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Wenceslao me dejó nocaut

viernes 16 de septiembre de 2022
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“El limonero real”, de Juan José Saer

Lo he dicho, y escrito, más de cuatro veces: soy un lector aborreciblemente frívolo: en la literatura sólo busco placer. Allá por mi adolescencia no pensaba así y, debido a engañosa ética originada en mis deseos de aprender, me sentía obligado, una vez comenzada la lectura, a recorrer hasta la última palabra de un libro, no diré “objetivamente malo”, pero sí “subjetivamente insoportable”. Conducido por tan absurdo principio, arribé, con la lengua afuera, las rodillas flojas y los pulmones acezosos, a la página final de novelas tan enemigas de mis gustos como Las afinidades electivas de Goethe y Salambó de Flaubert. Y no fueron las únicas.

Alrededor de mis veinte años me curé de esa demencia, no senil, sino juvenil, y, desde entonces, abandono de inmediato la lectura de todo libro agresivo, sin importarme las loas o los laureles dispensados a sus autores. No creo ser el único, aunque no dejan de alarmarme personas que, según creo, simulan disfrutar de obras evidentemente diseñadas para torturar a quien se atreva a visitarlas.

Veamos cómo empiezan, entre tantas, cinco novelas de las que me declaro admirador:

1

Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé Gonzales y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone…

 

2

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

 

3

Si he de resultar yo el héroe de mi propia vida, o si ha de ser otro quien ocupe este puesto, es cosa que deben decir estas páginas. Para empezar el relato de mi vida por el principio de la misma, dejo constancia de que nací un viernes, a las doce de la noche, según me contaron y yo lo creo. Un detalle que llamó la atención fue el de que comenzamos simultáneamente, el reloj, a dar la hora, y yo, a llorar.

 

4

Seguramente se había calumniado a Josef K., pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana. La cocinera de su patrona, la señora Grubach, que le llevaba todos los días su desayuno a las ocho, no se presentó aquella mañana. Nunca había sucedido eso.

 

5

Yo soy, señor, lo que vulgarmente se llama un hombre sin carácter. Usted ya se habrá dado cuenta. Basta mirarme, basta tratarme un poco, y mi falta de carácter sale a la luz. ¿A qué negarlo? Es como si en una conversación un mudo pretendiera ocultar que es mudo. A mí me pasa lo mismo.1

Los cinco autores me han suministrado, cada cual a su manera, sensatas informaciones que —¡albricias!— logré comprender en una décima de segundo: Lázaro nació en el río Tormes, ojalá su padre sea perdonado por Dios; Cervantes no quiere acordarse del nombre de un lugar; Dickens señala que el llanto del recién nacido coincidió con las campanadas del reloj; Kafka conjetura que alguien habría calumniado a Josef K.; Denevi presenta a Adalberto Pascumo como un hombre sin carácter. En resumen, me han franqueado las puertas de sus creaciones y me han invitado a visitarlas. Así lo hice y, en efecto, fue acertadísima decisión, ya que las cinco novelas me han proporcionado abundantes delicias.

 

Varias derrotas

Ahora bien, en distintos momentos de mi vida, y tal vez encandilado por tantas luces laudatorias que caían sobre cierto autor, llegué a dudar de mi criterio e intenté penetrar en una novela que comienza así:

Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos que vienen desde la otra orilla del río. La voz de los gallos viene de muchas direcciones. Con los ojos abiertos, echado de espaldas, las manos cruzadas flojas sobre el abdomen, Wenceslao no oye nada salvo el tumulto oscuro del sueño, que se retira de su mente como cuando una nube negra va deslizándose en el cielo y deja ver el círculo brillante de la luna; no oye nada, porque cincuenta años de oír en el amanecer la voz de los gallos, de los perros y de los pájaros, la voz de los caballos, no le permiten en el presente escuchar otra cosa que no sea el silencio.2

Sin duda, este párrafo —de lenta comprensión, en mi caso— ha de atesorar detalles fascinantes, símiles maravillosos y metáforas prodigiosas que, sin embargo, no logro percibir. Al llegar a la palabra silencio, perdí por nocaut y me resigné a no conocer algo más sobre Wenceslao.

Una pena.

Fernando Sorrentino
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Notas

  1. Anónimo, Lazarillo de Tormes; Cervantes, Quijote; Dickens, David Copperfield; Kafka, El proceso; Denevi, Un pequeño café.
  2. Fingiéndome Juan de Mairena, solicité a un pibe cualquiera de mi barrio que leyera estas ciento setenta y cinco palabras y que las pusiera en lenguaje poético. Tras algunos minutos, tradujo: “Wenceslao está tan habituado al ruido circundante que ya no le presta atención”. A lo que contesté: “No está mal”.
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Comentarios (3)

Leer solo aquello que proporciona placer, me parece una excelente premisa. Aún así, a mi todavía me cuesta absolverme si desisto de seguir leyendo un libro. Eso, sin embargo, ha ocurrido excepcionalmente, con mucha más frecuencia terminé disfrutando de una lectura que, en principio, me resultó engorrosa. Una de tus derrota -Las afinidades electivas- constituyó en mi adolescencia una verdadera epifanía: Me identifiqué con Eduard, amé a Ottilie, etcétera, la otra, “Salambó”, leída también muy tempranamente, me atrapó por su exotismo, es, sin embargo, la única obra de Flaubert ha la que no es recurrido. Supongo que con el tiempo (tengo 83 años recién cumplidos) iré aprendiendo eso, tan atractivo, de aceptarse como un lector insoportablemente frívolo. Gracias por compartir y un saludo cordial.

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Hola Fer. Yo tenía un amigo en mi juventud que decía que el comienzo de una novela, el primer párrafo, marcaba el tono definitivo y, también su decisión de leerla o no. Y citaba el comienzo de Don Segundo Sombra o de Cien años de soledad. A mí el inicio de DSS me parece insuperable, ¿a vos? ¿No te llamaría a continuar la lectura?

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Fernando Sorrentino, ¡excelente síntesis, sin tanto gre-gre para decir Gregorio!

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