I
Onilahy, la bella, estaba muriendo. Esas serían las palabras que
desencadenarían su repentino viaje hacia el interior del país.
El vehículo que conducía mantenía su monótono rumiar mientras se tragaba
los kilómetros que lo separaban del pueblo. Pequeño. Perdido. Insignificante.
Así se veía desde la capital. Sólo él conocía la verdad, porque aquella
había sido durante mucho tiempo la puerta de entrada a una Tierra de
maravillas. La abuela Onilahy estaba muriendo, repitió con lágrimas en los
ojos mientras todo el peso de la realidad le caía sobre los hombros.
Durante un buen tiempo serían muy pocas las noticias que recibirían de
Ankáratra, hogar de Onilahy y un centenar de familias más. De tanto en tanto
llegaba un poco de información, y la misma, así como aparecía, se iba
transformando hasta convertirse en un acontecimiento mitológico. Se decía que
algunos árboles extraños sólo podían verse en Ankáratra algunas noches al
año. Fosforescentes. Aparecidos. Boka, el criador de palomas, el que casi no
salía de su casa, mezclaba sus aves unas con otras hasta hacer de dos palomas
grises unos seres dorados que volaban sobre el pueblo. Nacían del sol, a la
tarde, no producían sonidos y sus alas eran de espuma de oro. Los pocos
afortunados que juraban haberlos visto clamaban a su paso por los deseos
inconclusos. Los nacimientos parecían multiplicarse y entonces el agua de
lluvia sabía dulce.
Índrano conocía todas estas historias desde niño; historias de ángeles y
muertos, y durante muchos años había creído fervientemente en ellas. Después
llegaría el Tiempo a poner las cosas en su lugar y todo ese mundo se iría
desvaneciendo en la memoria.
II
Índrano abandonó la postura frente a la puerta y se dirigió al centro del
dormitorio. Onilahy descansaba sobre la cama. Al verla se preguntó si los
cisnes morirían así, en una explosión de paz. De pronto todas las historias
que Onilahy le había contado cuando apenas era un niño volvían a martillar en
su cerebro. Las conversaciones se abrían camino dentro de su cabeza y llegaban
nuevamente a llenar la habitación.
Él sí conocía de ángeles, su abuela le había explicado acerca de ellos. Son
como todo el mundo, decía Onilahy mientras contaba en voz baja cada punto
del tejido. Siempre tejía, casi no recuerda haberla visto hacer otra cosa.
Comenzó a tejer al mismo tiempo que aprendió a sembrar el Lino.
Onilahy había comenzado a tejer desde muy joven, al mismo tiempo que
aprendía a sembrar las semillas de la flor azul, como las llamaba Boeny, su
madre, de quien había adquirido el secreto que hacía crecer los enormes tallos
de los cuales extraían las fibras para los telares.
—Sólo las muchachas fértiles debían tocar las semillas—. Así lo
relataba Onilahy al compás de aquel duelo de agujas espadachines, como
Índrano las llamaba, y él recuerda que inmediatamente preguntaba acerca de la
misteriosa primera camisa púrpura del mes, y ella, simulando buscar otra
madeja de lana, continuaba hablando como si nada hubiera escuchado. Onilahy
decía que siempre, siempre, los primeros granos debían ir fuera del surco y
que esa era la única manera en que se podía revivir a los muertos, o el modo
correcto en que se debía sembrar Lino para los ángeles.
Pero Índrano sabía que todas esas prácticas debieron hacerlas en secreto.
Los amos del litoral, a quienes pertenecían las tierras donde Onilahy había
nacido, no querían oír hablar de esas cosas de Brujas. Y así lo
habían hecho saber cada vez que descubrían a la india Boeny, como ellos
la llamaban, intentando enseñarle alguna costumbre de los antepasados. Pero
ambas siempre se las habían arreglado para murmurar por lo bajo y, mientras
prendían sus velas a los santos cristianos, seguían a escondidas los rituales
propios.
Después de un tiempo todo eso se había terminado, recordaba Índrano
pensando en la infinidad de veces que se lo había escuchado decir a Onilahy.
Aunque en las palabras de ella siempre se adivinaba una gran pena en la voz.
Parado al lado de la puerta, Índrano baja la mirada hasta el piso y se
observa los zapatos. De pronto se encuentra pensando en quedarse allí parado
para siempre, sin hacer nada. También piensa en lo extraño de no saber
siquiera qué significa quedarse, o qué sensación deja estar ocupando unos
zapatos. Mientras reconoce el absurdo de lo que acaba de pensar ve desfilar las
preguntas dentro de su cabeza.
¿Yo soy un ángel, abuela?, preguntaba mientras jugaba en el piso.
Todos somos ángeles, pero al nacer nos olvidamos de ello, contestaba
Onilahy, como si aquella revelación careciera de importancia o si, por el
contrario, fuera una verdad irrefutable.
Sólo algunos lo recuerdan vagamente después de un gran disgusto, o después
de hacer el amor. Los niños, por ejemplo, cuando nacen, muchas veces no logran
despegar sus alas a tiempo y entonces mueren al llegar.
¿Como Belindo, abuela?
Sí, como Belindo.
¿Y yo me voy a morir?
Bueno, en realidad tú no vas a morir. Piensa en un espejo enorme, enorme,
pero de agua...
¿Con un marco?
Bueno, sí, con un marco. Imagina ahora que cuando seas muy viejito cruzarás
por el agua del espejo y aparecerás nuevamente por el otro lado.
¡Ahh..! ¿Y voy a ser un ángel de nuevo?
Sí.
¿Y qué es ser un ángel, abuela?
Mira que eres preguntón, festejaba ella, y ambos reían mostrando todos
los dientes.
Un ángel es un ser con mucha luz; todos tenemos esa luz, pero cuando
abandonamos la niñez nos vamos olvidando de ella y ya no sabemos cómo
encontrarla. Es así que se va yendo cada vez más hacia el fondo de nuestro
ser; cuando estamos próximos a morir es ésa la luz que regresa; es un momento
en el que estamos liberándonos de todo aquello que nos oprime, y entonces
volvemos a recordar. Eso es un ángel, alguien que nunca se olvida que lo es.
Mmmm... Las personas cuando son grandes y se mueren... ¿se convierten en
ángeles?
Algunos sí. Algunos nunca dejaron de serlo.
III
Ahora, mientras Índrano rememoraba este episodio, observaba la caída del
sol detrás de las construcciones. En ese mismo instante pensó que no parecía
un atardecer victorioso, sino la caída desesperada de un avión envuelto en
llamas.
La habitación donde yacía Onilahy parecía más pequeña de lo que
recordaba y los objetos ya habían comenzado a derramarse sobre los muebles. Un
sutil aroma dulzón avanzaba desde los rincones cubriéndolo todo. Sabía de
qué se trataba, era la muerte. Llegaba sin prisa para marcar su cadáver, para
separarlo rápidamente del resto de las cosas. Sentado con la espalda recostada
a la pared, veía llegar a la gente que se aproximaba hasta la cama para dejar
algunas palabras suspendidas en el aire. Onilahy por momentos alcanzaba a
distender los labios en una breve sonrisa casi imperceptible.
Índrano perdió la mirada en el techo y esperó a que pasara el tiempo. Cada
tanto llegaban hasta él algunas palabras deshilvanadas provenientes de la
cocina. Estiró las piernas y recorrió con la vista las imágenes que colgaban
de la pared. Sobre un costado aparecía un cuadro impasible, una modesta
reproducción: un Cézanne de almanaque.
Era un cuadro con olor a muerte, que así debería oler, a frutas. Índrano
lo observa desde su lugar. Un trozo de pera caliente sobre la lengua. Un ojo de
girasol observándolo todo, clavando la realidad contra la pared; para mirarla,
para dejarla allí hasta que se pudra y caiga cuando ya no importe. Las peras
calientes sobre la lengua, piensa Índrano. La muerte por asfixia de rojos y
amarillos. Girasoles como ojos de dioses como ramos de aceite; como muelles, por
donde van los barcos hechos de peras como ataúdes dulces y calientes. Cerró
los ojos y así fue cayendo la noche.
IV
Onilahy siempre tuvo un aire de misterio que parecía envolverla, reconoce
Índrano levantando un portarretratos con una fotografía en blanco y negro. Un
aire de misterio que se acentuaba sobre todo cuando contaba las historias de
ángeles y muertos; sobre todo las de muertos; era capaz de contar las historias
más inverosímiles con tanta seguridad y grandeza que quizás fuera eso mismo
lo que las hacía creíbles. Índrano pasa la mano retirando las hebras de polvo
que cubren la fotografía y surge la figura de Onilahy que aún parece querer
contar sus afiebradas historias. El retrato entre sus manos es una enorme gota
de tiempo; temblando, pero sin caer. Índrano, al ver la imagen, sonríe por
primera vez desde que llegó. Piensa que los retratos sirven para evitar que la
columna vertebral se pulverice; para detener el tiempo; para congelarlo delante
de los ojos; para poder decir que teníamos estos ojos, estas órbitas lunares.
Índrano levanta las cejas en uno de sus gestos característicos. Él sabe que
los retratos no sirven para recordar, sirven para olvidar cómo es que se llega
hasta allí. Cómo es que las personas devienen de naranjas en piedras. Piensa
también en el Tiempo y el tiempo es el árbol de todas las frutas. La gente es
como la naturaleza muerta de un cuadro, como un jarrón al lado de una silla.
Todos capturados en un flash, en un breve y fugaz Big Bang con
olor a café y seguramente estarán sonriendo con miedo o tan sólo esperando
hacerlo bien. Cuando la fotografía es buena, pero muy buena, aparecen tirantes
y hasta se puede creer que la Felicidad estaba pasando por allí. Con el
transcurso del tiempo el cartón cede, caen las frutas, y los retratos a solas
van dejando un rastro de cal dentro de los muebles. Rastro de polvo. Polvo de
columna vertebral. Índrano pasa los dedos por el cristal y cierra los ojos, las
palabras surgen dentro de su cabeza. Parece como si pudiera repetirlas una por
una... desenterraban a los muertos para abrazarlos por el frío y la soledad.
Sólo sucedía cuando un ser querido nos venía a visitar en los sueños y
eso debía ocurrir tres noches seguidas. Tres noches consecutivas estuvo
tu tatarabuela Ísalo soñando con su hermano Osibé. Lo veía girando entre la
tierra, apretándose los brazos, tiritando de frío. A veces Onilahy
realizaba alguna pausa para corregir un punto del tejido y de inmediato
continuaba contando. Como había venido sucediendo desde hacía cientos de
años, abuela Ísalo debía ir con el Sacerdote y él convocaría al
desenterramiento y posteriormente a la Fiesta. Sólo así dejaría de visitarla
noche tras noche, mostrándole la suciedad de la mortaja y quejándose de la
tristeza que se siente debajo, en la tierra.
V
Onilahy supo que iba a morir. Cuando Índrano la contempló detenida sobre la
almohada, pensó que realmente había sido una muerte bella. Había muerto del
mismo modo en que lo hacen las tortugas, sin tiempo. Estaban todos sus amigos
alrededor de la cama. Un instante antes de cerrar los ojos había estirado el
cuello para recorrerlos de ida y vuelta en un segundo, o en tres mil años. Tan
sólo unas pocas líneas para Índrano había legado Onilahy... como ya te
habrás dado cuenta, Índrano, tu abuela cree en muchas cosas distintas que no
son más que una sola. Creo en la voluntad de los dioses, pero no sólo en
aquellos que habitan los objetos, o los animales; no sólo creo en los seres
dorados de Boka; creo firmemente en cada hebra de Dios que llevamos dentro. Cada
uno le pondrá un nombre a su dios y eso no es lo importante. Lo importante es
que sepamos encontrar esas fibras y escuchar cómo se tensan en nuestro
interior, y eso, inevitablemente, sacará tu música, tu única melodía. Debes
seguir buscando esa música, la misma que te ha traído hasta aquí.
Hay tantas cosas que quiero decirte y el tiempo es tan poco. Quiero decirte
que tienes que creer en ti más que en nadie; más que en doscientos; más que
en miles. Ama, eso sí. Ama a quien desees y que sea con locura. Ama a una niña
o a un niño como tú, o a ambos, pero que sea con la sangre y los huesos, sobre
todo con los huesos. Mucha gente cree que el corazón es el asiento del amor,
están equivocados. Con el transcurso del tiempo llegas a sentir que el amor, el
verdadero, vive en los huesos: por eso la gente que ama sufre tanto con el
frío.
Mis raíces son tus raíces. No debes ir al encuentro de ellas si sientes que
no te pertenecen. Sólo bastará que te quedes con los cuentos que esta vieja te
hacía de niño. Te quedarás pensando que todo es una fábula y eso está bien.
Pero si, por el contrario, sientes ese ardor en el estómago, sabrás que debes
ir tras tu destino, y entonces es cuando sucede, de pronto te darás cuenta que
es él quien deberá seguirte. Procura que tu vida no sea como una botella
abandonada a merced de las olas. Tienes que ser la botella, la ola y ninguno a
la vez.
Todo es posible, palpa a tu alrededor y verás que la realidad es una
membrana que cede y se puede romper. Pero tienes que querer romperla y no
esperar a que caiga cuando ya no importe.
Ser viejo, Índrano, es un sonido; es un suave zumbido en los oídos. Así
comenzamos a descansar. Y entonces vamos sabiendo que ya es hora de que la
semilla caiga en los brazos del viento. ¿Te acuerdas de las semillas? Cuando
son buenas, siempre vuelven a nacer.
A veces las palabras nos quedan ¡tan chicas! Tan torpemente estiradas. Si
tan sólo aquí pudieran caber los gestos. ¿Tendrán las palabras conciencia de
asesinas a sueldo de los gestos? Escribir en este espacio que te he amado sé
que no es suficiente, pero yo lo siento en los huesos. Cuando muera, todos saben
qué deben hacer, sólo quiero un lugar donde dé mucho el sol.
Esta es mi herencia, Índrano, un puñado de buenas intenciones y un río de
mi sangre tumultuosa corriendo por tus venas. ¿Escuchas la música? Viene
llegando a lo lejos.
Un beso, tu abuela Onilahy
VI
El tiempo no existe, reflexionó Índrano alejándose de la cama. Antes de
salir de la habitación se detuvo un instante para dar una última mirada. Al
final los dedos de Onilahy la bella habían quedado masticando un borde
de sábana blanquísima; como de recién nacido o de recién muerto, había
pensado al verla. Al mismo tiempo que lloraba casi sin darse cuenta,
reflexionaba sobre ese instante único en que todo parece detenerse como si
fuera a continuar; el instante cuando el dios escurre y de pronto todo es pasado
y presente, suspendidos del cuello como un cuadro. Por un momento se quedó
rumiando lo que acababa de ocurrírsele, después cruzó la puerta y
desapareció.
VII
La realidad quedó partida en dos sobre la mesa, rodeada de abejas; después
de miel y con eso se hicieron ojos. Y desde allí fue posible explicarse el
mundo, que esa noche se había puesto de girasoles y peras, que así debería
oler la muerte.