Hoy amaneció triste la mañana,
igual que ayer, igual que aquel diez de septiembre que te marchaste. ¿Cuánto
hace? Diez años ya y a veces me parece que el tiempo se paró en un instante,
un segundo de una tarde adolescente en un lugar perdido en mi memoria; tumbados
sobre finas hierbas de color púrpura jugábamos a encontrar la primera estrella
de la noche, aquella que desafiaba al sol y le empujaba tras las colinas del
oeste.
—¿Crees en Dios? —me preguntaste como si adivinases tu futuro, como si
la semilla del dolor se hubiera instalado ya en tu pecho.
—Supongo que sí, a mi manera —y sonreí, porque nadie como tú
comprendía "mis maneras", tan distintas de las tuyas como de las del
mundo entero.
—Yo sí que creo, es más, a veces hablo con él —y tu mirada con la
inocencia del que no sabe mentir, silenció mis palabras.
Un año después, cuando el mal se apoderó de la curva de tu espalda,
recordé aquel atardecer sobre el jardín de las sonrisas, la bondad de Dios no
podría abandonar a la criatura más perfecta que nunca conocí, me aseguré
como consuelo. Pero el tiempo pasaba, el mal no aceptaba tus excusas y Dios no
escuchaba mis ruegos. Te llevaron lejos buscando una ciencia que derrotara al
destino, pero el verano avanzaba con mucho miedo y la tragedia corría de boca
en boca, de pueblo en pueblo. Mil Padrenuestros, tres mil Avemarías y noche
tras noche pidiendo al aire oscuro de mi cuarto que tu dolor se acabase, que
volvieses a mis ojos tan limpio y optimista como siempre. Incluso en un acto de
cumplida cobardía, imploré a tu dios, que poco a poco fue dejando de ser el
mío, que cambiara tu vida por la mía; cómo seguir sin tu aliento empujando
mis dudas, cómo avanzar sin tu luz en el camino.
La última vez que te vi ya no eras tú; la desgracia te había robado el
cabello, una sombra triste adornaba tu rostro, y aunque intentabas sonreírme,
mi corazón, estúpido y asustado, no te arropó como hubiera querido. La gente
nos acusó de no haberte comprendido, de mostrarnos huidizos, de no darte el
cariño que esperabas; tú sabes de sobra lo que sufrimos, las noches sin sueño
que ahogamos en un río de recuerdos salados y lo presente que aún estás en
nuestros pensamientos, tú sabrás perdonarnos.
La mañana que te marchaste el verano caducó entre las primeras hojas
muertas del paseo, las nubes cubrieron el cielo como un manto de ceniza y un
viento enfurecido azotó sin piedad a las beatas que subían la cuesta de la
iglesia. Poco más recuerdo, mi memoria mantiene aquel día entre tinieblas y
apenas deja escapar alguna imagen del desván de mis lamentos, tan sólo caras
de tristeza y una punzada asfixiante que me laceró el pecho durante semanas y
que todavía me aflige cuando me encuentro con el luto de tu madre.
Intento olvidar la enfermedad que te sesgó la vida y siempre te imagino en
aquel campo de fútbol de mi infancia, es una mañana fría de sábado sobre un
césped salpicado por millares de gotas del roció que relucen a la luz del sol.
Es la primera vez que vas a jugar en el equipo y yo te animo dándote palmadas
en la espalda mientras tú resoplas intentado calmar los nervios que bailan en
tus piernas. El entrenador te llama por tu nombre y sientes que se te cae el
mundo encima, de pronto te ves entre gigantes que corren, empujan, gritan y
escupen salivazos del tamaño de un melón, pero tú mantienes infranqueable la
sonrisa y me guiñas el ojo con picardía. Después, no sé bien cómo, tienes
el balón y corres sólo hacia el portero, siempre te sueño así, corres como
si danzases y la tierra entera se para a contemplar como marcas el gol más
hermoso que el mundo ha contemplado. Te giras y con cara de incredulidad me
citas al otro lado del campo y de pronto corremos los dos a la par, riendo y
gritando, hasta que nos lanzamos de cabeza hacia el césped y patinamos sobre
él, hasta el infinito.
¿Cuántas cosas vivimos que ya no recuerdo? Nadie sabe. El primer
cigarrillo, la primera fiesta, tu primer beso... Lo cierto es que los años de
bachiller se han difuminado por completo y tan sólo tengo imágenes de cuando
éramos niños, los juegos, las risas, algún llanto y alguna reprimenda bien
ganada. Pero sobre todo recuerdo tu redonda perfección, tu inteligencia
práctica, tu capacidad de sacrificio, tus perspectivas, tu claridad de
pensamiento y tu enorme, más que enorme, corazón. No he conocido a nadie que
pueda comparar su grandeza contigo y por eso, me duele más aun que no estés al
otro lado de la calle.
¿Cuántas vidas perdí con tu partida? Nadie sabe. Perdí tu amor, perdí tu
alegría y tus consejos, un millón de recuerdos no vividos, diez años de
vivencias que no pudimos compartir. Compartir, te fuiste demasiado pronto, justo
cuando la vida empieza acelerar y los amigos son más necesarios para todo. Me
duele el alma de pensar lo que fue y lo que pudo haber sido.
Hace unos días, un cura con alma de misionero se me acercó con ánimo de
apaciguar mi alma con dios, en guerra desde el día de tu despedida. Era un buen
hombre con cara de santo y cuerpo de galgo abandonado, pero tenía el defecto de
creerse capaz de solventar todas las causas perdidas. Se sentó a mi lado y tras
cuatro frases de cortesía, se lanzó de lleno a su objetivo, ignorando lo que
le vendría encima:
—A ver, Fernando, ¿por qué no crees en Dios? —preguntó como lo hace un
padre que sabe que su hijo se equivoca.
—Lo siento, señor, yo nunca he negado la existencia de dios —hice una
ligera pausa para que el sacerdote cogiese aire—. No sé si hay o no hay, pero
lo que aprendí hace casi diez años, es que si dios en verdad existe, es un
verdadero hijo de perra.
El pobre hombre se quedó pálido y mudo, me miró con asombró, se levantó
como un resorte y se marchó sin despedirse con la impresión de haber hablado
con el mismísimo diablo. Ese es para mí tu dios, esa es "mi manera"
que no supe explicarte aquella tarde menguante sobre el jardín de color
púrpura.
Con la esperanza que algún día nos encontremos.