En la oscuridad inmensa de mi cuarto habita conmigo un océano circular que
resplandece cuando estoy dormido. En vano he tratado, por las noches, de
descubrirlo vivo y brillante, abriendo y cerrando la puerta varias veces. Es un
pequeño mundo extraño, habitado de formas y colores casi inanimados, con muy
leves movimientos, y a través de la transparencia puedo percibir un misterio
onírico que envilece y aturde. Siempre, cuando me duermo, habito en él, y
vuelo en la inmensidad de su espacio; recorro este universo de colores que
enceguecen, veo sus formas gigantescas como montañas verdes, cubiertas de
pinos; diviso también los colores de las noches y los días. Sus habitantes van
inermes de un lado para otro, dejando estelas de colores silueteadas en el agua;
se conducen sin producir sonido alguno, respetando los espacios de uno y otro. A
través de sus paredes puedo ver el mundo exterior, de inmensas formas
desvirtuadas, silentes y estáticas; figuras grises iluminadas con los destellos
de este océano. Muchas veces, en el rincón de la habitación, puedo ver mi
cuerpo dormido.
Siempre, cuando despierto, lo primero que hago es cerciorarme,
angustiosamente, si aún permanece ahí ese pequeño orbe.
Una vez llegué tarde a casa y pude ver, desde la sala, los colores
fulgurantes saliendo por debajo de la puerta; corrí rápidamente y, al abrir,
sólo vi la imagen rutinaria de mi cuarto en penumbra, y en el rincón, la
luctuosa imagen del pequeño mar.
Un día escuché a mi tía hablando, aterrada, con la vecina, de que una vez
se despertó a medianoche y me vio volando sonriente dentro de la pecera de mi
cuarto.