Nathan vive hace ya siete meses en
Potrerito, a unos cinco minutos en carro de San Antonio, en una casa pequeña
pero acogedora y fresca con un jardín donde cría pollos, conejos y, más
recientemente, gallos de pelea. Detrás de la casa corre una quebradita de aguas
cristalinas que no deja de gorgotear nunca. El terreno está clavado en el fondo
de dos cerros, así que el paisaje no es espectacular, pero ver oscurecerse el
azul del cielo a través de los eucaliptos que cercan la carretera, a medida que
anochece y aparecen las primeras estrellas, es motivo suficiente para pescar una
tortícolis de pronóstico. No está mal, en conclusión.
Ayer en la tarde subí con la morocha y Mauricio. Por el camino había que
comprar una caja de polarcitas y una bolsa de hielo. Pero el domingo es día de
guardar. No se bebe en domingo, y no se consigue una maldita licorería abierta.
La última oportunidad era en Las Mayas. Salí de la autopista. Vi de reojo el
mercado de Coche y no me costó mucho imaginar la callecita y la casa de los
abuelos, y mucho menos imaginar la casita. ¿Qué se hizo de todo eso? ¿Dónde
están todas las botellas de vino, las risas, las conversaciones absurdas? Y la
desesperación, también. Las arrecheras, la angustia. ¿Por qué no? La
tremenda desolación que transmitía esa calle un domingo en la tarde. Tú de un
lado y del otro, en el fondo, la cochina plaza, la última panadería de los
pobres, la licorería con sus borrachos, sus mendigos alcoholizados. Toda esa
miseria de la que terminabas sintiéndote parte de una forma ambigua,
misteriosa. Un domingo en la tarde. El peor día, la peor hora. Sientes que ya
no te queda nada que decir, nada que sentir. Que al día siguiente se repetirá
el ciclo del hastío en el que estás atrapado. Eso es la eternidad. El
aburrimiento sin fin.
En Las Mayas conseguimos nuestras bebidas y el hielo y seguimos cuesta
arriba. Por cierto que es de mis favoritas esta carretera, con el embalse a un
lado, su espesa selva, su frescura. Recuerdo cuando me la tragaba sobre una
bicicleta. A las seis de la mañana. Todos los miércoles. A veces éramos
quince cayéndonos a tablas, ahí durísimo, hacia arriba. Era un placer, cuando
estabas bien entrenado, subir así, sintiendo la tensión en los músculos, el
vaivén de la bicicleta cuando te parabas sobre los pedales, el control absoluto
que ejercías sobre tu máquina. Una sola máquina tu cuerpo y la bicicleta. Un
solo empuje, un solo esfuerzo. Una sola alma... Así iba pensando yo con la
morocha a mi lado, Mauricio atrás cuando llegamos al puentecito que cruza la
quebrada y nos coloca sobre la carretera que conduce a casa de Nathan, y nos
topamos con un tipo que parecía buscar algo en el monte. Pero, ¡coño, si es
Ferdinand! Era de lo más extraño verlo allí, enflusado, flaco, envejecido,
inclinado sobre la maleza, como buscando algo. ¿Qué? Detuve el carro y lo
llamé. "¡Ferdinand!". "¿Ah?, ¿ah?". No me prestaba
demasiada atención y no dejaba de escarbar entre la maleza, así que me bajé y
me acerqué.
—¿Qué buscas Ferdinand?
—¡Bébert!
—¡Qué!... ¿a quién?
—¡Bébert!, ¡mi gato Bébert!... ¡Escapó!... ¡Huyó!... unos dogos nos
persiguen... ¡desde Alemania!... ¡fíjate si es poco, desde Alemania!...
—¿Y dónde están?
—Los espanté, por supuesto.
—¿Y cómo?
—¡ALT!, los paré en seco.
—¿Y entonces?
—Muy sencillo... muy sencillo: Les expliqué mi descubrimiento literario...
¡los tres puntos, muchacho!... ¡los tres puntos!... ¡mis rieles emotivos!...
¿Entiendes?... todo el armazón... los durmientes... ¡mi metro cargado a
reventar!... ¡directo al sistema nervioso!... ¡Escaparon aullando!... ¡las
mierdas esas de perros!... pero, ahora Bébert... ¡no lo encuentro!...
—No te preocupes, Ferdinand. Ese aparece. Vente con nosotros. A casa de
Nathan. Bébert aparece en cualquier momento. Ya verás.
Se subió en el carro, saludó amablemente a la morocha y a Mauricio y se
dedicó a ver por la ventanilla mientras yo ponía en marcha el carro.
Llegamos a casa de Nathan. Eran las cinco de la tarde. Arriba el cielo
salpicado de nubes como manchas. Como enormes mocos grises y blancos. (Esta
última imagen no es mía. Es de Ferdinand). Nathan ya estaba algo borracho y un
poco cabreado porque había estado esperándonos a nosotros y al hielo toda la
tarde. Pero con Mauricio no se puede llegar temprano a ninguna parte. Sin
embargo nos recibió con un abrazo. Incluso me abrazó a mí. Amo la bebida. Le
presenté a Ferdinand. "Coño, por fin", dijo. "Joaquín me ha
hablado mucho de usted. Pasen, pasen". Las perras se echaron sobre
nosotros, especialmente se encariñaron con Ferdinand, y al él le gustaron de
inmediato. Se veía que se llevaba bien con los animales. Nos sentamos en el
porche. Nathan André y Nathael revoloteaban a nuestro alrededor, saltando y
corriendo. Verónica nos trajo cervezas. Tony, el padrino de emergencia de
Nathael, como lo llamo yo, se acercó a saludar. Comenzó la charla. Cualquier
pendejada. Hablar, hablar sin medida. La tarde huía. Ferdinand se alegraba.
Nathan había comenzado a pintar de nuevo y nos mostró sus cuadros. No estaban
terminados pero tenían algo. La simpleza contundente de la grafía. Esos
colores poderosos. Me gustaron mucho. Nathan debería pintar más.
Le dábamos duro a las cervezas. También Ferdinand que estaba achispado y
muy contento. Era como un descanso para él. Un espacio de tiempo muerto en el
que la persecución aterradora se detenía. Entonces apareció Bébert de quién
sabe dónde y se subió de un salto sobre las piernas de Ferdinand y ya todo fue
alegría y el comienzo del fin. Con Bébert apareció la primera estrella fugaz.
La vio la morocha. Se aferró con fuerza de mi mano y mirándome comenzó a
llorar. Luego apareció otra y luego otra. El cielo fue llenándose de surcos
blancos que rasgaban la noche. No era cuestión de pedir deseos ya. Ni de
pensar. Sólo mirar ese fulgor del cielo que nos bañaba de blanco. Hacia el
este surgieron dos planetas enormes. Marte y Saturno. ¿O era Venus? Parecían
flotar sobre nosotros, rojos, azules, manchados de colores, al alcance de las
manos, sin rumbo fijo, al azar, majestuosos. Al final el cielo estaba repleto de
esos inmensos globos de colores y sobre ellos las estrellas fugaces. Era el fin.
Y nosotros estábamos allí, un domingo, en casa de Nathan, borrachos y felices
y tristes. Y eso es todo...
Mayo 18, 1998