—¡Pare, negro cochino!
El grito salta sobre la cerca casi al mismo tiempo que el negro y ambos se
pierden en la noche.
—¡Negro ladrón!
El negro corre sin ruido. Aprieta con fuerza el cuchillo y corre... Jadea un
poco mientras sus pies descalzos dejan suaves huellas en la tierra rala y seca
del potrero. Sólo sus ojos brillan.
(El negro tiene magia en las manos
—y en los ojos—.
Y puede saltar zanjas muy
anchas,
Pero la
magia está en sus manos
—y en sus
ojos—.
Dos pequeñas bolas blancas, venosas,
Dos grandes manos de formas imprecisas,
Cambiantes, imposibles de aprehender.
—y sus ojos—
Llenan
de magia el salón.
—y sus ojos—
Untan
de magia a la mujer).
El negro corre dos kilómetros. Está cerca y se detiene. Descansa boca
abajo. Se tranquiliza lentamente. El cuchillo de zapatería, corto y delgado,
continúa apretado entre sus manos. Se levanta. Su paso es lento y largo. Hace
menos ruido que antes y nadie podría verlo. Se desliza entre las vacas tendidas
sobre la escasa hierba y deja atrás las ruinas y el pozo. Mira las estrellas y
calcula la hora. Es temprano todavía. El hombre está allá, sentado en el
corredor con el cigarrillo encendido. Con seguridad piensa en el negro y en el
perro. Dos animales, al fin y al cabo. El uno odiado, el otro muerto... El negro
vio esa mañana, mientras se agachaba entre los árboles, al hombre que
encontraba el perro y rugía de dolor al verlo con la boca llena de espuma. El
negro también lloraba por envenenar al perro. Necesario. Indispensable. Vivo
nunca podría acercarse tanto a la casa sin que saltara sobre él para llenar la
noche de furiosos ladridos y, detrás del perro, el hombre con la escopeta en la
mano y la muerte en la mitad de los ojos, como aquella estrella roja que
observó cuando niño.
El negro se acuesta boca arriba sobre la pobre hierba y mira las estrellas.
Están muy altas y lejanas pero son alegres, acogedoras, amistosas. Odia al sol
porque inunda las calles y los campos y las casas de luz y sólo él, el negro,
continúa oscuro, impregnado de noche y de magia.
El negro siente pasar el tiempo. Piensa en las estrellas. Abandona un momento
el cuchillo y sus manos se tienden para agarrarlas y las persiguen con el rito
antiquísimo que sus manos forjan por instinto y que llena de angustia el
pequeño corazón del negro. Algo allí se desgarra, se entreabre un instante y
perfila su silueta pálida, mientras trata inútilmente de brotar como un chorro
de luz. El negro quiere ayudar pero no puede. Presiente en la garganta el
reflujo de su instinto y su propia lucha para darle forma y asirlo.
Al fin las estrellas llegan al lugar previsto y el negro se levanta. Busca el
cuchillo y lo toma de nuevo entre sus manos. Corre hacia la casa casi sin
respirar porque el hombre tiene buen oído y se despierta pronto y con él la
escopeta y la muerte. Todo duerme menos el negro que camina. El hombre, tendido
en la cama con la bolsa de esmeraldas al cuello como un escapulario lleno de la
mejor magia que conoce el negro, y el perro a un metro debajo del árbol que el
mismo negro plantó hace años.
La casa tiene líneas blancas y un escalón que cruje. Despacio, con la punta
de los dedos, empuja las tablas. Tienta el nudo y el clavo. La puerta cede un
poco. El negro se detiene. Escucha. Adentro el hombre respira. El negro empuja.
La puerta avanza. Desata. Se detiene. Escucha. El hombre respira.
El negro empuja. Se detiene. Escucha. El hombre duerme. El negro empuja. La
puerta avanza. Escucha. El hombre tose. El corazón del negro palpita. Su mano
izquierda acaricia el cuchillo.
Empuja. Se detiene. Escucha. Apenas respira. El negro se detiene y su
corazón palpita. El hombre se estira y el camastro suena. El negro tiembla.
Espera. Las estrellas suben en el cielo y las manos del negro —y también sus
ojos— derraman magia sobre la puerta. La respiración del hombre recobra el
ritmo. El negro empuja. Se mueve la madera. Un poco.
Otra vez empuja. Escucha. Empuja. El negro adquiere luz. Su cuerpo suda. Las
manos —y los ojos— llenas de magia, brillan. El cuchillo relampaguea.
Refleja la muerte en la hoja pulida. Empuja. Espera. Escucha. Allá, bajo la
tierra, el perro duerme.
La puerta está entreabierta. El negro presiente la escopeta apoyada en la
pared, muy cerca de la cama. Su corazón palpita pero cierra los ojos, cambia de
mano el cuchillo y salta...