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Desde más allá del océano

lunes 21 de mayo de 2018
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Desde más allá del océano, por Ivonne Ayala Perdomo

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Cuando miré hacia atrás, ya no encontré un entorno conocido. Nada de araguaneyes frondosos ni cantos de turpial enamorado.

Cuando miré, ya el sol no acariciaba la piel ni generaba ardor como cuando por allá abusaba de él. Sólo me encontré con una brisa gélida que conmovió mi cabello, quebrando como paja cada una de sus hebras.

Hermano, ahora somos Javier y yo. Debo reírme porque siempre quisimos ser independientes. Tomar decisiones sin intervención de nadie más. Ahora, vuelvo la mirada y, en verdad, ¡no hay nadie más! Y somos Javier y yo o yo y Javier, en el piso de esta Torre de Babel a cuyas voces aún no me acostumbro.

Sin duda, yo lloré por todos, pero cuando embarcamos el avión, me volví para despedirme con la mano otra vez. Desde el gran ventanal, ella y Papá nos miraban firmes. Volví a mirar y capturé el momento en que se quebró.

 

El olor familiar se ha ido. Recuerdo cuando la bisabuela, tú ni soñabas con nacer, pilaba maíz. Sé lo que estás pensando, pero a ella nunca se le quitó esa maña. Entonces, aspiraba profundo ese vaho inconfundible a buena mesa… a cariño, a pícaras sonrisas, a mantequilla recién preparada y queso fresco.

Y no te hablo del campo, bien sabes que yo no soy de allá, tú tampoco. Habitaba en aquella urbe a la que, no te miento, odiaba a veces. Pero es que la bisabuela se trajo con ella la frescura de su tierra a mi pedazo de ciudad encementada, y ella toda olía a su terruño. ¿Podré anclar yo el mío aquí? No lo creo. Me vine apurada por aquel tsunami negro, vacío de esperanza, ¿hubiera partido si no? No lo creo.

Te digo, no sabía que el Alma llanera cercenaba el corazón de este modo. Nunca imaginé eso de que el Himno Nacional se te atragantaba y te hacia llorar a cántaros. Eso es verdad, ya lo comprobé.

No lo sabes, para tomar esta decisión conté con la inquebrantable fortaleza de Mamá. ¡Sí! no te miento. Ella, la que llora por cualquier historia de amor mal contada.

Varias veces, a pesar del entusiasmo inquebrantable de Javier, yo dudé, pero esos rayos pétreos que Mamá me dirigía me hicieron… ¿unas veinte veces? retomar la compostura.

Ella, insisto, no estoy jugando, me imagino que te estás riendo. Te contaré un secreto. Jura que no se lo dirás… Bueno, en el aeropuerto, mi Mamá era el alma de esa fiesta de adioses. Nunca se quebró. Ningún velo húmedo cubrió sus ojos.

Sin duda, yo lloré por todos, pero cuando embarcamos el avión, me volví para despedirme con la mano otra vez. Desde el gran ventanal, ella y Papá nos miraban firmes. Volví a mirar y capturé el momento en que se quebró y, como una hoja aplastada por un vendaval, se dobló sobre sí misma para volverse luego y caer en brazos de Papá. La vi llorar con fuerza, sin pausa, mientras Papá la consolaba estrechándola con firmeza, mientras en silencio, las lágrimas se escurrían por su rostro.

Le agradezco su fortaleza de mentira. El ánimo de último momento. Ahora los entiendo. Sé que tú me seguirás. Comprende a Mamá, ella fingirá que no le afecta tu partida, y tú que te resbala lo que atrás dejas. Pero nunca es fácil exiliarse porque el agua te llega al cuello, porque a cualquiera se le antoja hacer invivible tu existencia… Bueno, para que te rías un poco te cuento que mi primer gran paseo “turístico” fue por un automercado gigante que queda bastante cerca de donde vivimos. Me iban a llevar detenida.

Sucedió que permanecí mucho, demasiado tiempo, admirando los anaqueles y no me di cuenta de que iba tomando paquetes y latas de esas cosas que en casa ya no encuentras… De verdad, ¡imagínate! Como loca tenía entre los brazos como veinte productos distintos, alimentos, desinfectantes, ¡jabón para lavar la ropa! Los apretaba fuerte contra el pecho con cara de felicidad enajenada. Entonces me di cuenta de que unos cuatro tipos uniformados me rodeaban.

¡Ah! ¡Venezolana! ¡Bienvenida! Yo nací allá, pero vivo aquí desde los once años. Ya tengo nueve en este lugar.

 

Ellos me impedían el tránsito y me hablaban en su idioma, en términos técnicos creo, porque entendía poco. Comencé a llorar como loca. ¡Te lo juro! Hasta que uno de ellos con una expresión comprensiva en el rostro y serenidad en la palabra, me preguntó en perfecto español: “Señora, usted no es de aquí. ¿De dónde viene?”, quiso saber.

—Venezuela, soy venezolana, exiliada, emigrante, desplazada, ya no sé el término… —contesté presurosa y aliviada.

Él emitió entonces un suspiro imperceptible. No lo podía creer.

Se volvió hacia los otros y les explicó. Ellos también relajaron la expresión de su rostro.

—¡Ah! ¡Venezolana! ¡Bienvenida! Yo nací allá, pero vivo aquí desde los once años. Ya tengo nueve en este lugar. ¿Comprarás todo eso? Esta gente se ve nerviosa —sonrió él.

Comencé a reír mientras de mis ojos manaban lágrimas a borbotones.

—Hola, hola —recuerdo que alcancé a decir.

Compré todo, y lo más grande es que pude hacerlo. Creo que engordaré unas libras, como dicen por acá… Nunca pensé que reencontraría un pedacito de lo mío en tan pocas palabras. Y lo más extraordinario, me llevaron a la casa. Me escoltaron, pues, qué te digo, hermano mío.

En fin, prepárate. Este exilio, no planificado, para nada es fácil, pero nadie dijo que no volveremos a la Patria.

Me despido. Hablamos mañana, si quieres.

Ivonne Ayala Perdomo
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