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Filibusteros del ocaso

lunes 28 de mayo de 2018
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Filibusteros del ocaso, por Jorge Morales Corona
Cristo del abismo, en la bahía de San Fruttuoso, fotografía de Serge Melki

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
Lee el libro completo aquí

“Él juró que volvería
y empapada en llanto ella juró que esperaría”
Maná

Los ojos de los que se adentran en el mar han perdido su brillo. El oficio ya se ha convertido en una trampa, una suerte de amor a la pérdida. Nada de lo que se extraiga de esa trampa les provisiona de un sentido de supervivencia porque allá en la costa, donde les espera su familia, lo único que abunda es el hambre.

Esta misma tarde Yolanda mira a su marido a bordo de una pequeña embarcación que no tiene como propósito pescar. Ellos sólo se adentran en la incógnita marítima para ver si en otra orilla encuentran salvación.

*

Él no llega a los cuarenta años pero parece ser mayor de cincuenta. El trabajo, el salitre y la preocupación le han sumado arruga tras arruga mientras se desenvuelve en ese terreno agreste que lo espera a su vuelta cada viernes tras la pesca semanal. Tiene escaso pelo y desde hace algunos años no se deja el bigote, por lo que en el pueblo lo conocen como el “Bebé”, por su parecido al rostro de un pequeño. Él, por su parte, lo toma con gracia y se jacta de ser un querubín al lado de su esposa, todo en broma. Sabe que a ella, como a toda mujer, le molesta el tema de la edad y lo ha proscrito de todo tópico de conversación.

Fue una tarde, como esa que vio a su marido zarpar, cuando vio por última vez a su padre y a un hermano que se dedicaban a vender en Curazao diversos productos venezolanos.

 

Tienen dos hijos: uno de dieciséis y otro de trece. El mayor quiere seguir los primeros pasos de su padre y ser chef. Le rehúye a eso de ser pescador porque, aunque admira el oficio, siempre dijo que su lugar estaba en un restaurante y no en el mar. El menor, por su parte, dice querer estudiar Ingeniería en Petróleo porque “eso es una de las profesiones que más dan en este país”. Sea de una u otra manera, el “Bebé” quiere darle esa oportunidad a sus hijos; bueno, esa y otras más.

Esa es la razón de su travesía. Para él vale la pena, aunque Yolanda opine lo contrario. Ella conoce de primera mano los peligros de alta mar como quien ha perdido todo en ella.

Fue una tarde, como esa que vio a su marido zarpar, cuando vio por última vez a su padre y a un hermano que se dedicaban a vender en Curazao diversos productos venezolanos. Aún guarda el recuerdo de cómo tuvo que enterrar a sus seres queridos sin el cuerpo presente, un recuerdo enterrado en un cementerio ignoto por la humanidad cerca de la costa. El mar se los tragó un mes de marzo. Les habían dicho que el mar estaba picado, que no salieran, pero la tozudez de ambos fue mayor que el raciocinio y salieron sin mirar atrás. Llevaban mercancía para un comprador importante, pero el viaje —y hasta la codicia— les costó la vida, comenta siempre con el brillo de la mirada apagado.

Su único deseo es tener a su esposo de vuelta antes de la graduación de su hijo mayor como bachiller de la República. Faltan cuatro días para que se lleve a cabo el acto. Él prometió volver la noche siguiente o en la madrugada del otro día luego de zarpar. Por nada del mundo se perderá la graduación de su hijo mayor.

Es una promesa que se queda en piedra mientras Yolanda comienza a rezar el primero de innumerables rosarios para el viaje seguro del “Bebé”.

*

Pasa la noche y el “Bebé” no regresa. La mente de Yolanda divaga por los rincones más horridos de sus recuerdos. Refuerza el tono con el que reza para acallar sus pensamientos catastróficos.

Todo era fácil y estaba fríamente calculado. El “Bebé” y los demás compañeros llevarían mercancía, es decir frutos del mar, que venderían al mejor precio que consiguieran en el mercado; harían algunas compras como aceite por bidón, arroz y granos por saco, productos de aseo personal y el “Bebé” compraría en especial un bote de chocolate como regalo para su hijo, que tanto lo había añorado. Yolanda lo había aupado a comprarlo debido a que esa era una de las mayores ilusiones de su hijo: probar algo que no fuera el arroz y el pescado salado que algunos días comían. Porque la comida no estaba todos los días en la mesa, esa era la única certeza a la que se habían acostumbrado.

Entre tanto recuerdo se entrometen las preocupaciones atroces y a Yolanda no le queda de otra sino aferrarse al rosario que aprieta entre sus manos como amuleto salvador. Para calmar un poco su ansia agarra una silla y sale al frente de su casa, que da justo frente a la playa y desde un montículo alto ella puede ver el panorama más amplio, esperando divisar entre la penumbra una luminaria que signifique la vuelta de su marido y el resto de la embarcación.

A un mes se encontró una embarcación siniestrada traída por la corriente. Pero ningún cuerpo. Tampoco se supo de ellos en Curazao. Los designios del mar simplemente no responden a la esperanza.

 

Pasa a recordar cada uno de los tripulantes: el Caco, amigo de la infancia del “Bebé”; Yackson, el hijo menor de su comadre Zulay, que viaja constantemente para reunir y comprarse una moto y ganar más plata; Gilberto, el esposo de Leónidas la de la bodega, que trae productos para vender con un exorbitante sobreprecio para los que quieran (y puedan) paliar la escasez, y Alejandra, la madre de Fermín, el pequeño que ella cuida todas las tardes mientras su madre va a arreglar redes en el muelle. Ella se ha ido para probar suerte como “camarera”, aunque todos saben que las mujeres, y algunos hombres, que cruzan el mar, se van a prostituir. Si le hubieran preguntado a Yolanda meses antes se habría horrorizado, pero con la pobreza que atraviesan y la consiguiente necesidad de no tener nada porque simplemente no hay qué adquirir ni con qué adquirir, no le cabe la menor duda de que sí se pondría una blusita de tirantes, una minifalda y unos tacones para prostituirse a cambio de unos florines. Todo sea por que sus hijos tengan lo mínimo.

También sabe que al volver su marido va a haber conflicto porque llevaron algunas cosas que le pertenecían al patrón. Pero seguro se lo compensarán con lo que traigan, se dice a sí misma. Y decide que es hora de que vuelvan. Es hora de que su marido vuelva con la victoria en sus manos.

Saca una foto de la familia completa que fue tomada la Navidad pasada y la abraza para sentir tranquilidad. Sólo quiere tener la certeza de que su vida sigue igual.

*

La certeza cambió el sentido. Los otrora filibusteros del ocaso nunca volvieron. Pasó la graduación y los días consiguientes y del mar nadie regresó.

A un mes se encontró una embarcación siniestrada traída por la corriente. Pero ningún cuerpo. Tampoco se supo de ellos en Curazao. Los designios del mar simplemente no responden a la esperanza. Nadie en alta mar lo hace.

Yolanda y sus dos hijos ahora dejan cada tarde la mirada puesta en el ocaso con la ilusión de divisar el ansiado regreso, ese que dejó de entender de política y crisis; pero que muerde el alma y resquebraja precisamente eso, la esperanza.

Jorge Morales Corona
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