
En la plaza Bolívar de Valencia-Sulaco, el Libertador está de pie sobre una larga columna con aires clásicos. Siempre esa efigie de Simón Bolívar, erguido en su columna, me parece una buena analogía del escritor de columnas en diarios y revistas.
En Venezuela el escritor, en muchos casos, es apenas un escribidor de saldo y ocasión, de columnas que han utilizado, por lo general, como trinchera para barajar y sopesar el país político o cultural que le ha tocado en suerte. Ese columnismo de los opinadores de “la candente actualidad” social nunca me ha entusiasmado. La primera vez que el editor de un diario me propuso que escribiera en la página de opinión, a mis aires y con algo de periodicidad, lo pensé un momento y le dije que no, que prefería escribir en la página cultural y ensayar así una especie de articulismo entre el desenfado y lo literario. Para ramificar en algo mi negativa dije que yo no tenía opiniones de ningún tipo, pero que me iba bien eso de escribir de todo. Me dieron el espacio y así me inicié en esto de escribir con puntualidad para algunos periódicos, de esos que antaño se imprimían en papel.
En nuestro país siempre se practicó un articulismo de costumbre, un columnismo de opinión de prosa encendida, y los diarios eran buenos cuadriláteros para un boxeo de sombra, en la cual los puntos de vista más dispares se ventilaban en una contienda de puños, no siempre guardando el respeto y las buenas maneras. Fueron memorables los encuentros boxísticos en las que participó Juan Vicente González.
Por lo general fueron escritores que poco a poco fueron adueñándose de parcelas en los diarios y en algunas revistas de corte literario. Luego se hizo hábito que los escritores de las páginas de opinión migraran a los suplementos literarios.
Los escritores hacen uso de su personal estilo para crear textos creativos que duren un poco más de tiempo que el periódico.
Esta relación de los escritores con el periódico no es casual. Jean-Pierre Castellani ha escrito que “el periódico tal como lo conocemos en nuestro mundo occidental nace del libro y, por lo tanto, es normal que una parte importante del discurso periodístico tenga algo que ver con sus orígenes literarios”. Los escritores hacen uso de su personal estilo para crear textos creativos que duren un poco más de tiempo que el periódico que ya al finalizar la tarde perdía toda vigencia y se utilizaba para envolver el pescado o como buena cobija para los desahuciados de la calle.
Un importante diario capitalino colocó en su página C-4 a un equipo de los sueños de escritores como columnistas regulares, en el que estaban José Ignacio Cabrujas, Rubén Monasterios, Ibsen Martínez, Earle Herrera, Luis Britto García y Manuel Caballero. Era una delicia leer cada día a escritores tan dispares, en cuanto a estilo y la manera de visualizar el mundo.
La columna adquiere de alguna manera la identidad de cada autor, de su yo, poblándolo todo, o como lo escribe Jean-Pierre Castellani: “El predominio del yo del columnista, escritor/periodista, explica que la columna se escriba desde sentimientos nunca neutros sino intensos: felicidad, plenitud, ira, ironía, irrisión, desilusión, compromiso”. Y ahí radica el secreto: la columna se escribe desde el arrebato del corazón y el cerebro. No hay nada intermedio, todo se lleva a los extremos.
La columna es una amalgama de variados asuntos: confesión personal, fobias políticas, inclinaciones ideológicas (o religiosas), divismo puro y simple; a veces tiene mucho de autocomplacencia pedante. Tengo un amigo que compraba el diario sólo para leer su columna, los otros escritores le importaban un bledo. A pesar de todo escribir columnas dejó de ser una actividad de escritura de relleno, o género secundario, para convertirse en una reflexión creativa cruzada con metáfora y cosa que la acerca bastante con demasiado a la literatura.
Desde mi óptica pedestre intento que mis textos se traspapelen con mi vida, más leída se entiende. Que sea como lo escribiera Muñoz Molina… “Un concentrado muy intenso de la vida y de la literatura, una breve cápsula de tiempo que será no mucho menos fugaz, en la mayor parte de los casos, que una pompa de jabón”.
La columna como género al parecer está como extenuada y su futuro se tambalea hacia su extinción definitiva. Y esto no lo digo yo, sino el desaparecido Javier Marías: “Yo no sé durante cuánto más tiempo tendrá sentido que escribamos artículos los que los hacemos, pero me temo que es un género al que le queda poca vida. Tal vez desaparezca sólo a la vez que los periódicos, al menos los de papel impreso, pero también es posible que le llegue antes su hora, dado el número creciente de lectores que no saben entenderlos o —lo que es aún más deprimente— no están dispuestos a entenderlos, no les da la gana de hacerlo”.
Uno que es un iluso empedernido todavía cree que puede sacarle chispas poéticas y de vida al articulismo. Pienso (con más ingenuidad que talento) que el colapso del género me sorprenda escribiendo columnas. Todavía creo que a la columna se le pueden anexar otras piezas raras y peculiares hasta llegar a crear un artilugio con mucha música de fondo y un estilo literario más elaborado que pueda resistir las acometidas del tiempo. Vuelvo a treparme a estas notas desabrochadas no como un héroe (ni nada parecido), sino como un lector azaroso que, enamorado de ese (fugitivo) fogonazo estético que tienen las palabras, mientras la musa desnuda sale volando por la ventana, busca que la escritura sea un proyecto lírico de largo aliento, aunque sea sólo para contradecir al mayor columnista español como lo fue Francisco Umbral: “Mi proyecto más lírico es ganar dinero”.
- Dedicatorias - miércoles 22 de marzo de 2023
- Hambre en Samaria - domingo 26 de febrero de 2023
- Sueño - lunes 13 de febrero de 2023