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Irene o Ensayo para una teoría pura de la maldad

domingo 22 de mayo de 2022
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Irene o Ensayo para una teoría pura de la maldad, por Edson Cáceres
El ejemplo más visible y actual de la dinámica pendular entre maldad y bondad, la guerra y la paz, es el fenómeno de la migración.

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

I

El carácter de lo empírico puede ser entendido como la manifestación de un suceso único e irrepetible, un fenómeno, que por lo mismo no presume, según una mirada distraída e indiferente, los rasgos de lo universal. Si insistimos en conferirle un sentido, acompañando a su natural relevancia subjetiva, a las experiencias cotidianas de la vida, en sus contradicciones y realidades, más allá de lo posible, de lo cómico o lo trágico, la existencia de la maldad, en los efectos sensibles que produce, exige que sea determinada en virtud del compromiso del pensador, en la pretensión de que la cogitación es capaz de establecer una legalidad general encontrando las leyes de funcionamiento de todo lo que acontece.

La tradición de las reflexiones estéticas, de la cual Charles Batteux es un principal referente, enarbola su delicioso bene-dictum “las bellas artes son las hijas de la abundancia y de la paz”, y así, la propiedad de la unificación de las bellas artes según un mismo principio, junto a la mímesis, la poiesis o entusiasmo y la libertad, da cuenta de la paz como condición sine qua non de toda producción del espíritu: lo bello artificial nace de la paz.

La aurora es el signo con el que Baumgarten definió la ciencia de lo bello o la estética, el tránsito “de la noche al mediodía a través de la aurora”; empero, el pensamiento de los fenómenos estéticos también surge en el ínterin que separa el mediodía de la noche, el tránsito del atardecer al anochecer, con su característica crepuscular. Si la estética determina los productos del espíritu adjetivándolos de “bellos”, en compañía de los sentimientos ingenuos de las primeras experiencias o lo relativo al amanecer y despertar, también hace parte de sus investigaciones, cual tábano de la conciencia, la determinación de los productos del espíritu que presentan una naturaleza “sublime”, naciendo a su vez un male-dictum “los productos artísticos nacidos de la escasez y de la guerra”, con sentimientos desengañados y maduros de las plúmbeas experiencias o lo relativo al anochecer y al descansar.

La maldad no es un fenómeno individual o aislado sino que se materializa sistémicamente anudándose a todo lo que existe.

No puede ser otro el adjetivo de los antedichos fenómenos, los cuales Kant comprende como la sensación de terror o melancolía: pensar la maldad es enfrentarse especulativamente con el terror o lo sublime. Esto es esclarecido de una mejor manera con las expresiones visibles e irrefutables, tanto naturales como artificiales, referentes individuales y universales de lo sublime o del mal: muerte, ruptura física y material, migración, calamidades, suicidio, pérdida de cualquier clase y las múltiples formas en que la perversidad es ejercitada y padecida.

La maldad no es un fenómeno individual o aislado sino que se materializa sistémicamente anudándose a todo lo que existe. Una forma psíquica de denominarla nosotros los seres con conciencia sería angustia: la posibilidad apercibida, inconsciente, del cese del ser.

La necesidad de la paz, como imperativo de orden moral, que se hace visible en el arte bello o sublime y en su reflexión estética a manera de signo auroral o crepuscular de los tiempos, es “necesidad” porque inobjetablemente el ser, el seguir siendo, es lo que la paz resguarda, que de manera contraria, la guerra suprime. Pensar y vivir la maldad, la guerra o la instrumentalización del cese del ser y la necesidad de la paz, son la asunción de una posición teorética y práctica de cariz existencial.

 

II

La maldad suele tener, con toda razón, una naturaleza de orden hierofánico, categoría comprendida en términos de lo sagrado y lo profano. Lo anterior es de esa manera puesto que el saber filosófico que se ocupa axiológicamente de la maldad, la ética, ante ciertas experiencias constitutivas y dinámicamente demoledoras, como la hambruna o la incertidumbre, resulta fundamentalmente insuficiente. La ética es la tentativa de regir la conducta del individuo, compactarla en ciertos límites, pero cuando esos límites son transgredidos la reflexión busca respuestas en las causas de tales monstruosos efectos, encontrando resultados para explicar lo grotesco de la inexistencia de los límites en la esfera de lo divino, en la esencia misma de lo subjetivo cuyo estrato más profundo se entiende en términos de lo mítico-mágico.

En el cristianismo se enmarca una serie de conceptos medulares que responden en términos hierofánicos a la existencia de la maldad, de la bondad y de sus respectivos efectos. Caída, pecado, mundo, enemistad, Ley, muerte, guerra, son el acervo terminológico que es tratado en la Alianza estatuida con Moisés; mientras que firmeza, perdón, Reino Celestial, fe, Vida y paz son la terminología evangélica estatuida por la Buena Noticia, la Nueva Alianza. El ethos cristiano tal como lo expone Pablo de Tarso en su Carta a los colosenses, a través de la gracia de Dios en el nombre de Jesucristo, es la reconciliación del Padre con “todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz (la del Hijo)”. El pecado y la maldad son asociados a las obras y a los apetitos corporales, mientras que el perdón y la bondad lo son a la fe y a una vida en el Espíritu.

La teogonía hesiódica también recoge conceptos polares a través de los cuales pueden ser entendidos el bien y el mal como emergencia ontológica: Caos y Gea (o cosmos). Asimismo, si desarrollamos la física con una visión mítico-mágica de las energías, a los procesos de desorden físico, segunda ley de termodinámica, podemos adjetivarlos de kaos, y a los procesos de conservación de la energía, primera ley de termodinámica, a su vez podemos adjetivarlos de kosmos. Desorden y orden, caos y cosmos, son respuestas en la esfera de lo sagrado.

Sostenemos, por tanto, que los conceptos base a los que responde un abordaje hierofánico son “vida” y “muerte”, revestidos axiológicamente con el par “bien” y “mal”: lo bueno es lo que nos sostiene en la vida y lo malo es lo que apunta a la muerte, lo que reprime o suprime la vida. Por ello, las expresiones de la maldad, sus efectos fácticos, se inscriben en un culto a la muerte, mientras que las expresiones de la bondad o la eticidad (apelando a las virtudes) se comprenden como el culto de la vida. Ambos cultos tienen sus ritos y símbolos característicos, su jerarquización, sus códigos. El culto a la muerte necesita sobre todo una manifestación visible en su ritual, fetichista-talismánica, apelando a la sangre, al sacrificio, a elementos materiales, extrínsecos. El culto a la vida exige sobre todo una posición subjetiva, intrínseca, espiritual, de sujeción a los principios que postula, operando en lo material la transustanciación, lo alquímico; sus ritos, símbolos y códigos apelan, en fin, a una construcción de las condiciones espirituales suficientes para una actuación necesariamente buena o inhibidora de lo malo.

El culto a la muerte necesita lo bélico, el culto de la vida la paz.

 

La mayor extensión del concepto de lo político es la guerra, siendo la decisión de destruir, a través del instrumento bélico o las armas, la conformación política enemiga.

III

La maldad la podemos definir como la rasgadura natural o artificial de todo ser, pero cuando es instrumentalizada adquiere el nombre de perversidad, como la utilización de todo aquello que rasgue en términos relativos o absolutos al ser, en sentido atómico (individuo) o molecular (sociedad).

La política tiene como su concepto esencial, según Carl Schmitt, la distinción amigo-enemigo, en la posibilidad existencial de la muerte o de la vida (“Seinsmäsige”). Enemigo es todo aquel que en su posibilidad existencial tienda a destruir a una conformación política de individuos; amigo, por el contrario, es todo el que conserve esa conformación política. La mayor extensión del concepto de lo político es la guerra, siendo la decisión de destruir, a través del instrumento bélico o las armas, la conformación política enemiga, en tanto que enemiga: la aniquilación de un otro que amenaza existencialmente a una unidad política determinada. La política se maneja en términos de lo malo y lo perverso, del polemos, la posibilidad de la destrucción, la rasgadura, la otredad.

Por lo anterior Sun Tzu advierte que “la guerra es de vital importancia para el Estado; es el dominio de la vida o de la muerte, el camino hacia la supervivencia o la pérdida del Impero: es forzoso manejarla bien”, y además, “las armas son instrumentos de mala suerte; emplearlas por mucho tiempo producirá calamidades. Como se ha dicho: ‘Los que a hierro matan, a hierro mueren’”.

El stratēgós chino recomienda una suerte de criterio de ecuanimidad bélica: “Los que no son totalmente conscientes de la desventaja de servirse de las armas no pueden ser totalmente conscientes de las ventajas de utilizarlas”.

En términos realistas, la guerra como expresión del poder político es un fenómeno que tiene múltiples causas y justificaciones, a lo interno o a lo externo. Dice Tucídides que “es lícito y permitido por ley común y general, guardada y observada entre todas las gentes, matar al que acomete a otro como enemigo”; sin embargo, hay formas políticas larvadas, corruptas, que atentan bélicamente contra los individuos que pertenecen a un mismo Estado, de manera fratricida y sistemática, como es el caso de los totalitarismos, por lo cual es posible distinguir entre guerras justas e injustas, tanto en lo endógeno como en lo exógeno.

Dalmacio Negro, en La ley de hierro de la oligarquía, afirma que “los problemas políticos no tienen solución: sólo cabe el compromiso”. Su sugerencia es una apuesta por la sociedad civil bajo los imperativos de la moralidad, como preservación de los sistemas de vida en lo individual y lo social, frente a lo político, que instrumentaliza la muerte o reprime las expresiones naturales de los individuos (subyugando su ser), justificado en el poder.

 

IV

“El hombre es lo más útil al hombre”, entiende Spinoza, junto con que la concordia, la amistad o el lazo entre los hombres nace de la justicia, la equidad, la honestidad y la liberalidad, todo lo cual se encapsula en la máxima moral “amarás al prójimo como a ti mismo”. La autonomía de la voluntad, es decir, la tendencia racional del deseo, en términos prácticos, buscará el establecimiento de la moralidad como fundamento de las relaciones sanas en la sociedad de los hombres, i.e., el bien común.

La discordia, encarnada en la máxima de Hobbes “homo homini lupus est”, como el desorden constitutivo que se cuela en toda forma de sociedad —puesto que, en términos spinozanos, los hombres “son envidiosos y más inclinados a la venganza que a la misericordia”—, es la carencia de la concordia, i.e., el mal común, caracterizado por los vicios, tales como la injusticia, la iniquidad, la deshonra y la mezquindad. Cuando el bien común domina, hay paz; del lado contrario, al dominar el mal común, constitutivo, hay guerra.

Por eso, en el capítulo 11 del apéndice de la Ética parte 4, Spinoza afirma que “no son las armas las que vencen los ánimos, sino el amor y la generosidad”. El amor es el inhibidor definitivo, absoluto, de la maldad y de los procesos catalizadores de la misma.

En el decálogo nos es pedido, cual órgano práctico de comportamiento, el amor para acercarnos a Dios, a la familia y a los otros: “amarás a Dios sobre todas las cosas” y “amarás al prójimo como a ti mismo” (máxima que contiene los demás mandamientos).

 

El concepto central para entender el fenómeno migratorio es el de “movimiento”, específicamente, su desplazamiento.

V

El ejemplo más visible y actual de la dinámica pendular entre maldad y bondad, la guerra y la paz, es el fenómeno de la migración.

El concepto central para entender el fenómeno migratorio es el de “movimiento”, específicamente, su desplazamiento, ocurriendo en una tensión elástica entre la expansión y contracción de la idea de límite: hogar, frontera, ruptura, reconstrucción, exposición, vulnerabilidad, protección/desprotección, vida/muerte, desesperación (imposibilidad)/milagro (posibilidad); predicados todos que se siguen del sujeto migrante indicando una dinámica centrípeta y centrífuga de los límites en los que se circunscribe todo individuo existente.

La violencia es la transversalidad del migrante, padeciendo un poder desproporcionalmente (el migrante —mujeres y niños— es uno de los seres más vulnerables ante las adversidades migratorias: nadie lo respeta, lo quiere o lo necesita, convirtiéndose en un receptáculo de las pasiones, cual chivo expiatorio, o reificado y desechado), a través del crimen o de la corrupción social y política. Por ello, su integridad corporal y espiritual está comprometida in extremis: violaciones sexuales, mutilación, enfermedad, prostitución, trata de blancas, angustia, entre otras desgracias.

En el Código de Hammurabi bajo el auspicio del dios de la equidad y la justicia, Samas, se exhorta al cuidado del más vulnerable: la viuda, el niño y, podríamos agregar, el anciano. La codificación o delimitación de unas normas de conducta para con el más necesitado es el fundamento mismo de la vivencia de los límites del migrante, la expresión de la justicia para lograr la felicidad.

El hombre de Vitruvio de Da Vinci nos enseña que, mediante una parte del cuerpo, todo éste es entendido en términos proporcionales a esa parte: cuatro dedos conforman una palma, veinticuatro palmas conforman a un hombre. En el Tapón del Darién, paradigma de la crisis migratoria, los testimonios anónimos de venezolanos, cubanos, haitianos, entre otros muchos, se enfocan en el pie como la zona del cuerpo mayormente afectada por el desplazamiento a través de la selva, muchos de ellos parcialmente mutilados, gangrenados, infectados.

El pie purulento del migrante es la medida que sirve para comprender la magnitud de su desgarramiento: el infierno del cual no cabe guardar ninguna esperanza.

Edson Cáceres
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