El ensayo hoy en día ha perdido fuelle y esa pastosidad en profundo, que lo empujaba a dilucidar los puntos candentes del momento, se ha ido por la tangente hasta convertirse en una composición (sin tanta caspa académica) que aborda los temas más dispares con cierto desdén descreído. Ahora el ensayista no está frustrado por no escribir novelas (o cuentos) y asume el género como una anotación ultramarina donde reúne la poesía, el relato, la crítica literaria, la crónica, el aforismo, la filosofía y toda esa escritura portátil que va dando portazos y borrando ventanas para que la escritura ensayística respire aires distintos. El ensayo como un apunte de equilibrista que se mueve en ese tenso alambre de las palabras buscando, paso a paso, esa música irreal, ese silencio perforado de cerraduras por donde puede verse la vida, traspapelada en literatura, como una metáfora creativa y heterodoxa.
El escritor de ensayos es antes que nada un buen lector, o es en todo caso un devorador de libros capaz de moverse con habilidad por escrituras diversas, sin discriminar nada y para quien hasta un manual de refrigeración puede refrescar una tarde calurosa. Y aunque la escritura de ensayos se apuntala con el discurso de otros escritores, reseñas de otros lectores y citas, como bien lo enseñó Montaigne, es en ocasiones una manera de avanzar hacia lo que se desconoce. Inundando el camino, mientras se avanza, con esas migas de las influencias y en las cuales hay más dudas que puntuales certezas. No sin razón Fernando Savater ha dicho que “el verdadero ensayo llega cuando das un paso más allá de lo que sabes para entrar en el territorio de lo que no sabes”.
En todo ensayista vive un explorador más o menos competente. Equipado con un buen arsenal de libros, colocados en la estantería de su alma, se interna en ese intrincado laberinto del discurso (el propio y el de los demás) para desentrañar esa recóndita belleza de la gran trama de la literatura como idea, estética o ficción.
Como es lógico una buena porción de ensayistas hacen lo posible por convertir el ensayo en arte, o más bien buscan darle un tono más ingenioso y desplanchado, que sea una especie de rápel que se inicia desde la altura de un texto dado (llámese novela, cuento, etc.) y comienza, desde esa cima, un descenso de miedo y sin prejuicios hacia las entrañas del discurso literario. Desde este deslizamiento en vertical se me antoja el estilo ensayístico de Juan Martins y más específicamente con su libro Novelas son nombres, conformado por ocho ensayos que descienden hasta los subterráneos de la escritura de autores con estilos diversos (Paul Auster, Roberto Bolaño, Amos Oz, Enrique Vila-Matas, Amélie Nothomb, Alberto Hernández, Pola Oloixarac y John Maxwell Coetzee). Escritores pertenecientes a diferentes geografías, pero que tienen en común una escritura que se mueve un poco al margen de los moldes tradicionales y las etiquetas sumarias, a las que son proclives los críticos y los redactores de tesis.
Como lector Martins percibe las afinidades, coincidencias y divergencias en la manera de abordar lo narrativo, de un estilo que va dejando su marca.
El libro se inicia con un texto sobre el libro Kassel no invita a la lógica, de Enrique Vila-Matas. Martins anota: “EI propio Vila-Matas se representa desde su máscara a modo de crear la performance en Documenta 13 (documenta de Kassel, la conocida feria de arte contemporáneo) que le permite crear de su personalidad el objeto de su acto artístico: hacer que escribe ante el público como un gesto de interpretación de su condición de personaje, permitiendo que su presencia como escritor sea una representación antes que un hecho real…”. Este juego de roles, este convertir la literatura en un bazar lúdico, es lo que despierta la intriga en Martins como lector. Quiere indagar las posibilidades de la ficción traspapelada con lo real.
Además de explorar la singular escritura del autor español, a un tiempo Martins busca explicar la intención de su libro: “Hemos dicho ‘texto narrativo’ puesto que los autores interpretados son los que sus textos nombran: Novelas son nombres. Aludiendo al título de este libro como para asociar ideas más flexibles o ligeras con el lector. De lo contrario, estaríamos muy lejos de nuestro propósito. Los lectores buscan nombres: autores que se integran a la voluntad del lector. Autores, nombres y novelas (o relatos urdidos en forma de novela). Y como pronombres personales de las lecturas. Por tanto no tiene pretensión de estudio alguno en el estricto rigor académico (que bien están pero lejos de nuestras intenciones)…”. Como lector Martins percibe las afinidades, coincidencias y divergencias en la manera de abordar lo narrativo, de un estilo que va dejando su marca. El estilo como propuesta estética, social, política y como poética. El estilo, como dijo Umbral, como esa modulación que toma el lenguaje al pasar por nosotros, como esa curva que adopta el agua en una jarra. Martins escribe: “He expuesto esta idea general del estilo porque de esto es lo que va: el estilo, la literatura y la vida. Saber que estoy ante escritores con una impronta por su estilo”. El estilo que va forjando el metal de la mejor literatura, que va moldeando esa belleza en la que el ritmo y el sonido de las palabras tiene el inequívoco impulso de lo abrasivo.
Juan Martins aparte de ensayista es dramaturgo y en tal sentido debe tener nociones sobre la construcción de personajes eficaces para la escena. Cuando el autor muda a la piel de personaje sin duda provoca un quiebre que convoca al enigma. Borges, en su conocido texto sobre esas magias parciales del Quijote, facilita las claves de este extraño juegos de espejos: “¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”. A los autores revisitados por Martins les atrae ese sentido lúdico donde lo real y lo ficticio parece confundirse y sin temor alguno van hasta los límites de lo literario, sin temer convertirse en comparsa subsidiaria de una escritura que trata de colocar la escritura en ese terreno donde la realidad también escribe.
Otro punto a favor de Novelas son nombres, ensayos inexactos, es la pulcritud de relojería con la que escribe Martins, esmero estilístico que no cansa y que en ningún momento llega a ser aburrido por los distintos giros que asume para abordar tema y autores. Sin mencionar ese entusiasmo lector alejado de la crítica profesoral. Para Martins los autores sometidos a sus escrutinios lectores se convierten en otra pieza de ese sutil engranaje que es a fin de cuentas la escritura. A veces la anécdota de la novela o del relato es prescindible, o queda en un segundo plano, para darle protagonismo al yo escrito del autor, que también se trasmuta en personaje o se diluye/desaparece hasta ser sólo escritura viva, latente de emociones diversas, y que sitúa la realidad y la ficción en un armazón de muchas posibilidades y de infinidad de lecturas, o como lo escribe el autor: “En este caso se trata de acepción literaria. Una bitácora personal. De alguna manera acercarnos a lo que hemos leído con el propósito de acomodarlo a un modelo heterodoxo de interpretación”.
Para el escritor de novelas, cuentos o poesía, en el caso de Martins sería la escritura de piezas teatrales, el ensayo viene siendo como un paréntesis. César Aira ha escrito:
El que escribe durante un período largo inevitablemente verá reducirse muchísimo su libertad. Pero ahí está el ensayo para devolvernos la dicha de los orígenes, al jugarse en el campo de la elección previa, donde está el tema. (Entre paréntesis, creo que no es que se elija el tema, sino al revés: donde todavía hay tema sigue habiendo elección, y por lo tanto libertad.)
Enrique Vila-Matas ha escrito: “Empiezo como terminaré: a la deriva. Y lo hago preguntándome si tienen forzosamente las novelas que narrar una historia”. Esta frase puede servir. El ensayo debe forzosamente buscar el ovillo de un tema para desenredarlo. ¿Puede el ensayo narrar la escritura? ¿El ensayo es capaz de contar la historia del yo escritor como espejo intercambiable del yo lector?
La pasión lectora no es un género pero puede ofrecer raros frutos, y por esa razón don Quijote, como gran lector, también fue asaltado por el deseo de escribir.
Escribir ensayos sobre la escritura del otro quizá sea simplemente ese intercambio de roles donde el lector deviene en un escritor, especie de luz atrofiada/lisiada que a veces inunda algún callejón en la ciudad y cuyo esfuerzo por iluminarlo se torna penoso (por no decir absurdo), ya que la oscuridad insiste como una incógnita (o como un animal rastrero adherido a las paredes). La luz hace lo que puede y el escritor de ensayos se pierde en esa bruma dudosa del capricho hasta volverse uno con la oscuridad, o para escribirlo con palabras del propio Martins: “El capricho de mi yo lector que acepta, entre otras cosas, la derrota. Y de aquí la (de)fragmentación del discurso de lo leído. El placer por el (des)orden quiere establecer su lógica. Hasta conseguir una ligera cognición con el discurso del autor”.
El escritor Enrique Vila-Matas ha señalado: “El placer de leer se asemeja al de modificar con discreción, sea nuestro o ajeno, lo que leemos”. Martins con su libro ha hecho su cuota respectiva, y con la discreción de director escénico, más que modificar se ha dado a la tarea de añadir comento, como escribiera Gracián, a lo leído. La pasión lectora no es un género pero puede ofrecer raros frutos, y por esa razón don Quijote, como gran lector, también fue asaltado por el deseo de escribir, pero hizo todo lo posible por sabotear su deseo y se buscó un sinfín de ocupaciones irrelevantes para posponerse como escritor. Sabía, con claridad delirante, que a la locura de leer no podía agregarle esa otra de escribir.
El libro Novelas son nombres, ensayos inexactos, es el extraño fruto de un lector que pretende un diálogo con otras escrituras y otros lectores. La pasión lectora trasmutada en escritura que avanza sólo con ese peligroso rigor del entusiasmo; como esa luz inexacta en un callejón tratando de convertir la oscuridad en una peculiar poética del destino.
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