Letralia, Tierra de Letras Año VIII • Nº 95
7 de julio de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Bolero
Ester Rabasco Macías

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a P.P., porque se lo debía rítmico y triste como un bolero

Acabo de cerrar los ojos y un bolero atraviesa mi vientre y tus manos me untan de sudor y de humo. El ritmo me hunde el ombligo y despierto.

De nuevo, el traqueteo del tren me desliza por las llanuras de la rutina. El invierno es gris y discreto, recorre los cristales y pasa de largo, y con él mi sueño. Hace siglos que sueño el mismo bolero y que siento la misma mano, pero, cuando despierto, el mismo invierno y el mismo olmo y la misma extensión me roban la melodía. Y es inútil cerrar los ojos, porque la tierra lo ocupa todo y ya no huele más que a frío y a rancio. Y siempre un cincuentón con bigote y cartera saca su bocadillo y me abre el periódico ante las narices. Podría recitarle de memoria los ronquidos que, justo al cabo de diez minutos, empezarán a sonar, podría dibujárselos en el aire y colgarlos en un tenderete, para evitarle toda molestia. Pero no digo ni palabra, y en cuanto cierra las noticias del día le sonrío con delicadeza y espero el primer ronquido. El invierno no se altera, sigue pasando y de vez en cuando emite un árbol, un fragmento de bosque o una bicicleta minúscula. A veces pasa una mosca perdida en el tiempo. Otras, un estudiante encajado en sus auriculares. Las más, una de esas altas y emperifolladas, con mil teléfonos móviles que me joden el bolero a la primera. Las menos, una extranjera.

Una vez, ya hace tiempo, apareció nada menos que una. De eso ya hace muchos años, y el viaje fue único. Y hasta acabó la cosa en fiesta y hasta comimos y bailamos en el compartimiento. De ahí, el bolero. Yo no entendí nada de aquella melodía, pero se me metió el ritmo en los zapatos y desde entonces me pican los tobillos y siento que la cintura me disminuye. Pero lo bonito fue cuando entre gestos y muchas sonrisas me lo tradujo o creyó habérmelo traducido. Era algo así como... porque represento el pasado no me puedes olvidar... y algo así como... es un pedazo de alma que te arranca sin piedad... No sé, la verdad es que no hablaba muy bien mi lengua, pero me dio pena cómo me lo dijo, cómo me lo dibujó en el vaho del cristal y cómo se empeñó en que yo lo repitiera con ella, mientras los otros aplaudían y, al final, hasta acabamos llorando y abrazadas... Nos salvó de los sollozos la estrafalaria familia que había aparecido como por encanto, tras ella. Dos jóvenes de ojos color cerveza, con el pelo al rape y los labios más carnosos que he visto en mi vida. Y los padres, como averigüé después, del sur, de uno de esos pueblos de color ceniza que atravieso con mi tren de vez en cuando.

Al principio, todo fue discreto, los muchachos bostezando desde sus trajes de soldado raso, la madre intentando colocar las bolsas por todas partes y el viejo subiendo y bajando la ventana entre pitillo y pitillo. Ella, intentando abrir un libro y cerrándolo de golpe y volviéndolo a abrir, como si de las páginas fueran brincando recuerdos en forma de oes de humo. Pero al otro, al que había llegado después, a ése nadie lo vio. Se sentó en el pasillo, en un rincón, en uno de esos asientos alados que los pasillos más amables despliegan como por arte de magia. Luego, los minutos se fueron cansando del silencio y el viejo le ofreció un pitillo a ella y la señora la animó. No es de marca, dijo el hombre, pero venga, y le arreó una palmada en la pierna como para desvergonzarla. En un abrir y cerrar de ojos, el escenario se transformó. Había caído la noche y el tren andaba perezoso de luces, así que la intimidad no tardó en unirnos, y digo unirnos porque ella me miraba y me sonreía y tartamudeaba alguna palabra incomprensible de vez en cuando. Por fin una extranjera, pensaba yo harta de tanto hastío y repetición, y también le sonreía y le abría los ojos como para consolarla ante mi ausencia de palabras. De repente, la mujer se levantó de un brinco y se alzó sobre el asiento y entre equilibrios y caídas fallidas consiguió bajar una de las bolsas que con tanto esfuerzo había colocado poco antes. Fue como en el cuento de la cerillera, quiero decir, que, en un instante, aparecieron patas de pollo asadas y salchichas hervidas y un montón de manos confluyeron ansiosas sobre el mantel de papel de periódico. Los muchachos se erigieron sobre nosotras y de sus manos empezaron a salir botellas de cerveza tibia. No se corte, tome un traguito, le dijo el hombre, que acababa de sacar una botella de vodka de una bolsa de plástico. No se preocupe, con un poco de naranjada el sabor a hombre se va, y soltó una carcajada ronca. Y le dio otra palmadita en la pierna a la pobre extranjera que no tuvo tiempo de asombrarse. Veinte minutos y ya todo fue grasa por todas partes, eructos de felicidad y sonrisas carnosas. La señora, roja de emoción, intentaba comunicarse con ella. Y él, claro, no lo puedo olvidar, el del pasillo, nos miraba a todos, sin ser visto, callado, con la cicatriz del labio alzada y el pelo revuelto. Yo canto boleros, dijo ella. Pero yo no sabía qué era un bolero, así que el viejo empezó a berrear Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez... y luego contó que había sido marino y que había surcado el extranjero, y a ella se le empezaron a mojar los ojos y la tuvimos que consolar y hasta el revisor nos ofreció un pañuelo, entre confuso y emocionado, tras marcarnos los billetes, y quedarse un rato con nosotros royendo el último muslo de pollo. La señora se empeñó en que ella siguiera comiendo salchichas para aliviarse, y así entre mordiscos y dedos chupeteados se fue recuperando y se levantó y se hizo el silencio y, bajo la luz que no paraba de parpadear, empezó a cantar de nuevo aquel bolero. Los gemelos se fueron animando y empezaron a llevarle el ritmo con las botellas y un par de navajas llenas de aceite. Luego lo vi a él, fumándose un cigarrillo y mirándonos con la misma tristeza inteligente del bufón de Matejko, fuera del escenario, tras el cristal, en la oscuridad y cediendo paso al paisaje más oscuro que he atravesado. Ella, ebria ya de vodka, corregía el ritmo a los chavales que ya andaban en mangas de camisa y hasta la madre se animó y empezó a bailar con el revisor, mientras el viejo tarareaba y levantaba los brazos como intentando atrapar las olas de sus viajes lejanos. Luego ella se puso a llorar y nos contó que era cantante y que a su amante se lo había llevado el tren una noche de primeros de marzo, y todos acabamos llorando y bailando y riendo otra vez. Y luego ella intentó repetirme y me escribió... porque represento el pasado no me puedes olvidar... y algo así como... es un pedazo de alma que te arranca sin piedad..., entonces empezó a amanecer y miré hacia el pasillo y vi cómo él se levantaba y desaparecía bailando el bolero. Y las llanuras nevadas se quedaron solas, pasando como una línea sin presente ni pasado, sin antes ni después. La luz entró con violencia y el chirrido de los frenos nos agujereó el sueño que nos había encantado por sorpresa.

Los despedí a todos con el mismo pañuelo del revisor, los vi bajar y la vi a ella quedarse en la estación y decirme adiós con un trozo de su falda. Luego, nunca más la vi, pero sé que buscaba al joven del bolero para despedirse, para darle su último adiós, porque ya se volvía, eso me dijo, se volvía para su tierra cálida, creo que me dijo, que el frío aquí ya le había helado las manos. Aunque no estoy segura de si dijo manos. Para el caso da igual, porque me dejó tan triste que desde entonces mi vida en el tren cambió para siempre.

Porque ahora yo espero a que él vuelva cada noche, para salvarlo por un instante, para protegerlo cuando el tren todas las noches le atraviesa el cuerpo y le rompe el alma. Para bailar con él durante una milésima de segundo. El tiempo justo para que el bolero atraviese mi vientre y sus manos me unten de sudor y de humo y el ritmo me hunda el ombligo. Y despierto cantando... y me parece extraño lo mucho que me parezco a ella, a pesar de las arrugas y de las canas, cuando me miro a la ventana y veo mi reflejo atravesando las llanuras nevadas.

Varsovia, 4 de junio de 2001


       

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