Dicen que la muralla la construyeron los gigantes en el tiempo de su querella
con Dios. También he escuchado que fue Dios mismo quien puso aquí los límites
para los pasos de los hombres. Los viejos aseguran que siempre ha habido
intentos de trasponer el muro, más alto que la cordillera de la Luna Negra.
Otros continúan, obstinadamente, tratando de penetrarlo a golpes de mazos y
picos, los cuales se quiebran antes de romper la primera capa de piedras. Cierta
vez llegaron unas mujeres que sólo comían sal y tierra, entonces buscaron en
la pared un punto donde no hubiera rocas demasiado duras y comenzaron a hincar
sus dientes. En poco tiempo formaron el principio de un túnel y se pensó que
merced a su gula lograrían salir al otro lado. Cuando llevaban avanzados ocho
pasos hacia el interior hubo un derrumbe que las dejó enterradas allí mismo,
se las comió, y nadie pudo remover los escombros.
Aunque lo consideren un farsante, creo que Gayo de Facio sí logró ver del
otro lado del muro. El próximo año, antes de ser viejo, pienso imitar su
hazaña; estoy preparando un equipo como el que usó él.
El padre de mi madre cuenta que su bisabuelo y el tío de éste habían
decidido subir a la cordillera: ni aun desde la cumbre principal divisaron el
borde superior del muro, todo estaba cubierto por una densa niebla. No obstante,
ambos alcanzaron cierta celebridad porque pudieron testificar que el paramento
se extendía sin fin lo mismo al norte que al sur. Yo me he alejado del pueblo
hasta cuarenta días siguiendo el tabique. Los prodigios que he descubierto
durante mis exploraciones me han conferido también alguna notoriedad entre los
míos, aunque es claro que cualquier maravilla resulta intrascendente frente al
misterio que oculta el muro.
Desde mi infancia he escuchado las discusiones de los viejos alrededor del
fuego, al pie de la muralla, entre las ruinas de la torre. A veces sus concilios
duran días y se embriagan y se enojan y se maldicen. Antes era importante
oírlos porque de sus reflexiones esperábamos una decisión, una directriz,
pero su indeterminación y las rencillas les han ido restando autoridad y ahora
nadie les hace caso.
—Debemos irnos de aquí... —dice el anciano Larcan al tiempo que su mano
golpea el muro.
—Eso no acabaría con nuestra zozobra. Primero es necesario renunciar al
deseo de saber qué hay del otro lado de la muralla. Muchos han perdido la vida
en su intento por conocerlo, otros han enloquecido... —responde Alejandro, mi
abuelo paterno—. Debemos aceptar que no nos asiste ningún derecho para saciar
nuestra ambición.
—¿Quién construyó la muralla? ¿Para qué? —Ray repite las mismas
preguntas desde hace cientos de años.
—Tampoco nos es lícito saberlo.
—Nuestro pueblo vive en el desasosiego desde el día que descubrió el
muro. Hemos trabajado enormidades para trasponerlo... ¿Cómo pondremos fin a
esta congoja? Creo que algo muy valioso se oculta allí y es justo que lo
consigamos —sentencia el belicoso Heliodoro.
—Seguramente no es justo, pues se nos ha negado durante docenas de
generaciones.
—Ese hombre era nuestra última esperanza y ustedes lo apedrearon... —con
voz pastosa acusa Calínico.
—Gayo era un loco, no es verdad lo que dijo —concluye mi abuelo.
Los ancianos saben que numerosas generaciones atrás vivimos en el bosque,
del otro lado de la cordillera, en paz y prosperidad, únicamente con las dichas
y las tristezas propias de los hombres. Pero en el año de la guerra de los
cielos, cuando gobernaba Simón, las sequías empujaron al pueblo hacia el
poniente. Por gracia de Dios recibimos pronto una nueva tierra, casi al pie de
la cordillera, donde las lluvias y los deshielos permiten hasta tres cosechas al
año. En ese tiempo surgieron divisiones entre nosotros: muchos hombres
abandonaron su casa, sus mujeres, sus hijos, sus animales para perderse en las
montañas. Renegaron del pueblo y partieron a buscar enseñanzas desconocidas.
Fueron ellos quienes en su recorrido dieron con el muro. Algunos regresaron para
dar noticia de su hallazgo. Aunque los viejos afirmaron que sus palabras
guardaban la intención de conseguir más seguidores, varios jóvenes se
apasionaron con la existencia de tan prodigiosa construcción y se aprestaron a
contemplarla con sus propios ojos.
Los que volvieron se dijeron maravillados y contagiaron su perplejidad a los
demás. Así empezaron a salir pequeños grupos hacia aquel sitio. Cuando se
congregó un significativo número de hombres, decidieron iniciar una
excavación para pasar por debajo al otro lado del muro. Mientras tanto en el
pueblo crecía la expectación por la noticia de aquel portento y la ingente
empresa de los que estaban allá. Cada vez que alguien retornaba la gente lo
agasajaba cual si fuera el héroe de una grandiosa guerra. Los más cándidos
soñaban con escalar el muro como si se tratara del balcón de una doncella.
Ninguno sospechaba el efecto que causaría en su ánimo la contemplación de tan
monstruosa muralla. Los libros refieren que antes los hombres eran más
frágiles y su respiración suave, así que la existencia del muro no tardó en
producirles un devastador sentimiento de humillación, olvidaban las ilusiones
iniciales que les daban fuerza para cualquier batalla y se dejaban morir tirados
en una esquina. Quienes resultaron lo suficientemente fuertes para aferrarse a
la excavación tornaron su ánimo indolente y correoso por aspirar durante
excesivo tiempo los humores del interior de la tierra. Llegaron a cavar tanto
que daba vértigo mirar hacia abajo y aun más miedo introducirse en el
sumidero, el cual se inundó en el año de las lluvias perennes y se convirtió
en el lago de la Desesperanza. Los que habían fraguado la idea de la
construcción del túnel razonaron, ya al borde de la demencia, que los
cimientos del muro eran tan inalcanzables como su cúspide.
—Gayo era un fanático, y cada una de sus empresas producto de su fiebre.
—Eso es falso. Él conoció a Calínica.
—Pues sólo tú y estos viejos inmundos creen en esa loca.
—¡No blasfemes!
—Quien blasfema eres tú, nadie puede desafiar a Dios.
—Calínica lo ha hecho. Gayo de Facio nos trajo su enseñanza.
—Pero esa mujer no es Dios ni una santa.
—Es peor que eso... Fue elegida por Dios para tener su Hijo, pero ella
rechazó a Dios. Ya llevaba su Hijo en el vientre y prefirió permanecer fiel a
las cosas del mundo, a su hombre...
—No es así... La negación de Calínica equivale al desprecio de nuestra
Salvación.
—¿Por qué Calínica se negó a vivir una gracia de Dios? ¿Por qué
rehusó ser la madre de Dios?
—No lo sabemos.
—Es por esa mujer que no puede nacer el Hijo de Dios...
—No, es el mismo Dios que la castiga de ese modo, evitándole parir...
—Entonces Dios se castiga a sí mismo.
—¿Qué Dios?
—Dios está preso en el vientre de Calínica...
—Está enemistado con nosotros.
—¿El muro es el vientre de Calínica?
Al atardecer, cuando detrás del muro se oculta el sol se me ocurre que sólo
el astro, en su magnificencia, puede ir y volver cada mañana de aquel lado.
Quizá sea preciso encontrar la manera de interrogarlo. O, tal vez, alguien como
Gayo de Facio debería ir hacia el oriente extremo para colgarse del sol cuando
va saliendo, atravesar el firmamento con él, desaparecer por la noche detrás
del muro y luego retornar con el nuevo día e iluminarnos con sus
descubrimientos.
Hace unos años el anciano Calínico ideó un artificio para volar.
Convenció a sus partidarios de que elevarse por los aires sería la manera
infalible para trasponer la muralla. Quienes probaron sus alas, perfeccionadas
una y otra vez, invariablemente se estrellaron en el muro, empujados por el
viento o por impericia. Yo comulgo con las ideas de Calínico: elevarse del
mundo es la clave para ir al otro lado. Pero los secretos del vuelo indefectible
pertenecen a las aves, y aun aquellas que a mayor altura vuelan no alcanzan el
remate de la muralla.
Antes de Calínico otros hombres habían trabajado en los planos para una
ingente construcción. Codiciaron que fuera tan fabulosa como la muralla. Vieron
que nuestros hombres no eran suficientes para iniciar la obra y convocaron a
otros pueblos a participar en la edificación de la torre más grande del mundo.
En los puntos donde se pudo, obtuvieron de la misma muralla piedras para erigir
su desmedida ambición. Con el paso de los años el pueblo se fue empobreciendo,
se descuidaron los cultivos y los animales, sólo había ánimo para el trabajo
de la construcción. La gente toda, sucia y hambrienta, se movía como en un
espantoso hormiguero, colgaba de los andamios, transportaba materiales desde
impensables lejanías... Los hombres pasaban unos encima de otros, se
arrebataban la comida, se lanzaban al vacío, quedaban bajo un derrumbe, morían
de cansancio... Nadie se ocupaba de levantar los andamios caídos, de remover
escombros, de enterrar a los muertos, de obedecer las indicaciones de los
arquitectos. En algún momento se perdieron los planos pero la erección de la
torre no se detuvo. Cada quien continuó sumando piedras a la estructura en un
incontenible frenesí; en un mismo punto se levantaban a la vez ventanas,
escaleras, arcos, columnas, basas, bóvedas... Aquella edificación monstruosa
cayó por su propio peso y desatino, arrastrando consigo el ansia de mirar al
otro lado.
—Es imposible pasar. Detrás del muro hay algo que no debemos ver, por lo
menos en vida.
—¿Crees que del otro lado se oculta Dios?
—Es probable.
—O se oculta el demonio...
—Durante ciertas noches me parece escuchar lamentos. También hemos visto
resplandores rojizos emanados desde allá. Sí, debe ser el mundo de los
muertos.
—Yo imagino que del otro lado hay también un grupo de hombres desesperados
por saltar acá.
—Entonces nosotros somos los muertos...
—No jueguen con las palabras.
—Del otro lado debe haber tesoros, riquezas, vírgenes.
—No, hay secretos... Alivio para todas las enfermedades, el conocimiento
para revivir a los muertos, para que las mujeres tengan hijos, para curar la
locura, la pasión y la melancolía... Sí, todo eso debe ser Dios...
—Si Dios está del otro lado, ¿por qué no deja a sus criaturas entrar a
su huerto?
—Sí, ¿por qué nos tiene de este lado, como apestados?
—Porque somos hombres... Dejen de preguntar lo que no pueden saber.
—¿Por qué no rebelarse?
—Porque somos hombres...
—¡Por eso mismo!
Los extranjeros, al librarse del letargo en que los tenía la ambición de
los arquitectos, nos maldijeron antes de volver con su gente. Nuestro pueblo
lloró por el sueño de la torre. Nos perdonamos unos a otros, dimos sepultura a
los muertos, socorro a los heridos y muerte a los soberbios que persistían en
los andamios. El desconsuelo, quizá por piedad de Dios, se fue tornando paz, un
sosiego resignado.
Cuando yo nací no había gobierno, aunque existía el consejo de ancianos.
Crecí oyendo hablar de Gayo de Facio y de Calínica. Dicen que Gayo apareció
por el pueblo en el tiempo de la paz. Estaba enfermo y llagado. Deliraba y era
atacado por convulsiones. Al principio la gente no creyó lo que contaba de su
encuentro con Calínica porque lo consideraron prohijado por sus fiebres, pero
los cuidados de las ancianas le salvaron la vida y las ideas.
Ya recuperado del todo, Gayo dio a enseñar a un costado de las ruinas.
Comenzó a cundir la inquietud, mas por falta de autoridad en el pueblo no lo
echaron de aquí. Los viejos reconocieron que era asaz ingenioso y pasaban las
tardes emborrachándose mientras lo oían predicar. Llegó un momento en que
quisieron lazarlo con silogismos. Gayo los reprendió porque recaían en la
codicia del conocimiento. Le exigieron pruebas de su encuentro con Calínica.
Gayo les respondió que si acaso repitiera una de las palabras que la Maga
Infusa le había dicho, le tirarían piedras, y de ellas saldría un fuego que
los consumiría. Si fueran humildes ya sabrían lo que hay del otro lado del
muro aun sin haber pasado. Además, su soberbia nunca les permitiría ir por su
propio pie hacia allá.
Entonces los viejos lo desafiaron a saltar la muralla. Gayo se preparó
durante un año: en la oración y la lectura fortaleció su alma; su cuerpo,
nadando en el lago y con largas caminatas. Al mismo tiempo, construía una
especie de columpio y se confeccionó unas sandalias con suela de caucho. El
sutil mecanismo que ideó le permitía ascender el muro sentado en una soga,
mientras tiraba de otra que salía de un juego de poleas y ganchos. Sus pies
casi se adherían a las piedras y le consentían algunos pasos verticales. Con
cierta velocidad comenzó a subir, entre la exaltación y el ludibrio de los
viejos.
—Esto es imperdonable... Tantos sacrificios y desvelos para recibir una
burla.
—¿Qué sucedió?
—Di qué sucedió.
—Es mejor que se sienten y beban un poco.
—No vinimos para eso. ¿Qué ha pasado aquí? La gente está enloquecida...
—Eso mismo acabo de ver. Traen por la calle a Gayo de Facio. Lo insulta y
flagela esa turba oprobiosa. Haz algo, ¡deténlos!
—Bien merecido lo haya. Y sólo porque mis piernas ya no me sostienen no
voy a escupir a ese impío... Lo van a lapidar en la playa mayor del lago...
—¿Qué dices? Ese hombre acaba de volver del otro lado del muro.
—Sí, yo mismo lo recibí, y al escuchar sus embustes lo entregué a la
multitud. Quiere hacer escarnio de nosotros. Creímos en él, le ayudamos,
compartimos con él lo poco que nos quedaba. Ya verán cómo se pondrán ahora
las mujeres, dirán que las engañamos y se irán... Gayo era su última
esperanza de no perder la razón.
—¿Qué dijo? ¿Logró pasar al otro lado? ¡Di!
—Pasó, según él.
—¡Logró pasar! ¡Llamen a todos!
—No seas imbécil. Nos está engañando... Ya acepten, por cordura y
humildad, que es imposible ir al otro lado.
—¿Pero hablaste con él?
—Sí, hablé y me arrepiento.
—¿Vio? ¿Dijo qué vio?
—Sí.
—¿Qué hay del otro lado?
—No hay nada, dijo.