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La biblioteca Caligari

martes 5 de noviembre de 2019
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“El gabinete del doctor Caligari” (1920), de Robert Wiene
La biblioteca Caligari es un capricho y como todos los caprichos se alimenta de esas fobias/filias personales que reptan por el alma. Fotograma de “El gabinete del doctor Caligari” (1920), de Robert Wiene

He imaginado una biblioteca no de libros raros, sino de libros que oscilan en ese abismo de lo extraño; pero de un extraño otro, particular y que a todas luces puede resultar normal; libros que en el fondo tienen un puñetazo perturbador para el lector. En ocasiones son libros que rompen cánones y aire irrespirable del asombro.

Esta biblioteca es un capricho y como todos los caprichos se alimenta de esas fobias/filias personales que reptan por el alma. La llamaría biblioteca Caligari en homenaje a una película dirigida por Robert Wiene en 1920 (en blanco y negro) que narra la historia de un sombrío personaje, el doctor Caligari, propietario de un particular circo y cuyo espectáculo cardinal es un sonámbulo (llamado Cesare) que tiene la capacidad de predecir el futuro de las personas. Las predicciones de Cesare sobre la pregunta más frecuente del público, “¿cuándo voy a morir?”, es siempre exacta, y uno que otro asesinato desencadena dudas sobre el doctor y su insólito pelele sonámbulo. En la película todo es exagerado y el desalineado y poco equilibrado decorado de la ciudad, un tanto retorcido y siniestro, es el condimento ideal de la singularidad y el desconcierto.

Esta biblioteca Caligari se iniciaría con el libro Índice de libros prohibidos. El ejemplar que tengo está en latín. Obsequio de mi amigo y profesor de castellano y literatura Humberto González. Lo tengo entre mis libros predilectos por el simple hecho de ser una advertencia sobre la estupidez humana, de ese razonamiento atascado en la intolerancia y de ese espíritu censor que emana siempre de cualquier estamento del poder, sea religioso o político, y por ser una biblioteca alfabética en sí misma. La primera redacción del Índice se hizo en 1559 por la Santa Inquisición y es por antonomasia un dispositivo censor para desterrar libros que son contrarios a los dogmas y normativas de la Iglesia Católica. Para mí es un amuleto contra el sectarismo supersticioso que siempre se viste con los harapos del bien colectivo.

Otra obra sería Miserable milagro (1956), de Henri Michaux. El libro recoge la experiencia literaria y gráfica del poeta con la droga llamada mezcalina. Michaux, como buen explorador de los abismos, buscaba alterar su conciencia y tratar de aprehender, a través de la escritura y el dibujo, ese viaje bajo los efectos de la droga. No sé si en verdad descubrió algo, pero la experiencia produjo tres libros y una buena cantidad de dibujos que se acercaban bastante a la caligrafía china. Las visiones obtenidas por el poeta eran complejos filamentos que se transformaban continuamente a una velocidad y vibración acelerada. Los dibujos reflejan una simetría caótica. Dibujos que perfectamente pueden ilustrar las distintas teorías científicas contemporáneas sobre el caos. Octavio Paz escribió: “Los dibujos no son meras ilustraciones de los textos. La pintura de Michaux no es subsidiaria de su poesía: se trata de mundos autónomos y complementarios a un tiempo. Pero en el caso de la experiencia ‘mezcaliniana’ las líneas y las palabras forman un todo difícilmente indisociable. Formas, ideas y sensaciones se entrelazan como si fuesen una sola vertiginosa criatura (…). El ritmo y el movimiento de las líneas hacen pensar en una inusitada notación musical, sólo que no estamos frente a una escritura de sonidos o ideas, sino de vértigos, desgarraduras y reuniones del ser”.

Otro libro similar sería Opio, de Jean Cocteau. Aquí el proceso es inverso: se trata de un diario sobre el día a día de una desintoxicación de opio. También tiene dibujos y collages, menos perturbadores que los de Michaux, pero igual de infrecuentes. Habría que incluir Jakob von Gunten, la tercera novela de Robert Walser, escrita en 1909 en Berlín, tres años después de haber dejado el instituto donde se había educado. La novela narra las peripecias de Jakob, a través de su diario, como alumno del inverosímil instituto Benjamenta, o como lo escribe al inicio su protagonista: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito”. Está estructurada desde la voz de Jakob, quien con humor describe sus días en el instituto y el carácter de algunos de sus condiscípulos. Tanto Jakob como Hans son chivos expiatorios de la educación, uno por carencias y el otro por excesos. En otro aparte de la novela se puede leer: “Conocimientos no se nos imparte ninguno. Como ya he dicho, falta personal docente, es decir, que los señores educadores y maestros duermen, o bien están muertos, o lo están sólo en apariencia, o quizá se han petrificado, lo mismo da; el hecho es que no nos aportan realmente nada. En lugar de los maestros, que por alguna extraña razón están ahí tumbados, como muertos, y dormitan, quien nos da las lecciones y nos dirige es una mujer joven, Fräulein Lisa Benjamenta, hermana del señor director del Instituto”.

Otra novela que rompe los esquemas es La soledad del lector, de David Markson. No hay personajes. No existe un hilo conductor. Quizá posea una especie de bosquejo (un hombre se acomoda a un espacio y mientras lo hace lo asaltan citas, notas, acotaciones leídas, etc.). Es como un boceto sutil, pero camuflado de la escritura de otros. Todo avanza con más citas, notas y contranotas. Es una rutilante chismografía literaria y no una novela en ese sentido tradicional, y contiene cosas como esta:

Hölderlin estuvo loco, si bien de modo inofensivo, durante más de treinta y cinco años. Con frecuencia improvisaba al piano extrañas melodías durante horas, o cantaba en lo que parecía una combinación indescifrable de latín, griego y alemán.

Nietzsche tocó el piano sin parar en sus propios once años de locura. Una vez, por lo menos, con los codos.

Robert Lowell era antisemita.

Milton una vez visitó a Galileo.

Shakespeare murió en Stratford el 23 de abril de 1616, un martes.

Cervantes murió en Madrid el 23 de abril de 1616, un sábado.

La diferencia se produce entre el calendario juliano y el gregoriano. Cervantes murió diez días antes.

Thackeray tuvo que pagar para publicar La feria de las vanidades. Sterne tuvo que pagar para publicar Tristram Shandy. Defoe tuvo que pagar para publicar Moll Flanders.

Nuestra vida no es más que una batalla y una estadía en tierra extraña.

Dijo Marco Aurelio.

Un año antes de su muerte, ya enfermo y mientras le rechazaban su obra reciente, a Baudelaire le mostraron unos ensayos donde se lo elogiaba, escritos por dos poetas de poco más de veinte años. Ninguno de ellos había producido todavía un libro propio, con lo que sus nombres no significaban nada.

Paul Verlaine. Stéphane Mallarmé.

El padre de Chaucer era vinatero.

Otra libro que debe estar en esta biblioteca es Mutus liber… ¡El libro mudo! (publicado en el año 1677). Tal es el título (abreviado) de un tratado sobre alquimia compuesto sólo de imágenes y que hoy es una curiosidad estética debido a sus excelentes grabados. El título es algo largo en latín y su traducción sería: El libro mudo, en el que toda la filosofía hermética está representada en figuras jeroglíficas, dedicado a Dios misericordioso, tres veces buenísimo y grandísimo, y dedicado a los únicos hijos del Arte, por el autor, cuyo nombre es Altus. Está compuesto por quince planchas sin explicación alguna; perfectamente se podría considerar como un suplemento de comiquitas medieval.

Infaltable El libro rojo de Carl Gustav Jung, famoso por su trabajo con el sicoanálisis, y que deja al descubierto no sólo el funcionamiento de una mente portentosa, sino la mano de un talentoso artista y calígrafo. Son textos con gran carga esotérica y espiritual e intercaladas, entre más de doscientas páginas iluminadas, hay pinturas cuyas influencias oscilan desde Europa, Oriente Medio y Extremo Oriente hasta el arte nativo americano. El libro rojo está lleno de símbolos y de escritura alucinatoria. Un libro del que no se puede sacar qué quiso decir su autor, pero que subyuga con sus dibujos y sus textos llenos de una extraña poesía entre la profecía y la reflexión espiritual.

Otro volumen, que en lo particular para mí es alucinante, es Me acuerdo, de Joe Brainard, publicado en el año 1970, con buenos continuadores: están los “me acuerdo” de George Perec o el Yo también me acuerdo de Margo Glantz. Conocido mucho mejor como pintor, escribió un libro que recupera sus recuerdos como mínimas pinceladas de una delicada belleza; pinceladas precisas de la memoria:

Me acuerdo de la señorita Peabody [señorita “Cuerpo de guisante”], la bibliotecaria de mi colegio.

Me acuerdo de la señorita Fly [señorita “Mosca”], mi profesora de naturales del colegio.

Me acuerdo de un niño muy pobre que tenía que ponerse las blusas de su hermana para ir al colegio.

Me acuerdo de los trajes nuevos para Pascua.

Me acuerdo del tafetán. Y de cómo sonaba.

Me acuerdo de mi colección de folletos e información turística sobre Nova Scotia.

Me acuerdo de mi colección de anuncios de “Modess porque…”.

Me acuerdo de la colección de puntas de flecha de mi padre.

Me acuerdo de un coche que tuvimos, un Ford rojo descapotable del 49.

Me acuerdo de El poder del pensamiento positivo de Norman Vincent Peale.

Me acuerdo de la dama de noche. (Una flor que se abre de noche.)

Me acuerdo de haber intentado imaginarme a mi madre y a mi padre haciendo el amor.

Otros libros que formarían parte de esta extraña biblioteca serían La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski; La carta de Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal; Locus Solus, de Raymond Roussel; La isla Salajin, de Antón Chejov; Ex sesos y asa res, de Erro (Ender Rodríguez); Poemas-objetos, de Franklin Fernández; las tres novelas gráficas de Max Ernst (1891-1976): La mujer de las 100 cabezas (1929), Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo (1934) y Una semana de bondad o Los siete elementos capitales; La tórtola del Ajusco, novela mexicana, de Julio Sesto; Los estetas de Teópolis, de Vargas Vila; Relación del primer viaje alrededor del mundo, de Antonio Pigafetta; Gatomaquia, de Lope de Vega; Dar un paseo, de William Hazlitt; Excursiones a pie, de Robert Louis Stevenson; Menexeno, de Platón; Senos, de Ramón Gómez de la Serna; Coños, de Juan Manuel de Prada; Alicia en el País de las Maravillas anotada, la otra parte, de Alfred Kubin; El libro de los animales misteriosos, de Lothar Frenz; Thomas el oscuro, de Maurice Blanchot; Lecciones de baile para una edad avanzada, de Bohumil Hrabal; La expedición de Humphry Clinker, de Tobias Smollett; Desembalo mi biblioteca, de Walter Benjamin; Historia de los libros perdidos, de Giorgio van Straten; El gabinete de un aficionado, de Georges Perec; Juan Antonio Navarrete con su Arca de letras y teatro universal, y Memorias de un semibárbaro, de Rafael Bolívar Coronado.

La biblioteca Caligari es imaginaria por un extremo y real por el otro. Sin embargo lo perturbador es que sus libros, sin ser rarezas bibliográficas, participan de un componente de lo anormal (como el doctor Caligari de la película dirigida por Wiene), sin mencionar el hecho de que muchos libros tienen ilustraciones, lo que le agrega otro componente estético destacable, o como lo preguntó para sí, un tanto contrariada, la Alicia de Carroll: “¿Y para qué sirve un libro sin ilustraciones ni diálogos?”.

La biblioteca Caligari es la antibiblioteca por excelencia ya que el lector puede leer los libros u optar por dejarse ir por las ilustraciones. Lo bueno de esta biblioteca es que sus libros parecen irreales, pero la trampa es que no lo son y puede ser que el irreal sea el lector, y cuando de libros se trata todo resbala en la maravilla de lo posible.

Carlos Yusti
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