y me
parece extraño lo mucho que me parezco a ella, a pesar de las arrugas y de las
canas, cuando me miro a la ventana y veo mi reflejo atravesando las llanuras
nevadas.
Varsovia, 4 de junio de 2001