Letralia, Tierra de Letras Año VIII • Nº 95
7 de julio de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
El Ojo del Girasol
Javier Etchemendi

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Todo es posible, palpa a tu alrededor y verás que la realidad
es una membrana que cede y se puede romper.
Pero tienes que querer romperla y no esperar
a que caiga cuando ya no importe.
Onilahy

I

Onilahy, la bella, estaba muriendo. Esas serían las palabras que desencadenarían su repentino viaje hacia el interior del país.

El vehículo que conducía mantenía su monótono rumiar mientras se tragaba los kilómetros que lo separaban del pueblo. Pequeño. Perdido. Insignificante. Así se veía desde la capital. Sólo él conocía la verdad, porque aquella había sido durante mucho tiempo la puerta de entrada a una Tierra de maravillas. La abuela Onilahy estaba muriendo, repitió con lágrimas en los ojos mientras todo el peso de la realidad le caía sobre los hombros.

Durante un buen tiempo serían muy pocas las noticias que recibirían de Ankáratra, hogar de Onilahy y un centenar de familias más. De tanto en tanto llegaba un poco de información, y la misma, así como aparecía, se iba transformando hasta convertirse en un acontecimiento mitológico. Se decía que algunos árboles extraños sólo podían verse en Ankáratra algunas noches al año. Fosforescentes. Aparecidos. Boka, el criador de palomas, el que casi no salía de su casa, mezclaba sus aves unas con otras hasta hacer de dos palomas grises unos seres dorados que volaban sobre el pueblo. Nacían del sol, a la tarde, no producían sonidos y sus alas eran de espuma de oro. Los pocos afortunados que juraban haberlos visto clamaban a su paso por los deseos inconclusos. Los nacimientos parecían multiplicarse y entonces el agua de lluvia sabía dulce.

Índrano conocía todas estas historias desde niño; historias de ángeles y muertos, y durante muchos años había creído fervientemente en ellas. Después llegaría el Tiempo a poner las cosas en su lugar y todo ese mundo se iría desvaneciendo en la memoria.

 

II

Índrano abandonó la postura frente a la puerta y se dirigió al centro del dormitorio. Onilahy descansaba sobre la cama. Al verla se preguntó si los cisnes morirían así, en una explosión de paz. De pronto todas las historias que Onilahy le había contado cuando apenas era un niño volvían a martillar en su cerebro. Las conversaciones se abrían camino dentro de su cabeza y llegaban nuevamente a llenar la habitación.

Él sí conocía de ángeles, su abuela le había explicado acerca de ellos. Son como todo el mundo, decía Onilahy mientras contaba en voz baja cada punto del tejido. Siempre tejía, casi no recuerda haberla visto hacer otra cosa. Comenzó a tejer al mismo tiempo que aprendió a sembrar el Lino.

Onilahy había comenzado a tejer desde muy joven, al mismo tiempo que aprendía a sembrar las semillas de la flor azul, como las llamaba Boeny, su madre, de quien había adquirido el secreto que hacía crecer los enormes tallos de los cuales extraían las fibras para los telares.

—Sólo las muchachas fértiles debían tocar las semillas—. Así lo relataba Onilahy al compás de aquel duelo de agujas espadachines, como Índrano las llamaba, y él recuerda que inmediatamente preguntaba acerca de la misteriosa primera camisa púrpura del mes, y ella, simulando buscar otra madeja de lana, continuaba hablando como si nada hubiera escuchado. Onilahy decía que siempre, siempre, los primeros granos debían ir fuera del surco y que esa era la única manera en que se podía revivir a los muertos, o el modo correcto en que se debía sembrar Lino para los ángeles.

Pero Índrano sabía que todas esas prácticas debieron hacerlas en secreto. Los amos del litoral, a quienes pertenecían las tierras donde Onilahy había nacido, no querían oír hablar de esas cosas de Brujas. Y así lo habían hecho saber cada vez que descubrían a la india Boeny, como ellos la llamaban, intentando enseñarle alguna costumbre de los antepasados. Pero ambas siempre se las habían arreglado para murmurar por lo bajo y, mientras prendían sus velas a los santos cristianos, seguían a escondidas los rituales propios.

Después de un tiempo todo eso se había terminado, recordaba Índrano pensando en la infinidad de veces que se lo había escuchado decir a Onilahy. Aunque en las palabras de ella siempre se adivinaba una gran pena en la voz.

Parado al lado de la puerta, Índrano baja la mirada hasta el piso y se observa los zapatos. De pronto se encuentra pensando en quedarse allí parado para siempre, sin hacer nada. También piensa en lo extraño de no saber siquiera qué significa quedarse, o qué sensación deja estar ocupando unos zapatos. Mientras reconoce el absurdo de lo que acaba de pensar ve desfilar las preguntas dentro de su cabeza.

¿Yo soy un ángel, abuela?, preguntaba mientras jugaba en el piso.

Todos somos ángeles, pero al nacer nos olvidamos de ello, contestaba Onilahy, como si aquella revelación careciera de importancia o si, por el contrario, fuera una verdad irrefutable.

Sólo algunos lo recuerdan vagamente después de un gran disgusto, o después de hacer el amor. Los niños, por ejemplo, cuando nacen, muchas veces no logran despegar sus alas a tiempo y entonces mueren al llegar.

¿Como Belindo, abuela?

Sí, como Belindo.

¿Y yo me voy a morir?

Bueno, en realidad tú no vas a morir. Piensa en un espejo enorme, enorme, pero de agua...

¿Con un marco?

Bueno, sí, con un marco. Imagina ahora que cuando seas muy viejito cruzarás por el agua del espejo y aparecerás nuevamente por el otro lado.

¡Ahh..! ¿Y voy a ser un ángel de nuevo?

Sí.

¿Y qué es ser un ángel, abuela?

Mira que eres preguntón, festejaba ella, y ambos reían mostrando todos los dientes.

Un ángel es un ser con mucha luz; todos tenemos esa luz, pero cuando abandonamos la niñez nos vamos olvidando de ella y ya no sabemos cómo encontrarla. Es así que se va yendo cada vez más hacia el fondo de nuestro ser; cuando estamos próximos a morir es ésa la luz que regresa; es un momento en el que estamos liberándonos de todo aquello que nos oprime, y entonces volvemos a recordar. Eso es un ángel, alguien que nunca se olvida que lo es.

Mmmm... Las personas cuando son grandes y se mueren... ¿se convierten en ángeles?

Algunos sí. Algunos nunca dejaron de serlo.

 

III

Ahora, mientras Índrano rememoraba este episodio, observaba la caída del sol detrás de las construcciones. En ese mismo instante pensó que no parecía un atardecer victorioso, sino la caída desesperada de un avión envuelto en llamas.

La habitación donde yacía Onilahy parecía más pequeña de lo que recordaba y los objetos ya habían comenzado a derramarse sobre los muebles. Un sutil aroma dulzón avanzaba desde los rincones cubriéndolo todo. Sabía de qué se trataba, era la muerte. Llegaba sin prisa para marcar su cadáver, para separarlo rápidamente del resto de las cosas. Sentado con la espalda recostada a la pared, veía llegar a la gente que se aproximaba hasta la cama para dejar algunas palabras suspendidas en el aire. Onilahy por momentos alcanzaba a distender los labios en una breve sonrisa casi imperceptible.

Índrano perdió la mirada en el techo y esperó a que pasara el tiempo. Cada tanto llegaban hasta él algunas palabras deshilvanadas provenientes de la cocina. Estiró las piernas y recorrió con la vista las imágenes que colgaban de la pared. Sobre un costado aparecía un cuadro impasible, una modesta reproducción: un Cézanne de almanaque.

Era un cuadro con olor a muerte, que así debería oler, a frutas. Índrano lo observa desde su lugar. Un trozo de pera caliente sobre la lengua. Un ojo de girasol observándolo todo, clavando la realidad contra la pared; para mirarla, para dejarla allí hasta que se pudra y caiga cuando ya no importe. Las peras calientes sobre la lengua, piensa Índrano. La muerte por asfixia de rojos y amarillos. Girasoles como ojos de dioses como ramos de aceite; como muelles, por donde van los barcos hechos de peras como ataúdes dulces y calientes. Cerró los ojos y así fue cayendo la noche.

 

IV

Onilahy siempre tuvo un aire de misterio que parecía envolverla, reconoce Índrano levantando un portarretratos con una fotografía en blanco y negro. Un aire de misterio que se acentuaba sobre todo cuando contaba las historias de ángeles y muertos; sobre todo las de muertos; era capaz de contar las historias más inverosímiles con tanta seguridad y grandeza que quizás fuera eso mismo lo que las hacía creíbles. Índrano pasa la mano retirando las hebras de polvo que cubren la fotografía y surge la figura de Onilahy que aún parece querer contar sus afiebradas historias. El retrato entre sus manos es una enorme gota de tiempo; temblando, pero sin caer. Índrano, al ver la imagen, sonríe por primera vez desde que llegó. Piensa que los retratos sirven para evitar que la columna vertebral se pulverice; para detener el tiempo; para congelarlo delante de los ojos; para poder decir que teníamos estos ojos, estas órbitas lunares. Índrano levanta las cejas en uno de sus gestos característicos. Él sabe que los retratos no sirven para recordar, sirven para olvidar cómo es que se llega hasta allí. Cómo es que las personas devienen de naranjas en piedras. Piensa también en el Tiempo y el tiempo es el árbol de todas las frutas. La gente es como la naturaleza muerta de un cuadro, como un jarrón al lado de una silla. Todos capturados en un flash, en un breve y fugaz Big Bang con olor a café y seguramente estarán sonriendo con miedo o tan sólo esperando hacerlo bien. Cuando la fotografía es buena, pero muy buena, aparecen tirantes y hasta se puede creer que la Felicidad estaba pasando por allí. Con el transcurso del tiempo el cartón cede, caen las frutas, y los retratos a solas van dejando un rastro de cal dentro de los muebles. Rastro de polvo. Polvo de columna vertebral. Índrano pasa los dedos por el cristal y cierra los ojos, las palabras surgen dentro de su cabeza. Parece como si pudiera repetirlas una por una... desenterraban a los muertos para abrazarlos por el frío y la soledad. Sólo sucedía cuando un ser querido nos venía a visitar en los sueños y eso debía ocurrir tres noches seguidas. Tres noches consecutivas estuvo tu tatarabuela Ísalo soñando con su hermano Osibé. Lo veía girando entre la tierra, apretándose los brazos, tiritando de frío. A veces Onilahy realizaba alguna pausa para corregir un punto del tejido y de inmediato continuaba contando. Como había venido sucediendo desde hacía cientos de años, abuela Ísalo debía ir con el Sacerdote y él convocaría al desenterramiento y posteriormente a la Fiesta. Sólo así dejaría de visitarla noche tras noche, mostrándole la suciedad de la mortaja y quejándose de la tristeza que se siente debajo, en la tierra.

 

V

Onilahy supo que iba a morir. Cuando Índrano la contempló detenida sobre la almohada, pensó que realmente había sido una muerte bella. Había muerto del mismo modo en que lo hacen las tortugas, sin tiempo. Estaban todos sus amigos alrededor de la cama. Un instante antes de cerrar los ojos había estirado el cuello para recorrerlos de ida y vuelta en un segundo, o en tres mil años. Tan sólo unas pocas líneas para Índrano había legado Onilahy... como ya te habrás dado cuenta, Índrano, tu abuela cree en muchas cosas distintas que no son más que una sola. Creo en la voluntad de los dioses, pero no sólo en aquellos que habitan los objetos, o los animales; no sólo creo en los seres dorados de Boka; creo firmemente en cada hebra de Dios que llevamos dentro. Cada uno le pondrá un nombre a su dios y eso no es lo importante. Lo importante es que sepamos encontrar esas fibras y escuchar cómo se tensan en nuestro interior, y eso, inevitablemente, sacará tu música, tu única melodía. Debes seguir buscando esa música, la misma que te ha traído hasta aquí.

Hay tantas cosas que quiero decirte y el tiempo es tan poco. Quiero decirte que tienes que creer en ti más que en nadie; más que en doscientos; más que en miles. Ama, eso sí. Ama a quien desees y que sea con locura. Ama a una niña o a un niño como tú, o a ambos, pero que sea con la sangre y los huesos, sobre todo con los huesos. Mucha gente cree que el corazón es el asiento del amor, están equivocados. Con el transcurso del tiempo llegas a sentir que el amor, el verdadero, vive en los huesos: por eso la gente que ama sufre tanto con el frío.

Mis raíces son tus raíces. No debes ir al encuentro de ellas si sientes que no te pertenecen. Sólo bastará que te quedes con los cuentos que esta vieja te hacía de niño. Te quedarás pensando que todo es una fábula y eso está bien. Pero si, por el contrario, sientes ese ardor en el estómago, sabrás que debes ir tras tu destino, y entonces es cuando sucede, de pronto te darás cuenta que es él quien deberá seguirte. Procura que tu vida no sea como una botella abandonada a merced de las olas. Tienes que ser la botella, la ola y ninguno a la vez.

Todo es posible, palpa a tu alrededor y verás que la realidad es una membrana que cede y se puede romper. Pero tienes que querer romperla y no esperar a que caiga cuando ya no importe.

Ser viejo, Índrano, es un sonido; es un suave zumbido en los oídos. Así comenzamos a descansar. Y entonces vamos sabiendo que ya es hora de que la semilla caiga en los brazos del viento. ¿Te acuerdas de las semillas? Cuando son buenas, siempre vuelven a nacer.

A veces las palabras nos quedan ¡tan chicas! Tan torpemente estiradas. Si tan sólo aquí pudieran caber los gestos. ¿Tendrán las palabras conciencia de asesinas a sueldo de los gestos? Escribir en este espacio que te he amado sé que no es suficiente, pero yo lo siento en los huesos. Cuando muera, todos saben qué deben hacer, sólo quiero un lugar donde dé mucho el sol.

Esta es mi herencia, Índrano, un puñado de buenas intenciones y un río de mi sangre tumultuosa corriendo por tus venas. ¿Escuchas la música? Viene llegando a lo lejos.

Un beso, tu abuela Onilahy

 

VI

El tiempo no existe, reflexionó Índrano alejándose de la cama. Antes de salir de la habitación se detuvo un instante para dar una última mirada. Al final los dedos de Onilahy la bella habían quedado masticando un borde de sábana blanquísima; como de recién nacido o de recién muerto, había pensado al verla. Al mismo tiempo que lloraba casi sin darse cuenta, reflexionaba sobre ese instante único en que todo parece detenerse como si fuera a continuar; el instante cuando el dios escurre y de pronto todo es pasado y presente, suspendidos del cuello como un cuadro. Por un momento se quedó rumiando lo que acababa de ocurrírsele, después cruzó la puerta y desapareció.

 

VII

La realidad quedó partida en dos sobre la mesa, rodeada de abejas; después de miel y con eso se hicieron ojos. Y desde allí fue posible explicarse el mundo, que esa noche se había puesto de girasoles y peras, que así debería oler la muerte.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 21 de julio de 2003 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes