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Actrices, actores y escritores

viernes 4 de diciembre de 2020
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Jean Seberg
Jean Seberg fue una criatura trágica de magnética belleza, pero estuvo atrapada en los torbellinos de su pasión desbordada, que terminó devorándola.

En el barrio de mi adolescencia algunas mujeres tenían pegados en las paredes de sus cuartos a sus galanes del cine y la televisión. Las veía lidiar con sus hombres toscos, barrigudos y cerveceros. Las veía cómo borraban su realidad amorosa con sólo suspirar frente a sus ídolos masculinos de las telenovelas. Mi mamá siempre estuvo embelesada por Raúl Amundaray, desde su interpretación de Albertico Limonta, personaje del radioteatro El derecho de nacer de Félix B. Caignet, convertido en telenovela.

A Julio Cortázar le fascinó siempre la actriz británica Glenda Jackson, con la que le sucedió algo fuera de lo común y que él refiere en dos cuentos, los cuales parecen flotar en ese luminoso tejido de lo fantástico.

Actrices y actores ejercen siempre un magnetismo especial. Cada cual elige su actor/actriz preferida por los motivos más inesperados.

Cortázar escribió un relato, “Queremos tanto a Glenda”, donde un grupo de fanáticos sienten una subrayada idolatría por la actriz Glenda Garson. A este grupo le preocupa que su artista preferida haya actuado papeles en películas que no estaban a su altura, y de alguna manera consiguen retocar sus películas. A todas estas Glenda Garson anuncia que deja su apacible retiro para volver al cine. Ante esta perspectiva el grupo toma cartas en el asunto y la suerte de la actriz está sellada: “Queríamos tanto a Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz”. El cuento no es uno de los mejores del escritor argentino, lo que lo hace memorable es la historia que se teje al margen del relato y que le permite a Cortázar —dos años después— elaborar otra historia, especie de colofón del primer cuento, en forma de carta dirigida a la actriz Glenda Jackson, musa e inspiración del primer cuento, titulado “Botella al mar”.

En él cuenta que en una tarde de tedio en San Francisco un cine ofrecía una película protagonizada por Glenda Jackson y Walter Matthau. El título, Hopscotch, que traducida al español significa Rayuela. Ante esta misteriosa coincidencia decide entrar. La película de espías, con una trama algo endeble, le permite a Cortázar, poco a poco, unir los puntos hasta obtener la figura completa: “En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del FBI y del KGB, amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el final de la película muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch. Usted, como siempre, es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del club entendí que sólo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo”.

 

Mi desbarrancadero es la actriz francesa Isabelle Huppert. Verla metida en la piel de Madame Bovary me cautivó. De la novela de Flaubert tengo varios ejemplares en la biblioteca, incluso hay una edición en francés. Releo la novela y busco imaginarme a la señora Bovary alta y exuberante, pero se me aparece la figura menuda y abismal de Huppert. Desde entonces he visto casi todas sus películas y hasta las mediocres me resultan dignas. Por supuesto no tuve algún affaire con la Huppert, pero sí con una actriz de teatro, que luego ha actuado en una que otra cinta. Nunca me interesó el teatro. No obstante en mis horas muertas merodeaba siempre por una escuela teatral de mi ciudad; iba por las actrices, por esas miradas de sala de espejos que tenían, por ese olor a flor podada, o a ese aroma de galleta dulce recién horneada, que dejaban a su paso. Esta mujer, que había sido algunas mujeres en el escenario, me enseñó lo duro y mágico del teatro; además me llevó de la mano hacia ese extraño texto de El teatro y su doble de Antonin Artaud, el cual contiene una sección titulada “El teatro y la peste” que, con esto del Covid-19, posee una vigencia pasmosa.

Actrices y actores ejercen siempre un magnetismo especial. Cada cual elige su actor/actriz preferida por los motivos más inesperados. Para la escritora Joan Didion el actor John Wayne fue como su paradigma de príncipe azul: “Tres o cuatro tardes por semana íbamos a sentarnos en las sillas plegables del oscuro barracón de chapa de acero que hacía de cine, y fue allí, durante aquel verano de 1943, mientras fuera soplaba un viento tórrido, donde vi por primera vez a John Wayne. Lo vi caminar y oí su voz. Le oí decirle a una chica, en una película titulada En el viejo Oklahoma, que le iba a hacer una casa ‘en el recodo del río donde crecen los álamos’. La verdad es que al crecer yo no me convertí en la clase de mujer que protagoniza una película del Oeste, y aunque los hombres a los que he conocido han tenido muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios, nunca han sido John Wayne, y nunca me han llevado tampoco a ese recodo del río donde crecen los álamos. Pero en las profundidades de mi corazón donde cae eternamente la lluvia artificial, esa sigue siendo la frase que yo espero oír”.

Tenemos afinidad con esas actrices (o actores) que nos gustan debido a que en la vida real estamos actuando siempre, que la realidad es sólo un libreto que seguimos sin apego.

Enrique Vila-Matas, algo cansado de la pregunta de por qué escribe, ha ideado dos respuestas robot. En la primera dice que escribe para esquivar el compromiso de ir a la oficina todas las mañanas, y la segunda: “Porque vi a Mastroianni en La noche, de Antonioni; en esa película —que se estrenó en Barcelona cuando tenía yo dieciséis años— Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener”.

La actriz Sofía Loren vuelve a estar frente a las cámaras en la película La vida ante sí, basada en la novela de Émile Ajar, seudónimo de Romain Gary. Este escritor utilizó otros seudónimos como Fosco Sinibaldi y Shatan Bogat. Obtuvo en dos ocasiones el Premio Goncourt, la segunda vez con el de Émile Ajar. La polémica no se hizo esperar y toda la querella fue resuelta por los tribunales unos días antes que Romain Gary se suicidara en el año 1980. Sin embargo esto no es lo curioso, pero sí lo es que el escritor estuvo casado con Jean Seberg, la misma actriz que mantuvo un amorío con Carlos Fuentes y que él cuenta, desde su imaginario personal, en su novela Diana, la cazadora solitaria.

A Jean Seberg la vimos de jóvenes en varios ciclos sobre Godard y el flechazo fue intenso. Romain Gary encontró a la actriz cuando hacía de cónsul en Los Ángeles. Jean Seberg con apenas veinte años había debutado con Otto Preminger en Juana de Arco y en Buenos días, tristeza, película cuyo guion provenía de la novela autobiográfica de otra jovencísima Françoise Sagan, que en su momento incendió la flemática Francia de los años cincuenta. En suma el desencuadernado diplomático, con algunos años de experiencia, y la joven actriz, se liaron sentimentalmente y vivieron su retorcida historia de amor con más de Stephen King que de Corín Tellado.

 

Jean Seberg fue una criatura trágica de magnética belleza, pero estuvo atrapada en los torbellinos de su pasión desbordada, que terminó devorándola. Estuvo involucrada con muchos hombres, algunos la quisieron y otros sólo la martirizaron. Todas estas relaciones la devastaron hasta convertirla en una “visitante” asidua de los siquiátricos; al final se suicidó.

Tenemos afinidad con esas actrices (o actores) que nos gustan debido a que en la vida real estamos actuando siempre, que la realidad es sólo un libreto que seguimos sin apego. La existencia puede ser esa película donde somos protagonistas o apenas los extras, actrices/actores de relleno, en esa trama que algún otro escribe. El azar y la ficción se unen para sacarnos del guion y entonces comenzamos a unir los puntos hasta que surja la figura completa y así cerciorarnos de que no comprendemos nada.

Carlos Yusti
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