Me dedico a la invención de
palabras, hace años que práctico este oficio cuyo nombre es el de palabreador.
De hecho, el nombre de mi carrera es uno de mis inventos. Cuento con orgullo
la inclusión de cinco de mis palabras en el diccionario de la Real Academia
Española. Hace un par de años me ofrecieron un cargo dentro de esa
institución, pero el trabajo tras los escritorios en ambientes perfectamente
definidos, precisados, nombrados, sería el fin de mi alma, es decir, un esencidio
(aniquilación de la esencia de las cosas).
Amante de mi oficio no puedo evitar buscar palabras para describir los
elementos innombrables a mi alrededor. ¿Cómo dejar sin nombre al latigazo
eléctrico que entumece mi espalda cuando estoy atemorizado? A pesar de lo
inusual de mi trabajo, he desarrollado un método el cual me permite determinar
la necesidad de adjuntar una palabra a un suceso o cosa. Primero, tengo que
encontrarme con algún evento o ente cuya descripción escape de mis labios. Una
vez hallado este elemento, paso a consultar mis diccionarios y me sumerjo en mi
biblioteca por dos o tres días, durante ese tiempo me comunico con mis amigos
en la Real Academia y les describo el ente a nombrar, ellos también
buscan en sus archivos, además consulto en Internet varios diccionarios
electrónicos, si el ente pasa estas pruebas entonces voy a la segunda
fase: determinar si el ente es un adjetivo, un sustantivo, un adverbio o
un verbo. Mi pasión son los verbos, a veces peleo con estas situaciones
innombrables para convertirlas en verbos a fuerza de voluntad, pero tal cosa no
puede hacerse, es preferible dejarlos fluir como simples adjetivos o adverbios
que condenarlos a desaparecer del lenguaje sólo porque no tienen la talla para
ser verbos, cuando era un palabreador novato caí muchas veces en las averbaciones
(lucha fútil para convertir en verbos palabras que no se lo merecen). La etapa
final del proceso consiste en construir la palabra, esta es la parte que más
disfruto y puedo pasar semanas pensado en cómo bautizar a mi nueva invención.
A veces siento debilidades por la letra A, porque así se encontraría a mi
palabra entre las primeras del diccionario, pero esta sección del lenguaje
está atestada y debo ceder para páginas menos pobladas de estos textos.
Entonces divago al extremo de llamarlas por la Q o la K, porque así sería
mucho más sencillo encontrarla. Algunas veces, las palabras saltan con un
nombre evidente. Como lilar. Este fue un caso que surgió en la brevedad
de un viaje en auto. Lila y yo somos amigos desde hace años, regresábamos de
un seminario de lingüística en Caracas. Fuimos en su auto y ella manejó
durante todo el trayecto desde muy temprano. Cuando culminó el evento y
decidimos volver, nos detuvimos a cenar en un restaurante en la carretera, eran
cerca de las nueve y luego de disfrutar de sendas arepas, ella me entregó las
llaves de su carro. Salimos del local y apenas tomamos la autopista, Lila se
disculpó porque deseaba tomar una siesta, reclinó el asiento hasta su máxima
horizontalidad y cerró los ojos. A los pocos minutos supe que dormía porque
acaricié su cabello sin que mediara su permiso. Mientras manejé, el tráfico
pareció disminuir, las luces de los autos no me molestaron, la radio sonó
armoniosa hasta en los comerciales y el presente se convirtió en un instante
apto para respirarlo, sentirlo y entender la sutil diferencia entre los
silencios monótonos que abundan en la cotidianidad y ser el guardián de un
templo de sueños. Cuando llegamos a mi casa la desperté y nos despedimos con
un abrazo, quise decir algo, pero el temor a construir una cursilería hubiera
sido un esencidio contra ese momento.
Esa noche recordé los significados de la palabra lila, árbol de la
familia de las oleáceas con hojas acorazonadas, sinónimo de violeta o morado,
también es la obra de Dios en hindú, la noche en hebreo antiguo, un
jardín maravilloso de algún libro, apenas un sustantivo. Era imprescindible
proteger aquel momento del virus de lo efímero y sólo los verbos tienen ese
don, por eso lilar apareció en mis labios con la misma naturalidad de un
respiro. Lilar (instante íntimo con la mujer que no sabemos amar).
La palabra fue aceptada casi de inmediato por la Academia, todos sus miembros
han lilado alguna vez.