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La literatura como experiencia

miércoles 26 de mayo de 2021
La literatura como experiencia, por Kira Kariakin
Para mí la literatura tiene sentido oracular. Buscamos respuestas y nos trazamos caminos deseados a través de nuestras primeras lecturas fundamentales.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Mi relación con la literatura existe desde que tengo memoria. Mi abuela me leía a Pushkin, me hablaba de Tolstoi y de vez en cuando citaba poemas. Aprendí a leer a los tres años de la mano de una vieja maestra rusa, Olga, en el hoy desaparecido colegio San Antonio de Los Chorros. Primero fueron las vocales. Luego me enseñó una m, la cual, combinada con las letras a, e, i, forma las sílabas ma, me, mi, y con ellas decir en fantástica combinación mi mamá me mima. Miro el sonido de esa frase en un papel donde se encuentran las letras combinadas. Aún hoy siento las letras brincando del silabario a mis ojos, enlazándose, gracias a alguna misteriosa alquimia, en palabras.

El silabario fue mi primer libro querido. Mi mamá me mima, mi mamá me ama, mi papá me mima, mi papá me ama, son las frases que leí primero y las cuales, por ese contenido amoroso tan fundamental para una niña, casi un bebé todavía, me encadenaron por siempre a esos garabatos en negro que compendiaban de forma contundente mi universo de entonces. Ese amor contenido en frases tan pequeñas disparó mi romance con el lenguaje.

Las palabras cobraron dimensión para mí. Al leer, liberaba al mundo encapsulado en ellas y así saltaban fuera de las páginas para rodearme y [re]construir lo que ya conocía. Desde ese entonces, leer es una experiencia topográfica, si cabe este término, para definir mi relación con la lectura. Porque esa alquimia de las letras levanta volúmenes, revela curvaturas, recovecos, aristas, abre o cierra espacios que uno explora, con sólo palabras.

Creo fervientemente que la literatura opera de forma subrepticia en nuestra psique instilándonos deseos y aspiraciones.

Los progresos con el silabario y la revelación de las cosas en derredor me hicieron pasar sin demora a los cuentos infantiles y a la experiencia de ver otros universos crearse ante mis ojos, sólo para mí, en una exclusiva de momentos de prodigio que no cesan de maravillarme. De allí, pasé a los clásicos de la nutrida biblioteca de la casa, que se convirtió en una galaxia misteriosa y monumental. Y la exploración de cada tomo no sólo me llevó a reconocer y [re]nombrar al mundo sino que me conminó a la mirada íntima.

Para mí la literatura tiene sentido oracular. Buscamos respuestas y nos trazamos caminos deseados a través de nuestras primeras lecturas fundamentales. Y creo fervientemente que opera de forma subrepticia en nuestra psique instilándonos deseos y aspiraciones. En la familia se escribían muchas cartas y la escritura fue una necesidad natural. Así llegué a poner palabras en una suerte de diario cuando niña. Desde entonces me he tejido y desbaratado una y otra vez escribiendo en cuadernos que guardo en el desorden de mi Babel personal. Cada vez que la pluma rasga la hoja, otorgo esa dimensión volumétrica a pensamientos, emoción o sensaciones que como en una merengada se juntan en el continuo de mi vida. Pero no es un proceso totalizador sino más bien fragmentador, porque lo revelado son destellos fugaces, atisbos de mí jugando a vivir en la ficción y la metáfora de mí misma.

Escribir profesionalmente, es decir, ejercer el oficio de la escritura, fue una ambición que trasladé al estudio de periodismo en la Universidad Central de Venezuela. Aunque en algún momento me debatí sobre si estudiar Letras, no lo hice porque me parecían estudios destinados a vivisectar el hecho literario y ya venía de una experiencia similar con los de Biología en la USB que no quería repetir, porque mi relación con la literatura es desde el afecto y no desde el estudio sistemático. Desde el encuentro y el descubrimiento y no la agenda. Quizás estuve/estoy equivocada, no lo sé. Pero tengo la certeza de que esas tempranas lecturas y el posterior desarrollo de mi desempeño profesional integraron de forma inesperada el imaginario que me había creado a través de tantos viajes leídos en papel para que se materializaran en mi vida posterior, en la que tuve oportunidad de vivir en Uganda, Kenia y Botsuana en África y posteriormente en Bangladesh e Indonesia, en Asia.

Y aquí deseo transcribir una de las divagaciones que publiqué en mi blog en 2006 y que describe ese sentido oracular que mencioné con anterioridad. Lo que las tempranas lecturas nos imprimen en la psique.

Kampala, 7 de septiembre de 2006

Sobre un recuerdo mientras caminaba

Ayer hubo un día bello en Uganda.

El cielo no tenía ni una nube. Salí de un almuerzo de trabajo, a caminar por Kampala Road, una de las principales avenidas de la capital de este país. Es una avenida larga y bulliciosa, llena de tráfico y gente. En uno de sus lados, cerca de la estación central del tren, hay una serie de árboles sembrados que florecen igualito que el apamate rosado. No pude obtener el nombre de la mata. Aquí, como me dice un amigo, sólo se conocen los nombres de las plantas que dan de comer. En el tope de una de ellas un marabou stork estaba parado. El marabú es una suerte de cigüeña que come carroña y basura y mide más de metro y medio parada, tiene una bolsa debajo del pico, como un pelícano, y su vuelo es lento y flotante. Es en gran medida responsable de la eliminación de la basura local.

Y en fin, el caso es que caminaba viendo la escena de la carroñera en el tope rosado del árbol en contraste con el azul tremendo del cielo, y no pude evitar preguntarme cómo fue que la vida me trajo hasta acá. En cómo mis sueños concretos de cuando más joven (acoto, por si acaso) no tienen nada que ver con los que tengo ahora ni con la realidad que estoy viviendo.

De repente, me vino de muy dentro un recuerdo. Viajar siempre fue un sueño intrínseco. Secreto. Un anhelo inconfesado. Conminado por Las mil y una noches, las aventuras escritas sobre piratas pendencieros de Salgari, las anécdotas de Tom Sawyer en el mítico sur de los Estados Unidos, los cuentos rusos ambientados en misteriosos bosques con babayagas viviendo en dachas danzarinas, las épicas y los romances de Pushkin, las biografías de seres excepcionales para su momento como Solimán el Magnífico, conquistador de tierras lejanas y extrañas, los policiales de Agatha Christie donde todo el mundo tenía algún pasado en las colonias africanas. Toda lectura que caía en mis manos era un viaje a algún paraje lejano de la realidad que vivía. Hasta el Ortiz de Casas muertas me reverberó la fascinación del viaje a través de la lectura, cuando por casualidad al ir al pueblo vi las casas muertas de verdad, la iglesia abandonada y en ruinas y un esplendor olvidado en los ecos presentidos de sus paredes desnudas.

Y así, aquí estoy. A veces los sueños menos obvios se hacen realidad. Los que nos apuntalan la voluntad subversivamente. Los que la hacen inquieta y compulsiva. Aquí estoy. Recordando la insinuación de esos sueños entre las páginas de mis lecturas de niña, rememorando las noches encerrada en mi cuarto aprendiendo las mañas del insomnio, mientras camino en una de las avenidas de Kampala, Uganda.

Esa pregunta sigo haciéndomela con frecuencia, “cómo fue que la vida me trajo hasta acá”, porque no hay momento de mi vida que no lo relacione con alguna obra leída en el pasado, o que desee leer, o que sincrónicamente me brinde respuestas a lo que estoy viviendo. Encontrar en la literatura lo que necesito de aliento, de encantamiento con el mundo, es parte de mi experiencia vital.

Se hace tanto énfasis en el trabajo solitario del creador que olvidamos por completo que compartir ese trabajo puede ser una actividad colectiva.

Ello me ha llevado a tener una relación similar con la escritura. En principio, el juego de crear topografías con las palabras, reminiscente de mis asombros de la infancia. Delante del computador o lápiz en mano recreo, como con un Lego o los cubos de madera o los creyones de cera, “eso” que sólo existe dentro de mí. Cada palabra un cubo con facetas, y a mi voluntad juntarlas con otras para nombrar, decir, contar. Se hace la magia de la creación, de soltar fragmentos, y se apuesta por decir con la escritura.

En mi caso, hubo la suerte de la distancia. Viví en países ajenos y tenía la necesidad perentoria de expresar el producto de esa experiencia de forma directa, de tener un interlocutor, un lector acá. Mi trabajo me dio los conocimientos básicos y en un momento dado abrí un blog con el propósito de ejercitarme, de sacar de los cuadernos lo que se encontraba dormido allí y confrontarlo con el presente. Y el resultado fue obtener esos lectores, que en esos años me acompañaron a veces anónimamente y otras de forma explícita con comentarios a mis crónicas y divagaciones.

Esa experiencia reveló una nueva dimensión a mi cercanía con lo literario y de alguna manera determina mi participación en actividades colectivas como talleres y recitales desde que regresé a Venezuela. Se hace tanto énfasis en el trabajo solitario del creador que olvidamos por completo que compartir ese trabajo puede ser una actividad colectiva o para un colectivo, enriquecedora, deslumbrante y transformadora. Olvidamos que la literatura en sus inicios fue de tradición oral, transmitida ritualmente, y que cumplía con cohesionar a los grupos humanos en sus comunidades y sustentar su espíritu de unidad. Estas reuniones para escuchar y compartir historias o poesía hacen la experiencia literaria parte del afecto y la convierten en un objetivo vital a todos los que la adoptamos de esa manera.

Soy promotora de las nuevas tecnologías para la diseminación de la literatura, para ejercitarla desde la escritura, pero ciertamente no me cabe pontificar sobre la experiencia literaria desde ese punto de vista porque la misma es diferente para cada persona en su inherente libertad. En ese sentido el blog para mí ha sido un vehículo, no una finalidad, y sigo navegando con él porque registra un proceso que vive transformándose en mí.

Sin embargo, considero que la experiencia de la literatura desde la cotidianidad, como parte de la vida, ha sido relegada por análisis más preocupados en la vivisección de las obras que en sus impactos sociales, y en esta era de replanteamiento de las dinámicas del comportamiento humano por la aparición de las nuevas tecnologías quizás deba ocupar un poco más la atención ese rol de malear o influenciar generaciones. Los juegos de computadora son ahora considerados un género de soporte a nuevas narrativas, ¿y cómo no, si han determinado el acercamiento a lo imaginario de casi dos generaciones o más, que primero jugaron con historias en pantallas y luego se aproximan a los libros de las mismas historias con las que juegan? En muchos casos ni siquiera leen los libros o no existen los libros.

La posibilidad directa de compartir el hecho literario, la experiencia de la escritura, con las nuevas herramientas tecnológicas y a través de las menos novedosas pero más efectivas del contacto humano directo con recitales, jammings poéticos y lecturas colectivas, es lo que hace a la literatura parte instrumental de la vida y una experiencia del afecto. Es del afecto que nacen las vocaciones.

(Conferencia leída en el I Encuentro de Literatura y Arte de la Universidad Metropolitana; Caracas, octubre de 2013).

Kira Kariakin
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