
La historia de mi vida está signada por el nombre de Pedro Nel Uribe Gómez, no sólo porque mi existencia se pierde en sus raíces genéticas, sino también porque mi trasunto vital de soñador y poeta está nutrido por un imaginario de dioses, mitos y significaciones que él me legó desde la infancia.
Desde que tuve uso de razón la imagen de Pedro Nel era la de un hombre de avanzada edad, pero vital, que leía y compartía conmigo, con un inocultable orgullo de abuelo, los significados de un vetusto Larousse ilustrado. Un objeto mágico para mis ojos de niño que el abuelo me dejaba disfrutar, y con su natural virtud pedagógica me explicó que aquel era un diccionario enciclopédico. En ese maravilloso universo él no sólo encontraba las definiciones de palabras desconocidas que ampliarían su léxico, sino también las historias que en muchas ocasiones le oí compartir al abuelo con las personas que lo visitaban. Una de ellas era “Las lenguas de Esopo”:
Esopo fue un esclavo con deformidades físicas pero de una inteligencia superior que vivió en Grecia en el siglo V antes de Cristo.
Habiéndole ordenado su amo, Janto, en ocasión de tener que ofrecer un festín, que fuera al mercado y trajese lo mejor que encontrara en él, Esopo no compró más que lenguas y las hizo servir aderezadas de modos distintos. Severamente lo reprendió Janto ante sus invitados. Esopo se explicó de esta manera: “¿Pues qué cosa puede haber mejor que la lengua? Es el lazo de la vida civil, la clave de la ciencia, el órgano de la verdad y la razón; con su auxilio se construyen las ciudades, se las civiliza e instruye; con ella se persuade en las asambleas, y se cumple uno de los primeros deberes del hombre, que es el ineludible deber de alabar a los dioses”.
Janto entonces le dijo: “Pues bueno, Esopo, ofrécenos mañana lo peor que haya”.
Al día siguiente no hizo servir Esopo más que lenguas, explicándole a Janto y sus invitados: “La lengua es lo peor que existe porque es la madre de las discusiones, la nodriza de los pleitos, el origen de las divisiones y las guerras; lo es igualmente del error y, cosa peor aún, de la calumnia. Por ella se destruyen las ciudades, y, si alguna fiesta se le celebra a los dioses, es el órgano de la blasfemia y la impiedad”.
Pedro Nel fue cabeza de hogar de una familia de recursos limitados y nuestra madre, su hija, lo había acogido en nuestra casa, por lo cual yo compartía con él la misma habitación en unas camas gemelas. No olvido que al final de las jornadas cotidianas el abuelo Pedro Nel me hacia repetir los poemas que él sabía de memoria, entre ellos “El brindis del bohemio”, “La gran miseria humana” y “La abeja”.
Él empezaba con su voz monocorde, pausada, transida de sabiduría por los años y las muchas lecturas:
—Miniatura del bosque soberano.
Y yo repetía desde mi cama:
—Miniatura del bosque soberano.
Así una y otra vez hasta que me aprendía entero el poema:
Miniatura del bosque soberano,
consentida del vergel y el viento;
los campos cruzas en busca del sustento,
sin perder nunca el colmenar lejano.
De aquí a la cumbre, de la cumbre al llano,
siempre en ágil, continuo movimiento,
vas y tornas, como lo hace el pensamiento
en la colmena del cerebro humano.
Lo que sacas del cáliz de las flores
lo conduces a tu celda reducida,
y sigues sin descanso tus labores.
sin saber, ¡ay!, que en tu vaivén incierto
llevas la miel para la amarga vida.
¡Y el blanco cirio para el pobre muerto!
No fue extraño entonces que en la escuela el maestro de primero primaria me escogiera para declamar en el evento de clausura del curso.
Como el abuelo, mis tíos paternos y maternos fueron hombres y mujeres campesinos cuya trayectoria académica no había superado el cuarto de primaria elemental, pero forjados en una tradición formativa tan valiosa que convertía en una experiencia inolvidable oírles leer en voz alta las noticias de los diarios que llegaban a la finca de la abuela Inés Londoño. Había tal propiedad, dicción y capacidad de interpretación de los textos en esas lecturas colectivas que sólo eran comparables con las jornadas de Miguelito Paz, un indígena paez, gran contador de cuentos tradicionales, que nutrió nuestra imaginación en las noches de la vereda El Danubio bajo el resplandor de una lámpara de caperuza.
Esa infancia feliz hizo que me destacara en la asignatura de español, pero en quinto elemental un profesor idiota que ahora no vale la pena mencionar no comprendió mis inquietudes y mi hiperactividad y me hizo perder la materia y cogerle tirria a la asignatura. Para mi fortuna, otro profesor de gran sabiduría me reconcilió con el español y la literatura y me motivó a vincularme activamente a los talleres literarios del nuevo colegio. Se llamaba José Jota Bustamante y lo recuerdo ahora como un merecido homenaje y reconocimiento al hombre que me retornó a las sendas de la literatura. Ese colegió era la Concentración Rural Agrícola Baudilio Montoya, denominada así por el Comité Departamental de Cafeteros del Quindío como una forma de rendirle tributo a uno de los mayores poetas del Quindío, y construido con el propósito de brindarles mejores futuros a la juventud de la región. Allí tuve la oportunidad de competir con otro gran declamador y amigo, Carlos Mario Vargas Aristizábal, con quien, en muchas oportunidades, representamos al colegio en las semanas culturales que organizaba en el pueblo el Colegio San José, institución regentada por hermanas vicentinas. Allí (como ya lo conté en Letralia, la revista de las letras hispanas) conocí a Carlos Arturo Patiño, quien posteriormente se hizo mi amigo. En la actualidad convertido en un ejecutivo joven, Carlos Arturo continúa su labor cultural desde el centro cultural y lugar de tertulias El Café de Carlos, en Calarcá, Quindío.
Muchas veces participé en representación de La Bella en las semanas literarias organizadas por las hermanas vicentinas en el Colegio San José de la ciudad de Calarcá. Jornadas épicas donde la poesía romántica de Baudilio Montoya en la voz de Carlos Arturo Patiño libraba batallas con la poesía popular del Indio Duarte en la voz de nuestro contemporáneo, Carlos Mario Vargas.
Patiño, baudiliano irredento, se convirtió en uno de mis mejores amigos y me encontraba con él, en los bajos de su casa, ubicada en la calle 38, al pie de la cafetería La Tertulia, en donde don Rafael Pinto, un calarqueño cívico, impulsaba campeonatos de futbol, voleibol y minibasquet. En aquella casa patrimonial de bahareque y calicanto nos encontrábamos para compartir nuestro conocimiento de la poesía de Baudilio Montoya y practicar las declamaciones con las cuales participaríamos en el Colegio San José. Tal vez la muerte de José Dolores Naranjo, un campesino sencillo, sencillo como su canto, de esos que rezan y siembran y que rezan el rosario y a ninguno le hacen mal porque detestan el daño, fue uno de los primeros romances que aparecieron en mi repertorio baudiliano. Pero sin duda fue con La niña de Puerto Espejo, el romance con el cual fui consciente de la memoria del pueblo quindiano, de su gente y de sus fondas, en donde José Pinedo, hombre de pelos en pecho, vendía jarabe de tuza y aguardiente pendenciero. Allí paraban de tarde con sus recuas los arrieros y muchas veces también por borracheras y celos enhiestaron sus machetes Antonio Gil y Luis Cuervo, que eran dos mandacallar, en aquellos lances tremendos.
Pedro Nel también fue testigo orgulloso de aquellas jornadas culturales.
Yo era su nieto mayor y el primero que terminaría bachillerato. Corría 1978 y durante todo ese año, Pedro Nel se dedicó a ahorrar los recursos que le daban sus hijos semanalmente para que yo comprara el vestido de grado. Ambos imaginábamos el día de la graduación. Pero el 4 de diciembre, días antes del evento feliz, falleció el abuelo después de una penosa enfermedad.
El 12 de diciembre me gradué en medio del jolgorio de sesenta jóvenes vivaces y pletóricos de futuros y aunque algunos pocos conocían mi realidad, dudo que alguno sospechara la dimensión de la tristeza interior que me embargaba.
El recuerdo de Pedro Nel me acompañó en cada una de mis aventuras culturales y literarias. Lo imaginaba como una presencia tutelar en las actividades académicas en la Universidad del Quindío donde fui protagonista de la revista literaria Termita.
Para valernos de la metáfora que conlleva su título, diremos que la revista Termita, “La que descorre los velos”, extiende sus galerías desde la publicación que fundara el fallecido Álvaro Nieto, profesor de la Universidad del Quindío, en compañía del Taller Literario del Quindío. El Taller Literario fue realmente una entidad cultural fantasma promovida por un grupo de intelectuales calarqueños quienes regresaban de Europa con la intención de renovar la cultura quindiana, entre los cuales figuraban Elías Mejía, Orlando Montoya, Luis Fernando Patiño Cano. Ellos fomentaron recitales, cineclubes y talleres de lectura, y se unieron al profesor de diseño en la Universidad del Quindío Álvaro Nieto para impulsar una revista universitaria que empezó como hojas mimeografiadas, pero que realmente terminó siendo un taller de pensamiento al cual nos vinculamos algunos estudiantes del programa de licenciatura en tecnología educativa, María Cristina Ceballos, entre ellos, quien ya se destacaba en la asignatura de fotografía y se inauguraba en la revista con un contraluz.
Así mismo la presencia tutelar de Pedro Nel Uribe acompañó la realización de Café con Verso.
El Quindío está ligado a Calarcá y Calarcá está ligado al café y la poesía. Por eso no es ninguna aporía afirmar que Calarcá es una ciudad con aroma de Café… con Verso. De hecho la instauración de este evento que marcó un hito en la actividad cultural de la región se fraguó con la participación de un sinnúmero de calarqueños y quindianos entre quienes es posible recordar ahora, aún a riesgo de cometer olvido, a José Nodier Solórzano, Oscar Iván Sabogal, Gladys Molina, María Eugenia Duque, Elías Mejía, Fernando Torres, Jorge Mario Salazar, Orlando Montoya, Julio César Hincapié, Nicolás Uribe, Carlos Arturo Patiño, Mauricio Trujillo y toda la tropilla entusiasta de Artistas a la Calle en cuyas instalaciones se realizaron la mayoría de las tertulias y recitales con la participación de creadores de talla nacional como Giovanni Quesseps, William Ospina, Olga Elena Mattei, María Mercedes Carranza y los Poetas Tóxicos de Manizales, entre otros.
En alguna oportunidad el tío Memo le regaló a Pedro Nel una colección de fascículos de la enciclopedia Historia de la mitología y Pedro Nel se sumergió en las genealogías de los dioses griegos y sus correspondencias romanas, y él las compartía conmigo con generosidad didáctica y cómplice. De esa manera mis trabajos literarios se fueron cargando con esas influencias míticas. Máxime cuando arribé a las orillas del argentino universal. Por eso no es gratuita la pregunta que el periodista Ángel Castaño me hiciera en una entrevista para El Diario del Otún:
—En Retorno de Odiseo, su poemario inédito, usted revisita las figuras de la mitología griega, siendo esa mirada la línea transversal de la obra. En el mundo de la contemporaneidad, ¿qué nos dicen los griegos?
—Esta entrevista no sería posible sin los griegos. El idioma nuestro, el hispañol —ya sabe usted que el español no existe, no lo hablan ni los españoles—, es posible por el aporte multicultural y los griegos son una piedra angular de él, como el árabe, el náhuatl, el quechua, el portugués o el lunfardo, para no alargarnos en enumeraciones. La autora de Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar, le hace decir al emperador romano: “De todo de lo dicho por el hombre lo mejor está dicho en griego”. Y no se equivocaba. Aún en la actualidad, después de 2.500 años, cuando la narratología pretende constituirse en una de las disciplinas de las ciencias cognitivas, los autores modernos regresan a Aristóteles para beber en su poética y su retórica las claves inaugurales. Coordenadas desde las cuales, aún hoy, se explica el arte de la escritura de calidad. Imagine usted “La casa de Asterión”, de Jorge Luis Borges, o el complejo de Edipo, sin el aporte de los griegos. Negar la posibilidad de utilizar los griegos como hipotexto de la creación literaria es como prohibir la posibilidad de usar la historia mítica del jaguar, y desconocer “La noche boca arriba”, de Cortázar, porque no será entendido por los consumidores de revistas de farándula. La presencia de los grecocaldenses rayó perversamente el caletre de algunos críticos quienes confunden la utilización proselitista de las raíces históricas de la cultura con la legitimidad de su uso como materia de trabajo literario. Los grecocaldenses al menos escribieron; otros, ni eso.
Ahora que releo la entrevista esa respuesta me parece excesiva y pretenciosa, pienso que le debí contestar solamente que era el nieto predilecto de Pedro Nel Uribe, pero claro, qué iban a saber el periodista y los lectores que Pedro Nel Uribe era el hombre que soñaba dioses griegos.
Para finalizar este homenaje a Pedro Nel Uribe, transcribo un poema juvenil que le escribí poco tiempo después de su muerte, recuperado gracias a su hija, la tía Teresa Uribe, quien también heredó de su padre la locura por la declamación y otras locuras añadidas por la vida que en la actualidad le permiten vibrar con alegría en los escenarios propiciados por el grupo de la tercera edad: “Lazos de amistad”.
Homenaje a Pedro Nel
Con la mirada perdida en el futuro,
contra la vida que lo había enaltecido,
que le había enseñado
a ser un hombre bueno.Yo le vi caer sobre sus sienes
las blanquecinas huellas de los años
le vi volverse viejo, mas no huraño
le vi cubrirse de impolutas nieves.Yo le vi alrededor de las hogueras
contándole a sus nietos las viejas epopeyas
en noches de luces y de estrellas
en noches que no volverán aunque lo quiera.Nos contaba las historias de Esopo,
de su intrepidez y su sabiduría
y nos contaba también que se sabía
las aventuras trágicas de Edipo.Siempre miró la muerte sin temor
y en los últimos años de la vida
cuando la senectud le causaba heridas
la llamó para que le calmara su dolorEl abuelo era así, fuerte y bravío,
sencillo, cortés, bondadoso, tierno
y ahora que me falta,
ahora que lo pierdo
recuerdo tristemente que fue mío.
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