
El camino del exilio siempre es muy largo y, pocas veces, tiene retorno.
Exiliarse no es emigrar, se puede emigrar en son de paz buscando un mejor porvenir para el futuro, exiliarse es huir de tu país con hipotéticas posibilidades de regreso.
En España, por ejemplo, a raíz de una guerra civil de ingrata memoria, muchas personas pudieron huir, exiliarse, en contra de su voluntad y empujadas por las circunstancias. Yo he hablado con algunos, muy pocos, supervivientes que lograron volver para no encontrar sus hogares, destruidos por los bombardeos o sus pueblos aniquilados e igualmente irreconocibles. Estas personas me hablaron de su inmenso dolor al verse desarraigados, de manera tan brutal, de sus casas, de sus barriadas, del patrimonio de su historia, la suya, de sus recuerdos, porque las flores en cada país tienen fragancias diferentes e incluso los árboles no son los mismos, y hasta el cielo, siendo azul, no es igual, existe una perspectiva por completo diferente que nos grita que no es nuestro hábitat natural por hermoso y amable que sea.
Entonces, la melancolía de la ausencia ocupa el lugar del intenso dolor del desarraigo, pero lo que no puede borrar nunca es el recuerdo, siempre abierto como una herida, de que cualquier tiempo pasado, el de cada uno, fue mejor.
El poder del tiempo para borrar memorias es temible, pero determinadas vivencias no deben ser olvidadas porque forman parte de nuestro patrimonio histórico.
Esposas, padres, hermanos, abuelos, nietos, amigos, los maridos se quedaron bien bajo tierra o en la cárcel prisioneros por ser el enemigo, y la triste y temerosa desbandada, emprendió el camino del exilio, ese camino sin retorno muchas veces. Personajes lo emprendieron pero no fueron los más, la mayoría, gente humilde o de clase media, fueron los obligados viajeros y así hicieron un turismo que nunca imaginaron, primero Francia e inesperados campos de concentración para refugiados, después Rusia para muchos niños huérfanos, los “niños de Rusia”, como se llamarían años más tarde, y luego aquel triste paquete, a México, que sin prejuicios, les abrió los brazos y les dio casa y trabajo permitiéndoles emprender una nueva existencia que les apartaba de guerras, desolación y miseria. Fue un resurgir, hacer las Américas, se decía entonces, pero, como siempre sucede, unos tuvieron suerte y otros no, unos murieron en el exilio y otros volvieron a España, viejos ya, para morir en ella, tristes pero al mismo tiempo felices, de poder reposar para siempre en la tierra que les vio nacer.
La gente pequeña y anónima no tiene quien escriba sus historias o mencione su recuerdo, Antonio Machado sí como artista, en su caso poeta. Murió el 22 de febrero de 1939 en Colliure, Francia, en su recién emprendido camino hacia el exilio en compañía de sus hermanos y de su madre octogenaria, quien no pudo resistir el fallecimiento de su hijo y le acompañó a la tumba, en sentido literal, días más tarde, pues ambos se reunieron en el mismo nicho y allí es donde reposan, al menos que yo tenga noticia hasta la fecha.
“Late, corazón… No todo se lo ha tragado la tierra”
Existen muchos recuerdos sobre la guerra civil española, recuerdos de los exiliados, cada vez menores, los recuerdos que conservan sus hijos, sus nietos, si es que recuerdan haber oído algo, de los biznietos no hablo, ya que todo les queda en la prehistoria.
El poder del tiempo para borrar memorias es temible, pero determinadas vivencias no deben ser olvidadas porque forman parte de nuestro patrimonio histórico.
A mí me contaron dos señoras, con el intervalo de años, sus remembranzas infantiles de la Guerra del 36; una me dijo que cuando bombardeaban Barcelona se refugiaba, con sus padres y hermanitos, abrazándose todos, y que a ella la aterraban los silbidos de las bombas al caer y las explosiones; la otra señora me confesó que de pequeña le molestaba mucho ver “las casas rotas” con las habitaciones al aire y las escaleras destrozadas; no comprendía por qué estaban así, ¿y quién puede comprenderlo?
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