Quienes más se beneficiaron del
corte de electricidad que afectó a ocho millones de esta urbe, fueron los
taxistas que este verano han ganado más dinero que nunca en lo que ha sido uno
de los veranos más lluviosos en la historia de Nueva York.
Tras las lluvias que casi a diario han "refrescado" a la Gran
Manzana, los turistas han echado mano al taxi para ahorrarse chapuzones y los
ejecutivos de Wall Street para llegar secos a alguna encopetada reunión. De 20
a 40 dólares cobraban los taxis, tarifa que muchos, dada la emergencia y la
demanda, no titubearon en pagar, con excepción claro de quienes fueron
sorprendidos sin cash. Las ganancias del verano no se comparan a las que
los conductores exprimieron de los bolsillos locales tras el apagón que hace
tres semanas dejó a millones de trabajadores sin locomoción.
De cinco a diez horas tuvieron que esperar millones de personas para volver a
sus hogares. A lo lejos se veían las colas largas, tamaño familiar, de
personas esperando a noventa grados de temperatura que no menguaba en un
infierno para codependientes (ricos y pobres) del aire acondicionado. "Otra
de Bin Laden" , gritó un señor con acento brooklyniano a unos pocos
minutos de las 4 mientras la multitud compuesta de "representantes de
venta" y clientes se apostaba en las entradas del centro comercial que
alberga a Comp USA, Old Navy, Bed, Bath and Beyond y otras megatiendas de la
localidad. La inseguridad no tardó en dibujarse en las caras de todos los que
esperaban, tostados, irse a casa, ir a buscar a sus hijos o conectar por celular
o teléfono público con algún pariente o amigo, en caso. Unos a otros se
pasaban la voz. El corte se extendía hasta Manhattan. Se respiraba en todos
lados que algo andaba mal.
Hubo quienes se preocuparon de otras cosas. "No hay Nintendo, ni puedo
usar la computadora, ¿qué voy a hacer?", se preguntó un niño en inglés
antes de hablar con una señora que más bien parecía Yayita rubia, en ruso.
Resignado a perderse la tele, había acompañado a quien parecía ser su madre,
una dependiente de la panadería St. Petersburg, para ayudarla a vender agua.
Luego se empinaba a una tarima tratando de apagar el beep de una alarma
que no dejaba de sonar. El beep beep se mezcló con el griterío de
afuera venido de unos adolescentes que habían cruzado las calles y comenzaron a
hacer de semáforos; hablo de teenagers con bandana, tipo Eminem, que
daban instrucciones a todos los conductores, a quienes hasta los mismos
policías les hacían caso. Gritaban y tomaban turnos para hacer que los
automóviles avanzaran hacia algún lado en la esquina de Queens Boulevard y
63th Road el cual consta de cuatro pistas y un camino paralelo por donde pasan
autobuses desde y hacia Manhattan.
Tras perder las esperanzas de alcanzar un bus, me percaté de que la doctora,
a cuya consulta había acudido antes que se fuera la luz, tendría un espacio
donde sentarme, pasar al baño e idear una forma de salir de allí, sólo con
una tarjeta Metrocard. A una hora de lo sucedido no tenía idea del corte de
energía eléctrica. Aunque la hubiera tratado de ubicar su marido, tenía
teléfono inalámbrico, codependiente de la electricidad. La especialista,
chilena, se sentó ante su laptop para conectarse a la Internet, donde
apareció su prima, informadísima en Chile, preguntándole por el chat
si estaba bien.
"Pregúntale qué pasó y cómo estamos", le pedí. "A ver si
de Chile nos cuentan cómo estamos acá".
"No es terrorismo", dijo la prima, que miraba el CNN por cable.
"Fue una falla eléctrica alto voltaje en las redes desde Canadá".
Otra especialista, una gringa progresista entrada en años que trabaja en la
oficina contigua, se contentó por la aventura y pensó que, de tratarse de una
red, los responsables seguramente serían de la red Al Khaeda.
Quienes menos se beneficiaron de este verano y el corte de electricidad en
Nueva York quizá sean los trabajadores de la construcción. A una recesión
recalcitrante se une una lluvia copiosa que no ha dejado a nadie trabajar al
aire libre.
"Ahora no hay trabajo de techos, hemos pintado pocas casas y ahora
resulta que no tenemos bus ni electricidad, mire lo que nos vino a pasar",
contaba un trabajador de la construcción a quien encontré tras tomar tres
buses que me trasladaron por lo menos a unas tres millas de casa, que en estos
lares es bastante cerca. El chileno tenía 35 años de edad, portaba unos
inmensos ojos azules valdivianos y era chileno como yo pero llegado hace un año
atrás. Junto a él, otro chileno cincuentón llamado Stavros, con ojos negros y
un perfil inolvidable que parecía importado de la India o de Pakistán,
sorbeteaba un cigarro medio doblado que cuidaba como pieza de colección. Ambos
me relataron las peripecias para llegar a la parada de autobuses. "El jefe
nos ofreció llevarnos a la casa y este gil dijo que no quería", dijo el
valdiviano mirando al griego-chileno. "Todo por hacerle caso a este hueón".
Mientras esperábamos el último bus (que jamás pasó), ambos comentaron los
avatares de acostumbrarse al metro de Nueva York. El griego comparó estaciones.
"El de Santiago es en cruz, fácil", comentaba Stavros. "Este es
como un tobogán".
Aquel no era nuestro día. Aunque, según el valdiviano, Stavros se había
anotado unas cuantas más. Por la mañana, habían encontrado su lugar de
trabajo cerrado con candado y al griego/chileno se le había ocurrido abrir el
local haciendo uso de una ganzúa. Cuando solucionaron el problema, aparecieron
por la retaguardia pidiendo explicaciones, quince policías. Luego vino lo del
jefe, lo del apagón y lo de la espera de un bus que no pasaba.
Mientras caminábamos las interminables cuadras y se ponía el sol, los tres
—el griego, el valdiviano y yo— intercambiamos datos de "la tarjeta de
llamadas telefónicas más barata", la "picada más económica"
hasta "cómo comprar cigarros baratos en Nueva York". Mientras tanto,
mirábamos el paisaje humano a través de la oscuridad. La gente en las calles,
el ambiente fiestero y el anochecer veraniego nos remontó automáticamente a
los tres hacia el mismo lugar. "Parece Año Nuevo en Chile". Sí,
contestó Stavros. "Eso mismo iba a decir yo". "Faltan las viejas
con la ropa nueva y los cabros chicos con juguetes", añadió el
valdiviano. Cuando llegamos a casa, eran las 10 de la noche. "No te vai a
escapar de la cerveza que me debís", decía el valdiviano, a lo que
Stavros rebatía, "Cómo me vai a pelar, huevón".