(Nota
del editor: el presente texto fue leído en La Subsede, Rosario, el jueves 14 de
agosto de 2003, como parte de la presentación de Un tajo en el agua (Los
Lanzallamas, Rosario, 2003), primer libro de poesía del escritor y artista
plástico Juan Mildenberger [Crespo, Entre Ríos, 1966], licenciado y profesor
en bellas artes por la Universidad Nacional de
Rosario, de quien se han publicado textos en la antología Los que
siguen, 21 poetas rosarinos (Los Lanzallamas, 2002) y es además colaborador
en La Insignia de Madrid).
Cuando los críticos, cuando los lectores, cuando cualquier historiador o
historiadora del futuro, o de este presente que es ya el futuro de algún
pasado, se pregunte cómo fue ser niño en medio de un genocidio, o quizás no
precisamente en medio sino al costado de un genocidio, va a tener que leer este
libro de Juan Mildenberger. Cuando le pregunten qué secretos esconden las
grietas de la memoria que la razón prefiere olvidar, el poeta, que no dice más
de lo que sabe, pero que tampoco dice menos, responderá por las razones de ese
olvido: "Las grietas profundas / de la memoria / esconden secretos / que la
razón prefiere / olvidar / para evitar cicatrices / en sus excusas
maltrechas".
Pero nada dirá de lo olvidado. Nada, claro, a menos que logre recordar.
¿Y cómo hace un adulto para recordar, sin culpa, aquella mirada inocente
sobre el mal? Es imposible recordarla sin culpa. Y no porque se haya sido
culpable, sino precisamente porque se fue inocente. Al asumir la tarea de
recordar fielmente, de recordar cómo vio lo que vio, o cómo olió lo que olió
(de recordar el olor del miedo, por ejemplo), al asumir la ética tarea de
recordar sin agregar ni quitar nada, el poeta no puede, sin embargo, evitar la
culpa. La culpa es eso que el presente le agrega a aquella mirada inocente sobre
el mal, para salvarla. En una nueva paradoja, la culpa redime: la culpa añade
el horror, horror que el niño no sentía; la culpa sitúa en un orden moral lo
que para el niño era amoral, porque era un puro asombro. O a veces era una
tristeza, y un llanto. A veces incluso era una alegría, esa alegría infantil y
maligna que los antepasados de Juan Mildenberger designaron con el intraducible
nombre de Schadenfreude. El niño no tenía más que sus propios
sentimientos. El niño era soberano; el poeta también. El hombre no. Si el
hombre quedara subsumido en el poeta, sería un inocente absoluto: sería un
poeta maldito. Entonces el hombre habla también en el poema, para redimirse en
la inocencia relativa de la culpa, para que el poeta no quede pegado al niño
cuya inocencia plena lo volvía involuntariamente cómplice. Haber mirado el mal
con ojos de niño, y recordarlo, es comprender que la inocencia absoluta es
imposible.
Creo que fue un poeta maldito el que dijo que la infancia es la patria del
poeta. Lo es y lo sigue siendo aunque la infancia haya sido una patria minada de
cadáveres. Hay pajaritos muertos en esta infancia; hay bandadas enteras de
pajaritos que se meten en el agua letal de las trincheras de Malvinas. Y hay un
curioso desplazamiento aquí en relación con el lenguaje. El poeta no dice
Malvinas, ni dice pozos de zorro: dice trincheras. La memoria necesita de tales
refracciones para preservarse; el poema exige tales recursos de distanciamiento.
Eran trincheras las que protegían a Vic Morrow en aquel mundo en blanco y negro
de la serie Combate. Pero el poeta no dice Vic Morrow, ni dice Combate:
no hace de sus recuerdos un souvenir, ni un fetiche para nostálgicos. No
arma un pequeño museo, ni un merchandising de exportación. Renuncia incluso a
esa complicidad. Tal vez por eso sean tan escuetos sus poemas, tan reducidos a
lo mínimo. En ese rasgo de estilo que el poeta y crítico Eduardo D’Anna ya
ha dado en llamar el minimalismo de su generación, Juan Mildenberger anuda una
estética a una ética del mínimo daño: una ética de cirujano de campaña.1
Leyendo este flamante libro de Mildenberger, Un tajo en el agua
(2003), es imposible no recordar las pequeñas fábulas poéticas de Jacques
Prévert. Por su temática y por su modo de abordarla, la poesía de Juan
Mildenberger tiene algo en común con la de Martín Rodríguez,2
argentino de su misma generación.3 Y, por supuesto, con la de Juan
Gelman. Pero la exactitud gestáltica, la precisión, la economía de material
con que cada poema redondea una imagen, una idea, un concepto, evoca al gran
poeta italiano contemporáneo Valerio Magrelli.4
Para no hablar de las resonancias futuristas, mucho más épicas, de un
Ardengo Soffici, poeta que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial.5
Mildenberger, como él, también es pintor. Tiene que ser esta disciplina de la
mirada y el dibujo en el taller, más que una influencia literaria directa, la
que lo acerca a Soffici. El recuerdo, el retrato, en fin, todos esos dobles que
tanto pueden ser meros reflejos en un espejo o en la memoria como artificios de
la representación, son motivos recurrentes en la poesía de Juan Mildenberger.
No hay que extrañarse de que eso suceda en una poesía cuya patria de niñez
fue genocida, ya que toda duplicación que remonte el olvido sirve para dar la
ilusión de haber revivido los cuerpos, conjurando mágicamente la muerte. Esto
ya es alquimia. Y aquí sí hay que nombrar una influencia decisiva: la del
artista alemán Joseph Beuys, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial
(fallecido en 1986), y de quien fue discípulo el maestro de arte de Juan
Mildenberger: Remo Bianchedi.
Pero la línea, en los buenos dibujos expresionistas, puede independizarse de
toda función figurativa naturalista y fluir sola, guiada por el instinto de su
necesariedad interna, de su "necesidad interior" (Kandinsky dixit).6
Por eso muchos poemas de Juan Mildenberger tratan de elementos plásticos que,
conjugados en presente, juegan. Nada se queda quieto. Nadie se hace el muerto:
sería sin duda una broma de mal gusto. Las cosas, en sus poemas, y sobre todo
en sus poemas de amor, son dinámicas y activas. Las pinceladas vuelan, los
colores se independizan de las formas. Los besos ruedan, la luz se desparrama,
las lágrimas estallan, las flores chorrean por las paredes, las abejas caminan
haciendo cosquillas en los ojos: cada detalle tiene su propia vida y la expresa
moviéndose. Su mundo en presente es un mundo completamente animado, como el
cine futurista que soñaron Soffici y Marinetti en la euforia del fragor
bélico: "El universo será nuestro vocabulario. Por ejemplo: queremos dar
una sensación de extravagante alegría: representamos un tropel de sillas que
vuelan bromeando alrededor de un enorme colgador hasta que deciden juntarse con
él. Queremos dar una sensación de ira: fragmentamos al iracundo en un
torbellino de balas amarillas".7
¿Un dibujo animado? Fue el crítico inglés Herbert Read quien pretendió
denostar a Walt Disney acusándolo de "expresionista".8 En
realidad, lo enaltecía. Los dibujos de Mildenberger son de un expresionismo
animado, en el mejor sentido, en el del animismo primitivo: tienen un alma, y la
expresan. Eso es lo que no pudieron soportar los nazis, eso es lo que
pretendieron destruir mediante el escarnio y el fuego: ese mundo de diferencias
que vivía en cada cuadro de Emil Nolde, de Ernest Ludwig Kirchner, y demás
artistas del expresionismo alemán. Aunque, definidos con más precisión, los
dibujos de Juan Mildenberger son neoexpresionistas. El expresionismo es un
estilo que retorna más o menos cada veinte años, y el neoexpresionismo tuvo
gran auge en los años ochenta, así que prepárense para una nueva encarnación
del ave fénix de garra cruel y plumaje colorido.
Eduardo D’Anna: "Credibilidad de la poesía", en Hablar de Poesía No. 9, Año V (Buenos Aires, junio 2003).Regresar.
"mi padre toma el hacha / rompe en pedazos esa maceta vieja / la casa era de una familia de militares / que la habían habitado antes. / dentro de la maceta entre la tierra pusieron alambres / las flores crecieron así / los militares ponen alambres en todo lo que crece...". Martín Rodríguez (Buenos Aires, 1973), Agua negra (Siesta, Buenos Aires, 1998), p. 19. Regresar.
"El aire general y realista de los ‘90 tiene, a partir de cierto momento, una fisura, y creo que viene por el lado de lo lúdico... A partir de 1995/1996, comienzan a publicar una serie de poetas que conservaron su infancia para que el presente se distribuya, en sus literaturas, como un placer, como una alucinación, como una crueldad... No son niños, pero están creando una posta para la poesía argentina, feroz y gozosa, mágica y peligrosa. Esta posibilidad, la lúdica, y sus admisiones: misterio, sueño, estupidez, acción de lo insólito, desdice a los poetas realistas y antilíricos de los primeros ‘90. Además, lo lúdico, a través de su afirmación, puede dar lugar a lo lírico". Emiliano Bustos, "Generación poética de los ‘90: una aproximación", en Hablar de poesía, Nº 3, Año II (Buenos Aires, junio 2000), p. 101. Regresar.
"Especialmente es en el llanto / que el alma manifiesta / su presencia / y por una secreta compresión / transmuta el agua en dolor. (...) / Así, por esta elemental alquimia / se hace sustancia el pensamiento, / como una piedra o un brazo. / Y no hay ninguna conmoción en el líquido, / sólo el desasosiego mineral / de la materia". Valerio Magrelli (Roma, 1957), Ora serrata retinae (1980). Traducción por Pablo Anadón. En El astro disperso, últimas transformaciones de la poesía en Italia (antología, El Copista,Alta Gracia, 2002). Regresar.
Véase Los mares del sud y otros poemas (antología, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982), edición y traducción de Rodolfo Alonso. Regresar.
W. Kandinsky, De lo espiritual en el arte (Munich, 1911). Regresar.
Filippo T. Marinetti y otros, "La cinematografía futurista", en Manifiestos y textos futuristas (1968, Mondadori; 1978, del Cotal, Barcelona), p. 181. Regresar.