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Sergio Ramírez, el retratista de la épica a domicilio

martes 24 de abril de 2018
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Sergio Ramírez
El premio Cervantes otorgado a Sergio Ramírez coincide con una Nicaragua envuelta en protestas, incendios y muertes.

Al escritor nicaragüense Sergio Ramírez le he leído con cierta constante inconstancia. O sea, con altibajos y en ocasiones con largos paréntesis. No por culpa de la escritura de Sergio Ramírez, sino por el aparatoso ritmo de lectura que he llevado para salir un poco de la rutina que en ocasiones imponen los libros; si no, pregunten al pobre Alonso Quijano, que tuvo que salir de su biblioteca para encontrar en la realidad, que le era adversa y para nada literaria, la aventura de su vida más extraña, desaforada y fantástica que la leída en sus libros de caballería. Se sale de los libros para entrar en la metáfora de la vida, la cual, como dijera el Adriano de Marguerite Yourcenar, te va enseñando los libros.

Leí de adolescente su novela ¿Te dio miedo la sangre?, editada por Monte Ávila Editores (la de la cuarta, claro). Luego tuve noticias de que su novela Castigo divino se convirtió en éxito inesperado de la televisión. Luego leí su crónica sobre la travesía sandinista, Adiós, muchachos. Una utopía que cerró sin broche de oro, al parecer se robaron el broche, con una enorme corruptela que incluía piñata, brujería, persecución rastrera al poeta Ernesto Cardenal, incesto y un florido etcétera nada prístino, y al final resultaron menos revolucionarios y más politicastros de oficio.

Esa fidelidad a la imaginación, a las mentiras verdaderas de la literatura, es lo que en definitiva me gusta de Sergio Ramírez.

El premio Cervantes otorgado a Sergio Ramírez coincide con una Nicaragua envuelta en protestas, incendios y muertes; no por casualidad en su discurso el premiado escribe: “Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio. Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, dueña y señora de la libertad, ‘por la que se puede y debe aventurar la vida’, pues no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, sólo quiere fidelidades incondicionales. Somos más bien testigos de cargo”.

Esa fidelidad a la imaginación, a las mentiras verdaderas de la literatura, es lo que en definitiva me gusta de Sergio Ramírez. Ese no darle tregua, ni sosiego ni respiro a la realidad por más cruda que se presente; ese no inclinarse ante el contrabando de sombras del poder y que ofrece felicidad al mayoreo cuando en realidad sólo busca sacar su pedazo de pastel, contante y sonante, por servicios prestados.

En su libro Mentiras verdaderas escribe: “Las guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, los crímenes ocurren dentro de nuestras casas. Son sucesos domésticos, pertenecen a una épica a domicilio”. En unas páginas más adelante de este libro utiliza un mueble, que hizo su abuelo materno, quien era un ebanista aficionado, como ejemplo para encarar el oficio de la escritura, o como él lo escribe: “Para fabricar un mueble se parte de una idea de árbol, el árbol que se alza ante los vientos entre la abigarrada y oscura multitud del bosque. Es necesario elegir uno de ellos, apreciar su fuste, las rugosidades de su corteza, la extensión de sus raíces, la solemnidad de su estatura, la frondosidad de su ramaje y entonces, hay que cortarlo. Y después de cortarlo, aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas, darles una forma; cuidar que las junturas no dejen luces —entre juntura y juntura no puede pasar la luz—, y por fin tallar, lijar, pulir, barnizar. Nada sobrevive de aquella forma de árbol, pero es el árbol. Entre el árbol y el mueble, entre la materia del árbol y la transformación de la materia en un mueble queda de por medio la apropiación de esa materia, apropiación que es el proceso de convertir la realidad en imaginación y la imaginación en lenguaje; un proceso que requerirá de diversas herramientas, como las del carpintero que era mi abuelo: plomada, escoplo, buril. Y rigor, disciplina, sentido de las proporciones, medidas de la estética, amor de la perfección…”.

Los muebles escritos por Sergio Ramírez tienen ese toque vigoroso de la perfección.

Detrás de ese afán de comparar el oficio de la escritura con el burdo trabajo artesanal (como lo hizo el poeta Eugenio Montejo al comparar la composición de un poema con la hechura del pan de la pequeña panadería familiar en la que creció) existe como una poética, hay como un recuperación de ese menudo trabajo manual que de alguna manera posee el trabajo con las palabras y que tiene muchos puntos de contacto con hacer el pan, construir un mueble u organizar todo el encofrado de madera, que era la responsabilidad de mi padre, para vaciar una placa de concreto. Todos estos trabajos llevan implícitos constancia, disciplina, pero sobre todo un aprender cada día para alcanzar cierta maestría única e irrepetible sin otro truco que el trabajo implacable. Además con el trabajo con el lenguaje no hay otra manera, sino compromiso de artesanía esmerada y pasionaria.

Husmear la vida vista por el ojo de la cerradura de lo literario es lo que hace un escritor, y si es competente buscará darle a todo eso que mira cierto simbólico arte. Intentará hacer un retrato, con palabras, de lo humano, desde la trinchera del lenguaje, buscando enriquecer el mundo con sus ficciones tan verdaderas como mentirosas. Y creo que en el fondo eso ha tratado de hacer a través de sus novelas Sergio Ramírez. No es casual que Gioconda Belli escriba: “A menudo he pensado que Sergio Ramírez es el Balzac de nuestra sociedad, un retratista implacable cuya brújula apunta siempre al meollo de la condición humana y por lo mismo no es ajena ni a la soledad del monstruo ni a los cristales cortantes del azúcar”.

Los muebles escritos por Sergio Ramírez tienen ese toque vigoroso de la perfección, de esa perfección que busca que el lenguaje no tenga fisuras y que entre juntura y juntura deje pasar sólo la luz inquieta e implacable de la imaginación.

Carlos Yusti
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