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Escribir en tiempos de crisis: la metapoesía como apuesta-respuesta

sábado 25 de mayo de 2019
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Escribir en tiempos de crisis: la metapoesía como apuesta-respuesta, por Guy Merlin Nana Tadoun

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

Rasgar de vez en cuando
el blanco de la superficie
y buscar entonces
el llamado
“sentido
de la
vida”
es un oficio
que poco a poco
seca
el alma
“y la muerte
definitivamente
te preocupa demasiado”.
Marcotrigiano Luna (2006:243)

Cuando pese a las engañosas apariencias finalmente aflora a nuestras narices la cara triste de la verdad, cuando la soledad tiende su rutinaria celada asustándonos porque se prolonga la hedionda noche de las injusticias, porque se extienden, tétricos, los tentáculos del individualismo y capitalismo a ultranza, las lacras del tribalismo y del racismo, cuando en los más insospechados rincones del orbe se mendiga la paz a raíz de los genocidios exógenamente avalados porque fallaron las democracias trocadas en democraturas, porque cantaron los cisnes de las democracias impuestas e inadaptadas, cuando tras la caída del Muro se levantaron entre seres humanos miles de murallas y puntiagudas vallas de acero, cuando el mar clandestino sin cesar ensaya entre pateras su drama esperpéntico en las riberas cansadas y xenófobas del mundo, porque trata negrera, colonización, neocolonización y mala gobernanza empobrecieron los países en eternas vías de desarrollo, cuando avanzan fuera y dentro de nosotros los desiertos del odio y de la ignominia, cuando apenas se vislumbra la inamovible bruma de la esperanza en los caóticos escombros de la duda, porque unos “ponen a Dios al lado de la guerra / y a la guerra la amparan bajo el nombre de Dios” (Colinas, 2008: 13), fingiendo reparar en que “terror llama a terror”, en que “Dios es la no guerra y la guerra es un contradiós” (Colinas, 2008: 13), entonces se oye “el silencio universal del miedo” (Rosales,1984: 67), se palpa entre andenes el perpetuo crepitar de las bombas, la inminente presencia, sí, de inciviles guerras “civiles”.

La poesía, como la filosofía, nace de circunstancias turbias, repelentes.

Ante tan evidente caos, unas veces programado por la genética agenda de los más fuertes, otras veces respaldado por cada uno de nuestros silencios, por cada una de nuestras cobardías, vuelve al polémico y policromo tapete del arte la permanente pregunta del poeta, convertido en teórico de la literatura: ¿cómo, cuándo, sobre qué, por qué, para qué y para quién escribir en tiempos de crisis?

*

Toda plausible respuesta se forja en el seno del mismo lenguaje, de los mismos discursos, desde las conocidas teorías sartrianas sobre el compromiso hasta las apuestas metapoéticas de Celaya, Hernández, Colinas, Paz, Neruda y otros, más contemporáneos y coetáneos. En Metapoesía y crítica del lenguaje (De la generación de los 50 a los novísimos), Ramón Pérez Parejo (2000:505) recuerda que la reflexión metaliteraria fue moneda corriente en la literatura española del siglo veinte: “Aunque la metaliteratura pueda emplearse para diversos fines temáticos, conviene destacar que la que se desarrolló a finales de la década de los sesenta se planteó también la utilidad del artista. En una época en la que todo se pone en entredicho, en la que se cuestiona la utilidad de todo, resulta normal que el escritor se plantee para qué sirve lo que hace, aunque sea para llegar a la conclusión de que su actividad es inútil”.

Divididos como siempre entre intenciones temáticas e intensidad retórica, como si en algún momento de la semiosis literaria se disociaran fondo y forma, poetas y filósofos del arte se han empeñado, a lo largo de los siglos, en trazar zigzagueantes caminos no siempre complementarios, pero sí, en su plural dinamismo constructivo, capaces de prolongar, de enriquecer y matizar lo preestablecido.

Si “la poesía es un arma cargada de futuro”, como escribe Celaya (1996:92) en un verso epónimo de su itinerario poético, prueba de que en ese largo título-oración se quintaesencia la poética del autor, es que la literatura, como diría Njoh Mouellé hablando de filosofía, nace de una situación crítica, de una conciencia angustiada llamada a adaptarse a un entorno nuevo, que ha vuelto a ser inhabitual, inaguantable, caótico. La poesía, como la filosofía, nace de circunstancias turbias, repelentes.

En tiempos de crisis, triunfa el arte por el hombre sobre el parnasiano y discutible “arte por el arte”. Vuelta seria y antropocéntrica, la escritura trasciende así el superficial umbral de su contextura, trasciende su faceta de cristal para invadir, por ende, el oscuro centro de su propio movimiento. Vuelta termómetro y barómetro de la vida, espejo para iluminar a los vivos, el poema deja de ser un insípido tejido de sonidos supuestamente nítidos, desprovistos de sustrato social. Deja de ser un campo de calambures, un entramado de metáforas posible y voluntariamente vedadas al público.

Anclado en la sociedad del que surge, “animal político” en sentido aristotélico, o “animal social” según Rousseau, el poeta hace suyos los infortunios del pueblo o del mundo; no deja éste de “mojarse” si pretende que su escritura trascienda los límites de lo local o lo nacional para enmarcarse en una lógica universal, ya por humana solidaridad, ya por “la incesante temporalidad de la poesía” (Fuentes de la Paz:2006).

Escribir en tiempos de crisis presupone, entonces, considerar la poesía como un medio sin el cual el pueblo no puede salir del laberinto impuesto por vigentes vivencias o por circunstancias existenciales. Supone, por tanto, ensalzar un compromiso que va más allá de cuestiones puramente estéticas. Y si el poeta temáticamente comprometido es aquel que sabe que se escribe “por y para el prójimo” (Sartre), si se preocupa por denunciar con el objetivo de trasformar la sociedad que anteriormente puso al desnudo, ese tipo de compromiso se opone, en el disidente espacio poético, a otro de índole formal que estipula que la importancia del arte no reside en su utilidad, sino en aquella inutilidad que hace del poema un texto exento de toda motivada consideración “contenidista”, como si la “música” del verso, que Paul Verlaine antepusiera a cualquier otro elemento poético, perdiera su preeminencia para tornarse no vana prosodia, sino secundario material para el conjunto.

Pertinente es, desde luego, la apuesta celayiana que, a modo de teórico, escribe un poema en el que sienta las bases de una poética sartrianamente defendida, una poética (llena de imprecaciones) que nos lleva a comprender que el texto lírico, igual que cualquier otro de carácter literario, está subordinado a un contexto, que ese contexto lo orienta todo, que una sociedad en crisis necesita a poetas capaces no de aniquilar la arquitectura formal de su escritura, pero sí de considerar la crisis social como pretexto semiósico, como objeto fundamental en el proceso de codificación de los enunciados poéticos, proceso que atañe al poeta y que precede al que le es opuesto, al del semiótico, instancia encargada, en definitiva, de decodificar lo anteriormente producido.

Escribir sin trocar la verdad, con la aproximada distancia del buen historiador que se quiere más neutro que partidista, escribir por y para el pueblo.

Escribir para decir qué no es escribir, maldiciendo aquella poesía de “quien no toma partido hasta mancharse”, aquella poesía “concebida como un lujo cultural por los neutrales que, lavándose las manos, desatienden y evaden” (Celaya, 1996:93), aquella poesía que se limita a deleitar en tiempos de crisis, en tierras miserables por la que camina, cual fantasma, el ser humano, envuelto, como diría el Machado de Campos de Castilla, “en sus harapos” o “andrajos”, despreciando “cuanto ignora”, pasivo como “filósofos de sopa de convento” que miran, sin pensar, el horizonte tenebroso de su tierra, los palpitantes problemas de su época, lo que supusieron, por ejemplo, el Tratado de París de 1898, la progresiva desintegración del tejido social, la estética del 27 que no intuyó, al nacer, la cercana contienda civil (1936-1939), tampoco el franquismo que iba a silenciar a los escritores o intelectuales, con el corolario inmediato de su huida hacia países vecinos e hispanoamericanos.

Escribir para decir que se debe hacer “poesía para el pobre, poesía necesaria / como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto, / para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica / (…) Tal es mi poesía: poesía herramienta / a la vez que latido de lo unánime y ciego. / Tal es, arma cargada de futuro expansivo / con que apunto al pecho” (Celaya, 1996:93). Escribir sin trocar la verdad, con la aproximada distancia del buen historiador que se quiere más neutro que partidista, escribir por y para el pueblo, sobre lo que realmente pasó, para que variaciones de una misma historia no crucen las calles de la memoria colectiva.

Escribir sobre crisis personales, nacionales y ajenas, para traer al mundo su experiencia e impedir venideras contiendas, convencido de que “hace ya muchos siglos que alguien dijo / que no hay daño en la parte que no afecte al todo” (Colinas, 2008:13), porque la verdad sobre la exterminación de un pueblo como Ruanda (en África) puede ayudar a evitar matanzas de la misma índole fuera o dentro del mismo continente.

Escribir para corregir y aconsejar para que no haya otro 11S u otro “11 de marzo de 2004”, memoria de los atentados de Madrid ante cuyos inocentes muertos escribe enfáticamente Antonio Colinas (2008:15): “Acaso lo más duro y lo más cruel / no sea el abrir violentamente / lo negro en lo blanco: / en la armonía el caos, / en ojos inocentes un cuchillo de ira, / en los labios más tiernos de juventud / la muerte. // Acaso lo más duro sea el odio: / ese odio que establece diferencias    , / ese odio que se mama en pecho de odio, / ese odio que se enseña y que se aprende, / que enarbola banderas como pústulas / y que niega brutalmente el amor”. Escribir más allá del terror para sembrar la semilla de la esperanza, una vez dirimidas dualidades y rivalidades. Pues “Habrá esperanza mientras dispongamos / nuestras manos abiertas, / esas manos tendidas hacia un fuego / que arde y que no quema; / manos que son un don al entregarse / sin palabras que hieren, sin ideas que sajan. / Marea del amor, más poderosa / que el odio que se mama y que se escupe, / que la sangre violada” (Colinas, 2008:16).

Escribir en tiempos de crisis es denunciar, por ejemplo, a aquellos que “a los niños dan cañones y a los cañones niños” (Jacques Prévert), a aquellos que hoy siguen considerando a las mujeres como seres inferiores, y a las que no pueden alumbrar como “un manojo de espinas”, según la lorquiana expresión puesta en boca de un personaje de Yerma; es que llegó la guerra, como loba hambrienta, y se tragó, en parte, a las mujeres que antes habían inhumado a sus esposos caídos en los deshonorables y absurdos campos de batalla.

Escribir sobre las razones de las crisis, sobre sus antecedentes, pretextos y consecuencias porque (glosando a la Unesco), si en la mente del ser nacen fácilmente las guerras, en ella también debe provenir la ardua pero necesaria salida de apuros. Escribir para sacudir el sempiterno conformismo nacido de la mejor arma contra el cambio: la intimidación por el uso de la violencia. Escribir contra la condescendencia, enemiga del crecimiento personal y del progreso social, y sobre la tolerancia, prólogo de la reconciliación y de la nueva unidad.

Escribir contra la inmigración “selectiva”, y contra el inmigrante clandestino, no sin señalar los daños que causaron los que invadieron y explotaron su tierra bajo mentirosos pretextos, condenándole a repetitivas travesías del peligroso desierto y del asesino mar, a vaivenes (sin domicilio fijo) por supuestos paraísos sin caridad. Escribir contra las dictaduras locales que, más que los colonos, a veces explotan a los pueblos, condenándoles a exilios exteriores e interiores. Escribir contra uno mismo, contra el egocentrismo que aniquila todo patriotismo, todo intento de levantar la cabeza tras inhumanos contratos y seculares despojos. Escribir contra las derivas de las redes sociales, contra miedos y aspiraciones sofocadas, para liberarse de las cárceles mentales que frenan o castran toda idea de revolución.

Escribir para añorar nuestra añeja solidaridad y, tal vez, en cuanto africano de pensamiento antes negado por Occidente, para no seguir manifestando, como bien hicieran poetas de la “negritud” (Césaire, Senghor, Gontran Damas) y de la “tigritud” (Wole Soyinka), escribir no para enfatizar en que también podemos pensar o soñar, sino para superar el obsesivo complejo de inferioridad resultado del conocido trauma, pero sin trasladar “al cuerpo social” nuestras egolatrías. Y sobre este particular advierte con tino Donato Ndongo en el prólogo al poemario Voces de espuma, del guineoecuatoriano Ciriaco Bokesa Napo (1987:16): “Toca ahora probar nuestra capacidad de producir un pensamiento nuevo, original y transformador, demostrar que no somos meros repetidores de conceptos ‘africanizados’. Y también verificar, ¿cómo no?, que nuestra aureola de escritores (…) sirve para algo más que para conquistar egoístamente prebendas y flores marchitas”.

Escribir por y para otro, callado paisano sin futuro, escribir como otro, lejano y admitido alter ego; escribir como vivir, para estilizar la tragedia, para contársela.

Escribir para subrayar que son inseparables platonismo y taoísmo, poesía, ciencia y religión, para puntualizar que “ciencia sin conciencia sólo es ruina del alma” (Rabelais). Escribir para recordar que “el fenómeno de la creación poética (rebasa) los límites de un género literario, (tiene) un carácter interdisciplinar que (afecta) de lleno a la totalidad del ser” (Colinas, 1989:7). Señalar con la solidaria y solitaria pluma la verdadera senda a seguir, advirtiendo el peligro de los extremismos modernos, procurar hacer que siga posible la armonía mundial, el acercamiento de los contrarios, la aceptación de la complementaria alteridad; porque “existe una verdad pero también existen muchas verdades y al mismo tiempo no existe ninguna verdad” (Colinas, 1989:16), ninguna realidad humana que sobreviva a los fulgores de la diferencia, a la constructiva necesidad de la disidencia controlada, no nihilista.

Escribir para, en primavera, respirar el inspirador verdor del pino, “respirar que es ser no siendo: irse y venir con el aire; contradecirse y vivir / de este doble movimiento (…) Respirar: irse flotando / por un dilatado espacio (por los limbos que ya empiezan / a murmurar mi paso” (Celaya, 1996:49-50). Escribir tras haberse “sentado en el centro del bosque a respirar (…) fuego y luz (…) Inspirar, espirar, respirar: la fusión de los contrarios, el círculo de perfecta consciencia” (Colinas, 2004:43). Escribir entre visillos o entre trincheras abiertas a agoreros crepusculares, para revelar la inviolabilidad de la libertad, para escupir no el odio, sino para gritar el sentirse “cada día más libre y más cautivo” porque “no hay cárcel para el hombre / no podrán atarme, no. / Este mundo de cadenas / me es pequeño y exterior. / ¿Quién encierra una sonrisa? / Quién amuralla una voz?” (Hernández, 1998: 62). Escribir por y para otro, callado paisano sin futuro, escribir como otro, lejano y admitido alter ego; escribir como vivir, para estilizar la tragedia, para contársela.

Escribir para medir el abismo que hay entre “el olivo y el Hombre”, cantar al “hombre que acecha al hombre” o recordar, a guisa de homenaje, a la ejemplar madrugada, que unió a poetas de distintas geografías, en nombre de la amistad (Hernández y Neruda) o de la paz en el mundo (Colinas y el poeta coreano Ko Un), o desde un ameno lugar abierto cuando, al aguantar el peso de la desolación exterior, Celaya aguarda el advenimiento de la luz en tiempos de silencio, de preintuición de la democracia, pudiendo homenajear y escribirle a Neruda, con alardes intertextuales y menudo optimismo, “los versos más tristes” de su vida: “Te escribo desde un puerto. / La mar salvaje llora. / Salvaje y triste y solo te escribo abandonado. / Las olas funerales redoblan el vacío / Los megáfonos llaman a través de la niebla. / La pálida corola de la lluvia me envuelve. / Te escribo desolado (…) Te escribo desde un puerto, / desde una costa rota, / desde un país sin dientes, ni párpados ni llanto. / Te escribo con sus muertos, duramente. / Poca alegría queda ya en esta España nuestra. / Mas ya ves, esperamos” (Celaya, 1996:67).

Escribir desde la sonora y desesperada solidaridad del amor para aprovechar el presente y olvidarse del pasado y abrirse a la esperanzada incertidumbre del mañana, con la “libertad bajo palabra” (Octavio Paz), siendo embajador de las letras, fuera o desde su pampa.

Escribir por compromiso pese a la censura, resistir comprometiéndose la vida, escoger el salvífico camino del exilio, para poder decir la verdad (Nietzsche), para, desde la acogedora y dolorosa lejanía, tan sólo “sobrevivir a lo que nos rodea” (Ruiz Amezcua, 2014:240), y procurar, entre el aquí y el allí, transfigurar vicios o vicisitudes vigentes, aguantar y sobrevivir a consecutivas condenas, para “contradecir al río” (Lydda Franco Farías), remar a contracorriente si una se ahoga, nadar sin salvarse la ropa y, si procede, oponer a los argumentos de la fuerza la fuerza de los argumentos. La poesía de Lydda no sugiere ni acción ni reacción, sino proacción, ya que para sobrevivir “hay que golpear primero”, “dejar caer los párpados / e ir perdiendo altura / [hasta] confiscar el vacío”, esta nada aparente que es en realidad “extensión sin término / fibra de oxígeno” sin la que es imposible respirar. Por tanto, habrá que acechar la luz hasta alcanzar el ayuno, el ascetismo, la ceguera; porque (otra vez con Lydda) “lo buscado adelgaza” y “demasiada luz despoja”, como si se tratase de esa curiosa y crespiana “peladura del mediodía”.

Escribir sobre y como otro, sobre y como otras, pero con las rupturas propias que se adecúen a nuestro entorno, abierto, sin embargo, al misterio de cada ser humano. Sin duda, escribe Pedro Salinas, citado por Marcelo di Marco (1999:345), “detrás del acto de escribir tiene que sentirse como indispensable la presencia invisible del prójimo, de otras almas presentes y futuras, porque sólo cuando lo escrito se reviva en ellas alcanzará la evidencia de lo que ya es, de lo que existe por sí”. Escribir o gritar, ante la instrumentalización de los niños, gritar para que las mujeres salgan de su laberinto, para que la escritora aprenda a “romper y rasgar, tejer y hablar, escurrir y germinar” (Lydda Franco); y si la poesía, como queda dicho, se asimila a un “arma cargada de futuro”, para Lydda es “la palabra piedra del camino para ser lanzada”, tirachinas que tienden los poetas hacia el mañana para que no muera la luz, para que no permanezca, al menos, en la ilusoria y esperanzadora territorialidad del arte, ese miedo que a deshoras nos circunda y atemoriza, esa muerte que tarde o temprano, demasiada y definitivamente nos preocupa u obsesiona (Marcotrigiano, 2006:243).

*

Si vivir es caminar, y caminar ir dejando huellas en el machadiano mar de la existencia, independientemente de su origen, el poeta de hoy vive para eludir y golpear piedras arrojadas por y sobre la verde tierra de su infancia.

Al hacer este recorrido telegráfico y doblemente metadiscursivo, he procurado, no sin limitaciones, discurrir desde y sobre escuetas aportaciones ajenas que, al frotarse, dialogan entre sí bajo el pretexto de contestar a preguntas antes formuladas. El objetivo ha sido mostrar la plausible solidaridad de los poetas ante su profesión, la pertinencia del acto de escribir en situaciones de crisis, tema propuesto en este vigésimo tercer aniversario de la revista Letralia. Las citas seleccionadas y yuxtapuestas tuvieron como objetivo sentar las bases de un discurso no sólo sobre el oficio de escritor, sino sobre actitudes más o menos vecinas ante situaciones críticas como la guerra, el terrorismo, la angustia existencial, el miedo o la muerte que ésta infunde. Por la entrañable y lejana relación que tengo con algunos poetas venezolanos, que se me permita cerrar este ensayo pensando en crisis más cercanas, más africanas: cuando la política deja de ser un juego de amor entre patriotas demócratas, cuando acaba pareciéndose a una monótona música sin letras, y el entorno a un pozo sin agua, una rotonda sin semáforos, un “bolero a media luz” o un “manifiesto desesperado para mujeres en estado interesante” (Lydda Franco Farías), siempre habrá que golpear el teclado, manchar con adaptada y medida savia la generosa página en blanco. Siempre habrá que rasgar o tejer, hasta el imposible cese de las crisis, hasta el final sacrificio de la tinta o, si cunde el milagro, hasta el ininterrumpido advenimiento de la nueva raza con la que ya soñara la poetisa camerunesa Werewere Liking.

Si vivir es caminar, y caminar ir dejando huellas en el machadiano mar de la existencia, independientemente de su origen, el poeta de hoy vive para eludir y golpear piedras arrojadas por y sobre la verde tierra de su infancia, querida patria donde por vez primera atisbó la luz. Parafraseando a Garcilaso de la Vega, tal vez por ese llorar y ese eterno golpear del poeta se enternezcan las piedras del camino y pierdan, de vez en cuando, su testaruda, inhumana y “natural dureza”. Tal vez estriba en esa metafórica mansedumbre de la piedra, en esa ternura que es humanísima apertura a la escucha social, la verdadera supervivencia (política, económica y humanitaria) de nuestras contemporáneas sociedades exentas de referencias; sociedades en busca de ipseidad y estabilidad, a caballo entre democracia y dictadura, rehenes y amigas de una comunidad internacional vacilante y polifacética, agria o dulce según los casos, ora padre, ora parricida, hoy madre y mañana madrastra.

 

Bibliografía

  • Bokesa Napo, Ciriaco (1987): Voces de espuma, prólogo de Donato Ndongo-Bidyogo, Malabo: Centro Cultural Hispano-Guineano.
  • Celaya, Gabriel (1996): Itinerario poético, Madrid: Cátedra.
  • Colinas Lobato, Antonio (1989): El sentido primero de la palabra poética, Méjico-Madrid-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
    (2004): Noche más allá de allá noche, Valladolid: Fundación Jorge Guillén.
    (2007): Cerca de la montaña Kumgang, Salamanca: Amarú Ediciones.
    (2008): Desiertos de la luz, Barcelona: Tusquets Editores.
  • Di Marco, Marcelo (1999): Hacer el verso, Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
  • Franco Farías, Lydda (1965): Poemas circunstanciales. Caracas: Policrom.
    (1994): Descalabros en obertura mientras ejercito mi coartada, Maracaibo: Universidad del Zulia.
    (2004): Antología poética, Caracas: Monte Ávila Editores.
  • Hernández, Miguel (1998): El hombre acecha / Cancionero y romancero de ausencias, Madrid: Cátedra.
  • Machado, Antonio (2000): Campos de Castilla, Edición de Geoffrey Ribbans, Madrid: Cátedra.
  • Marcotrigiano Luna, Miguel (2006): Ocurre a diario (Poesía reunida 1991-2005), Mérida (Venezuela): Ediciones Mucuglifo.
  • Nana Tadoun, Guy Merlin (2014): “La poesía férreamente feminista de Franco Farías: pulida piedra para ser lanzada”, en Tonos Digita (Revista de Estudios Filológicos), Nº 27.
    (2014): “Postmodernidad y feminismo en Lydda Franco Farías”, en Cuadernos del Hipogrifo (Revista de Literatura Hispanoamericana y Comparada), Nº 2, Roma.
  • Paz, Octavio (2000): Libertad bajo palabra, edición de Enrico Mario Santí, Madrid: Cátedra.
  • Ruiz Amezcua, Manuel (2014): Del lado de la vida (antología poética 1974-2014), Barcelona: Galaxia Gutenberg.
  • Sartre, Jean Paul (1948): Qu’est-ce-que la littérature?, París: Gallimard.
Guy Merlin Nana Tadoun

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