"Pero donde quiera que ando
todo me conduce a ti".
Silvio Rodríguez.
Sandra no está. Su lado de la cama está impoluto, sus sábanas aún están
dobladas bajo la almohada. Me quedé dormido esperándola. Anoche tuvo guardia
en el hospital. A veces sale temprano y se acurruca a mi lado hasta el amanecer.
Sólo con ella las noches están completas.
Una vez llegó extenuada y se quedó dormida en la sala. Quizás esté ahí.
Envuelta en su bata con olor a medicinas. Seré cuidadoso para no despertarla.
Aquella vez el sonido de la ducha la despertó. Y cuando me afeitaba ella abrió
la puerta. Me sorprendió medio desnudo con la toalla en la cintura, medio
afeitado con la espuma blanca en una mejilla. Me besó. Nos sentamos sobre el
sanitario, ella sobre mis piernas húmedas y terminó de afeitarme. Recordé que
esa era una antigua fantasía suya.
Aún no amanece por completo, enciendo la luz de la sala, ella no está
aquí. En el sofá está la prensa de ayer. Revisé la habitación de servicio.
También está vacía. No vi su cartera, ni su maletín. Me preparo el café.
Algunas veces Sandra se queda durmiendo en el hospital cuando no se siente en
condiciones de conducir. La llamaré más tarde. Por ahora le dejaré el café
listo en el termo. Con leche y espumoso como a ella le gusta.
La mañana estaba fragmentada, con un sabor a agujero invisible en el cuerpo.
Las primeras palabras del día las recibo de mi secretaria. Me encuentro con
Sandra en el escritorio. Una foto de nosotros en Mérida, abrazados, entre
frailejones, arropados por la neblina del páramo; me encanta esa foto, por eso
llevo una igual en la billetera. Son las ocho en punto. La llamo a su celular,
nadie contesta. Lo intentaré de nuevo en un rato, por ahora me sumergiré en la
lista de precios de los proveedores.
A las once de la mañana tengo un respiro, las órdenes de compra están
listas. Un rato hueco, lo aprovecho para llamar a casa. Nadie contesta. Llamo al
celular de Sandra. El tono de repique continúa hasta agotarse, su voz alegre me
pide desde el contestador un mensaje y mi número de teléfono. Ella sabía
darle ese toque humano a todo. Cuando el resto de los mortales dejamos una voz
robótica en la contestadora, ella sabía cómo tallar la huella de su sonrisa
en un mensaje telefónico. Le pido que me llame cuando pueda.
A las dos de la tarde aún no sé nada de Sandra. Llamo nuevamente a la casa
y a su celular. No tengo respuesta. ¿Qué pasa? Trato de comunicarme con el
hospital, pero el tono de ocupado me asalta en cada intento. A las tres me
escapo de la oficina con la excusa de visitar a un proveedor. Pienso hacerlo,
pero después de visitar el hospital. Entro al área de emergencia, curiosamente
esa es la única entrada visible del hospital. Un par de enfermeros aguardan
junto a una camilla a algún desdichado.
—¿Ustedes conocen a la doctora Sandra H.? —les pregunto.
—No —responden al unísono luego de verse las caras—. Pero pregunte en
la recepción.
Me acerco a la media luna de madera donde se resguarda la recepcionista. Le
hago la misma pregunta. Ella observa en un directorio, luego introduce su nombre
en una computadora. No hay respuesta.
—No, señor. Ella no trabaja aquí. No está en los registros... Debe de
trabajar en otro hospital.
Sé que mi mirada sólo pudo ser un desconcierto. La llamo nuevamente desde
mi teléfono. Sigo estrellándome contra su contestadora. ¿Pude acaso confundir
el hospital? Ahora me doy cuenta de que jamás visité su sitio de trabajo. El
hospital era una palabra, un sitio que existía en su voz. Y yo le creía.
Reviso el directorio de mi teléfono para llamarla a casa de algún amigo
común. Sólo aparecen mis compañeros de trabajo, los números de mi familia,
algunos amigos míos.
La incertidumbre me aborda como un calambre en el estómago, una contracción
en la espalda. Recuerdo la tarde anterior, cuando llegué del trabajo; ella
recogía sus cosas. Me preguntó por mi día. Yo respondía con un "igual
que siempre" mientras miraba las facturas en el correo. Le comenté que me
invitaron a una fiesta. Ella quiere saber si llevaré regalo, le dije que no me
provocaba, ella dijo que no es apropiado presentarse con las manos vacías,
igual no me entusiasmo. Sandra salió de la casa, lo último que me dejó fue un
portazo con olor a rabia.
Me siento en un banco en el jardín del hospital; un desfile de rostros de
concreto se mueven alrededor, todos esperamos, no sé qué hacer, me duele la
espalda. He pasado por esto antes, cuando voy en cacería de un proveedor para
la empresa, es impensable paralizarse en el trabajo. Mucho menos ahora, voy a la
recepción de nuevo y pido un directorio telefónico. Comienzo a llamar a cada
clínica, hospital y medicatura del estado. Abro a cada voz con la misma
pregunta: "¿Trabaja la doctora Sandra H. con ustedes?", la respuesta
es única y negativa. Llamo otra vez a su celular, nuevamente su voz, luego el
silencio.
Subí al auto y me dediqué a recorrer sus espacios habituales: el gimnasio,
los cafés, los centros comerciales, a veces ella se sumerge en las tiendas tras
la búsqueda de un antojo, cuando la he acompañado las horas se vuelven
instantes, Sandra puede navegar entre zapatos, blusas, pantalones, y gracias a
ella el mundo se vuelve una tela, un color, una textura. Las personas se
desvanecen entre vestidores y aparadores. Ninguno tiene su cara. O eso creo. Si
tuviera que describir su cara, ¿cómo lo haría? No lo sé. Mejor apelo a la
foto. Salgo a los pasillos, saltando sobre los rostros con mis ojos, ninguno le
pertenece a ella. Por las antesalas de los cines, nuestro placer compartido, por
supuesto que no la encontré. Llamo a la casa. No hay respuesta.
Es curioso que hoy la esté buscando en un cine, fue en uno de ellos donde la
conocí. Nos encantaban las películas. Era un festival de cine (¿cuál cine
era?), en un receso nos vimos frente a los dulces, nos presentamos, luego
intercambiamos números (¿fue en el 94 o en el 95?). Yo no tenía dónde anotar
su teléfono, así que lo memoricé de inmediato. Es el mismo número que han
recorrido mis dedos infatigables por el teclado de mi teléfono. Recuerdo que a
los pocos días la llamé con un golpe de tambor en el pecho y ella aceptó
salir al cine. Esa noche caminamos por la avenida y me dio el primer regalo al
descubrirme la luna. Antes de ella, era una mancha blanca. Sandra me enseñó
que el cuarto menguante era muchas cosas: un ojo a medio abrir, una ranura en el
cielo, un escape del tráfico, una lámpara inmensa, un dije de plata, ella. Al
día siguiente me regaló su atención cuando me llamó para invitarme a salir,
con los años me dio su sonrisa en las mañanas grises, los paseos por el parque
los domingos y además me abrió la puerta de sus días: me hablaba de su
trabajo, de sus pacientes, de cómo a veces le pesaban o le eran ligeros, los
moribundos, los sin remedio y los que sanaban (los más importantes), esos eran
los que la llevaban cada día al hospital.
Ya son las nueve de la noche. Sólo puedo esperarla en la casa. Este
recorrido sólo me fue útil para disipar el dolor de mi espalda. A lo mejor
Sandra está en casa desde temprano y prefiere no contestar el teléfono. Cuando
los días en el hospital son muy duros ella se encierra en su concha de caracol
por unas horas y después hablamos. Sandra parece descender por un tobogán
hasta poner los pies en tierra, luego habla y me comenta de su viaje al centro
de su silencio. A veces intento bajar con ella, para tratar de llevarla más
rápido a tierra, pero Sandra pone una cara amarilla, de mirada cuadrada, y creo
que retardo su descenso.
Desde la calle del edificio veo la luz encendida del apartamento, los golpes
en mi pecho se aminoran, siento un leve alivio. Camino rápidamente hasta el
ascensor, la boca de mi estómago se siente como aprisionada por tenazas, debo
llegar rápido. Presiono el botón varias veces creyendo que así iré más
rápido, toda esperanza puede yacer en un pulgar. Piso 3, piso 3, Sandra, piso
3. Se abren las compuertas, corro al apartamento, me enredo con el juego de
llaves, la reja, la puerta, la sala, los muebles, la luz de la sala, el
silencio. La máquina contestadora me hace guiños con su luz intermitente,
sólo mis mensajes. Me siento en el sofá, marco desde mi celular su número, me
contesta la voz de la telefónica, confundí las cifras, marco de nuevo, dudo en
los últimos dígitos, una prensa me aplasta la espalda, busco en la libreta
electrónica, pero no aparece su nombre. Los números danzan en mi mente como un
líquido espeso, difuso.
Hay voces en la calle, voces de mujeres, me asomo al balcón. Cuatro mujeres
se dirigen a la entrada del edificio, alguna será ella, quizás vuelve con un
grupo de amigas, quiero correr y abrazarla en el lobby. Las miro, las exploro,
no sé cuál podría ser ella. Su cara, su cara, ¿cómo era? Apelo por mi
billetera, la foto, sólo yo, en Mérida, entre los frailejones, arropado por la
neblina del páramo. Estoy casi seguro de que falta algo aquí.
Escucho una voz en el cuarto. Alguien duerme, es un hombre, boca abajo. Sé
que despertaré muy pronto y me extrañaré de encontrar la cama vacía.