
Cuando Benjamin se propone estudiar a Baudelaire, se detiene en una serie de imágenes relacionadas con la época del poeta. Suma, así, pacientemente, una abrumadora cantidad de datos: biográficos y culturales, políticos y económicos. Cualquier información, cualquier referencia le resulta significativa en su propósito. Las proliferantes luces de esa gran metrópoli que es París, los burgueses paseantes, los conspiradores como símbolos de una nueva forma de hacer política y de hacer historia, la creciente importancia de la prensa, los folletones, la aparición de la fotografía, la costumbre de la “hora del aperitivo”, la abundancia de vidrios y mármoles en los abundantes pasajes que atraviesan la Ciudad Luz, la moda del suicidio, la bohemia, Napoleón III… Signos todos, imágenes, o, como las llama Benjamin: “fantasmagorías” a través de los que entender y explicarse la escritura de Baudelaire.
Tal variedad casi alucinante podría perderse en una maraña caótica si no fuese por la lúcida orientación que Benjamin imprime a su pesquisa. El caos es conjurado, así, gracias a la virtud ordenadora y expresiva de una palabra que hurga, descubre y describe por entre la confusión y la abundancia. Un lector debe poseer imaginación. Extraordinaria importancia de la imaginación. Ésta —decía el mismo Baudelaire— lo es todo. Media entre la mediocridad y el genio, entre lo ordinario y lo extraordinario. Gracias a la imaginación, el ser humano es capaz de percibir lo distinto; alcanzar a distinguir más allá, mucho más allá, del aquí y del ahora. La imaginación, concluía Baudelaire, alimenta toda obra de creación. Sin ella no hay originalidad ni trascendencia. Imaginación es mucho más que fantasía. Es creación, capacidad creadora en el sentido más amplio e ideal. Con sus fantasmagorías, Benjamin sintetiza un tiempo alrededor de algunos imaginarios centrales.
Al hablar de síntesis de épocas, no puedo dejar de recordar un libro de Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, donde su autor llega a resumir toda la historia occidental en dos imágenes. Una: la del monoteísmo de los hebreos dirigiendo desde el ardiente desierto sus plegarias a un creador, todopoderoso y solitario habitante del cielo, padre supremo siempre severo y siempre justo. Otra: la de los griegos que lograron trazar los linderos de una razón que se imponía a todo y que aún los mismos dioses debían obedecer; y que sobre ese concepto inventaron las dos mayores expresiones del saber humano: la filosofía y la democracia. De paso: en esta extraordinaria síntesis resuenan ecos de algo que dibuja Jorge Luis Borges en su cuento “El evangelio según Marcos” (El informe de Brodie). “Se le ocurrió —escribe Borges— que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota”.
La novela que narra la historia de un héroe en conflicto con su circunstancia es la palabra de la Edad Moderna.
En su Teoría de la novela, Lukács planteó una tesis ya canónica: la de que el tiempo humano se refleja, escrito, en los libros que él produce. El cantar épico, anónimo, colectivo, fue la palabra de la edad antigua, la del principio o la génesis de tiempos volcados en legendarias historias que la memoria colectiva recuerda. La novela que narra la historia de un héroe en conflicto con su circunstancia es la palabra de la Edad Moderna, la del protagonismo del individuo, la del tiempo de un rostro humano como metaforización del universo. Después de Lukács, Lucien Goldmann habló de la evolución del héroe novelesco. De un primer tiempo moderno, el de la iniciativa privada y las conquistas individuales, se pasó a otro caracterizado por el debilitamiento del protagonismo humano. Y, según Goldmann, el mundo novelesco reflejó esa pérdida al imponer el protagonismo de las cosas en vez del de los hombres. Personajes y anécdotas, sentimientos y valores desaparecieron en beneficio de los objetos inanimados. La novela se convertía en el reflejo de un mundo que borraba al hombre. En lugar de éste, era el turno de las relaciones reificadas.
Al final de su poema “El viaje”, Baudelaire escribe: “¿Cielo o infierno, qué importa?, con tal de encontrar lo nuevo”. En un mundo cambiante, las expresiones se modifican y se modifican, también, las percepciones. Valoración del cambio, idolatría de la novedad que dice que en todo lo nuevo siempre hay descubrimiento. En el arte se reitera la misma convicción: más que bella, la obra de arte debe ser original. El esencial reto para el artista será crear una obra que, inconfundiblemente, lo identifique.
Como crítico de arte, Baudelaire percibió una central característica de la estética moderna: los significados de una obra pueden expresarse a través de su forma más que de sus contenidos. Benjamin distingue en la poesía de Baudelaire una forma hecha con ritmos nuevos, ritmos asociados a un nuevo espacio: el de gran ciudad; superficie de fugaces encuentros y rápidos desvanecimientos, lugar de simultaneidades e incesantes transformaciones. Benjamin establece una relación entre ese trepidante ritmo urbano y una palabra poética que crece y se desarticula en formas informes, palabra divagante entre la poetización de la prosa o la prosificación de la poesía; palabra amplia y modulante sin alusiones muy sólidas ni demasiado precisas. Palabra, en fin, de un flanêur: un paseante que se pierde o se hunde en medio de la muchedumbre, pero sin llegar a confundirse con ésta. “Baudelaire ama la soledad pero la quería en la multitud”, dice Benjamin. Soledad del diferente. Baudelaire es el inconforme, el “maldito”, un marginal por voluntad propia, un ser incomprensible y fuera de ruta. Benjamin nos habla de la escogida miseria del poeta de Las flores del mal: “Sé tan bien —escribe éste en una carta— pasármelas con unos pantalones desgarrados y con una chaqueta por la que sopla el viento, ir tirando con dos camisas, arreglarme los zapatos agujereados con paja o con papel, que casi sólo siento como padecimientos los morales”.
¿No sospechamos la vigencia de Baudelaire incluso en nuestros días; una cercanía todavía real a ese ideal de escritura que él definió de “leve, divagante y amplia”?
Baudelaire, dice Benjamin, fue a Francia lo que Poe a los Estados Unidos: antítesis de los tradicionales ejemplos de su sociedad. Ni la sociedad francesa de Baudelaire ni la norteamericana de Poe podían aceptarlos o entenderlos. Encarnaban, cada uno a su manera, la cultura de un país que, en su momento, no encarnó a ninguno; distantes los dos de las normas acatadas, alejados hasta de los espacios físicos más naturales y “aceptados”. Benjamin recuerda que Baudelaire vivió la mayor parte de su vida en pequeñas habitaciones de hotel, cuartos donde ni siquiera era fácil apreciar trazas de su trabajo creador como poeta. No había en ellos ni mesa de trabajo ni diccionarios ni papel de escribir ni plumas. Vivienda de un ser errante que se asumía como tal y no cesaba de mostrar los signos de su desposesión. (Por cierto, otro escritor francés, Albert Camus, dirá en un comentario algo muy parecido sobre su vida transcurrida en hoteles; refiriéndose, sobre todo, a la percepción de su muerte: no le hubiera importado morir, dijo, en la habitación de un pequeño hotel como cualquiera de esos muchísimos pequeños hoteles en los que había vivido a lo largo de su vida).
Leyendo Poesía y capitalismo, de Benjamin, nos queda una interrogante: a pesar de que su trabajo fue escrito hace muchas décadas, ¿no sospechamos la vigencia de Baudelaire incluso en nuestros días; una cercanía todavía real a ese ideal de escritura que él definió de “leve, divagante y amplia”? Todo lo sólido se desvanece en el aire es el título de un muy conocido libro de Marshall Berman, autor “posmoderno” de nuestros días. Nuestra época pareciera reconocer cada vez menos solidez, contundencia o perennidad en las cosas; tampoco, desde luego, en una escritura que puede reflejar el silencio y el ininteligible farfullar de seres deambulantes dentro de un mundo tambaleante. ¿El mérito del trabajo de Benjamin? Habernos mostrado todo esto a través de algunas imágenes o “fantasmagorías” deudoras de su elocuente imaginación.
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