Letralia, Tierra de Letras Año VIII • Nº 99
1 de septiembre de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
El negro y el perro
Fernán Torres León

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—¡Pare, negro cochino!

El grito salta sobre la cerca casi al mismo tiempo que el negro y ambos se pierden en la noche.

—¡Negro ladrón!

El negro corre sin ruido. Aprieta con fuerza el cuchillo y corre... Jadea un poco mientras sus pies descalzos dejan suaves huellas en la tierra rala y seca del potrero. Sólo sus ojos brillan.

    (El negro tiene magia en las manos
     —y en los ojos—.
              Y puede saltar zanjas muy anchas,
                 Pero la magia está en sus manos
                —y en sus ojos—.
     Dos pequeñas bolas blancas, venosas,
     Dos grandes manos de formas imprecisas,
     Cambiantes, imposibles de aprehender.
            —y sus ojos—
                 Llenan de magia el salón.
            —y sus ojos—
                 Untan de magia a la mujer).

El negro corre dos kilómetros. Está cerca y se detiene. Descansa boca abajo. Se tranquiliza lentamente. El cuchillo de zapatería, corto y delgado, continúa apretado entre sus manos. Se levanta. Su paso es lento y largo. Hace menos ruido que antes y nadie podría verlo. Se desliza entre las vacas tendidas sobre la escasa hierba y deja atrás las ruinas y el pozo. Mira las estrellas y calcula la hora. Es temprano todavía. El hombre está allá, sentado en el corredor con el cigarrillo encendido. Con seguridad piensa en el negro y en el perro. Dos animales, al fin y al cabo. El uno odiado, el otro muerto... El negro vio esa mañana, mientras se agachaba entre los árboles, al hombre que encontraba el perro y rugía de dolor al verlo con la boca llena de espuma. El negro también lloraba por envenenar al perro. Necesario. Indispensable. Vivo nunca podría acercarse tanto a la casa sin que saltara sobre él para llenar la noche de furiosos ladridos y, detrás del perro, el hombre con la escopeta en la mano y la muerte en la mitad de los ojos, como aquella estrella roja que observó cuando niño.

El negro se acuesta boca arriba sobre la pobre hierba y mira las estrellas. Están muy altas y lejanas pero son alegres, acogedoras, amistosas. Odia al sol porque inunda las calles y los campos y las casas de luz y sólo él, el negro, continúa oscuro, impregnado de noche y de magia.

El negro siente pasar el tiempo. Piensa en las estrellas. Abandona un momento el cuchillo y sus manos se tienden para agarrarlas y las persiguen con el rito antiquísimo que sus manos forjan por instinto y que llena de angustia el pequeño corazón del negro. Algo allí se desgarra, se entreabre un instante y perfila su silueta pálida, mientras trata inútilmente de brotar como un chorro de luz. El negro quiere ayudar pero no puede. Presiente en la garganta el reflujo de su instinto y su propia lucha para darle forma y asirlo.

Al fin las estrellas llegan al lugar previsto y el negro se levanta. Busca el cuchillo y lo toma de nuevo entre sus manos. Corre hacia la casa casi sin respirar porque el hombre tiene buen oído y se despierta pronto y con él la escopeta y la muerte. Todo duerme menos el negro que camina. El hombre, tendido en la cama con la bolsa de esmeraldas al cuello como un escapulario lleno de la mejor magia que conoce el negro, y el perro a un metro debajo del árbol que el mismo negro plantó hace años.

La casa tiene líneas blancas y un escalón que cruje. Despacio, con la punta de los dedos, empuja las tablas. Tienta el nudo y el clavo. La puerta cede un poco. El negro se detiene. Escucha. Adentro el hombre respira. El negro empuja. La puerta avanza. Desata. Se detiene. Escucha. El hombre respira.

El negro empuja. Se detiene. Escucha. El hombre duerme. El negro empuja. La puerta avanza. Escucha. El hombre tose. El corazón del negro palpita. Su mano izquierda acaricia el cuchillo.

Empuja. Se detiene. Escucha. Apenas respira. El negro se detiene y su corazón palpita. El hombre se estira y el camastro suena. El negro tiembla. Espera. Las estrellas suben en el cielo y las manos del negro —y también sus ojos— derraman magia sobre la puerta. La respiración del hombre recobra el ritmo. El negro empuja. Se mueve la madera. Un poco.

Otra vez empuja. Escucha. Empuja. El negro adquiere luz. Su cuerpo suda. Las manos —y los ojos— llenas de magia, brillan. El cuchillo relampaguea. Refleja la muerte en la hoja pulida. Empuja. Espera. Escucha. Allá, bajo la tierra, el perro duerme.

La puerta está entreabierta. El negro presiente la escopeta apoyada en la pared, muy cerca de la cama. Su corazón palpita pero cierra los ojos, cambia de mano el cuchillo y salta...


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 22 de septiembre de 2003 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes