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Daño colateral

lunes 31 de mayo de 2021
Daño colateral, por Niria Suárez Arroyo
Conozco personas que se plantean un orden de lecturas, otros que van y vienen postergando el final.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

A Antonio José Mantilla Ochea, con todas las letras.

Poco antes de escribir este artículo, había terminado la lectura de Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan (Anagrama, 2018). Fue desgarradora. Durante dos días deambulé por la casa azotada por arcadas, desconcentrada, debilitada. No era la primera vez que leía a la autora ni el primer libro sobre el tema, que en su caso, es recurrente. Antes había leído Las malas, de Camila Sosa Villada (Tusquets, 2020). Esta vez, el impacto lo sentí de otra manera. Un golpe más bien físico, como si me hubiesen usado como pera de boxeo. Fue cuando, negada a pensar que la senectud me estaba volviendo más sensible de lo normal, me propuse deshacer el camino.

En la infancia y adolescencia, leer se había impuesto como un acto de sobrevivencia, vapuleada por las carencias que asolaron el espíritu y secaron emociones; una búsqueda sin brújulas ni mapas hacia una arcadia imaginada para sentirme viva.

En las casas de mi infancia el mobiliario fue espartano; sólo lo esencial para las funciones vitales: asearse, comer, dormir, rezar. El ocio y la recreación era algo casi pecaminoso. En consecuencia, los libros y los discos no entraban en aquel ambiente.

Hasta los quince años, las únicas páginas impresas que tenía al alcance eran los catecismos, el diario local, las gacetas hípicas de mi padre, los figurines de mi madre y las revistas con los encartados de las novelas de Corín Tellado que llevaba el novio de mi hermana.

Lo abrí con manos temblorosas pero esta vez por la sorpresa. Era la edición de 1970 del Círculo de Lectores de Cien años de soledad. Fue un antes y un después en mi vida.

Si tengo que datar el momento en que se abrió una rendija a la literatura fue el día en que llegó un paquete por correo certificado a mi nombre. Fue un acontecimiento; quedó inscrito en la historia familiar, no sólo porque alguien, y sobre todo un hombre, me escribiera, sino que llegaba por correo certificado. En aquellos años, la única correspondencia que recibíamos en casa eran los telegramas, que abríamos con manos temblorosas porque eran portadores de avisos de muertes y urgencias.

Pues el día de mi decimoquinto cumpleaños llegó el paquete a casa. Igual lo abrí con manos temblorosas pero esta vez por la sorpresa. Era la edición de 1970 del Círculo de Lectores de Cien años de soledad. Fue un antes y un después en mi vida. Más adelante, cuando tuve oportunidad de agradecer en persona al amigo de mi hermana que me lo había enviado, le comenté que lo había leído seis veces, lo había convertido en mi biblia particular; fue entonces cuando Gerónimo se compadeció de mi ansiedad y siguió enviándome libros que tenía que leer a escondidas para que mi madre no los cambiara por la escoba.

Al año siguiente llegó de nuevo el correo; esta vez era una edición ya maltrecha por el uso, de La metamorfosis, de Franz Kafka. A partir de ese día, ante el estado de somniloquia en el que me sumergía, mi madre terminó por convencerse de que debía volver al catecismo.

Volqué mi energía a merodear por las estanterías de los vecinos, como la adicta que le esconden la droga, con el agravante de que las costumbres no distaban mucho de las nuestras, y si se quiere algo peor. Pasé de Fanny Hill, memorias de una cortesana, de John Cleland, a Los crímenes del amor, del Marqués de Sade, el Decamerón de Boccaccio, hasta el Mi lucha de Hitler, que el padre de una amiga conservaba como su libro de cabecera. Con los años, he llegado a pensar que lo bueno que pude haber sacado de ese deambular por las desvencijadas y polvorientas estanterías, y que ni sus dueños conocían los contenidos, fue convencerme de que no era ese el mundo en que quería vivir, dejando pasar las horas, los días, las semanas, los meses y los años como las piezas de mármol de los mausoleos.

En 1974 entré a estudiar Historia en la Universidad de los Andes. Coincidió mi llegada con la implementación de un nuevo pensum de estudios con un fuerte componente socioantropológico, en un ambiente dominado por las teorías de la dependencia, los enfoques marxistas e infinitos derivados; salvando a empellones los escollos que suponía adoptar una nueva biblia, el dogma sagrado del materialismo histórico de Marta Harnecker, el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss y Louis Althusser, impuestos a ultranza por docentes fumadores, cuyos cigarrillos expedían el humo que ocultaba a autores despreciados, considerados anatema. Arnold Toynbee, Karl Popper, Max Weber, D. Spencer, eran olímpicamente desechados. Diría que esa primera fase de la carrera no distaba mucho de las censuras que conocí en la adolescencia, basada en el principio de que la lectura engendra pensamientos dañinos, y quizás estaban en lo cierto, sólo que no tenía identificado el cualidad del daño: de hecho ninguna lectura es inocua y eso es su mayor valor.

 

***

 

Haberme casado en el primer trimestre de la carrera con un profesor universitario, poseedor de una magnífica biblioteca, me dio un sitio ideal para estudiar y leer sin manipulaciones; me aislé de mis compañeros de clases y de la tentación de la marihuana y el ron. Lo asumieron de manera equivocada. Para ellos, me estaba aburguesando; para mí fue una liberación. En los pequeños espacios donde coincidíamos para trabajos de grupo, incurrían en el error de vapulear las contradicciones; dados a politizar hasta el gusto por el té en lugar del guayoyo, era vituperada por leer a Jorge Luis Borges, rechazado por sus opiniones políticas; no así las de Gabriel García Márquez a quien consideraban un crack, no por su maravillosa narrativa sino por su cercanía al castrocomunismo.

Cuarenta años después, recuerdo aquella época como los de la gran estafa, y no sólo eso; los años de las ilusiones y las pasiones por el arte, la música, la literatura, el cine, el teatro que se nos quedó indigesto, atragantado, atravesado en pleno esternón, sin procesar ni degustar. De aquellos años me quedó la sensación de estar masticando arena.

En mi refugio de invierno perdía el ritmo del tiempo; pasaba largas horas tocando lomos y carátulas, dejándome llevar por las notas editoriales, los prólogos y las biografías de las solapas. Mi intuición era el cicerón que guiaba la búsqueda y quizás, también, la razón de que la lectura dejara marcas sensoriales y emocionales, sin la pretensión del análisis literario. Espasmos, escalofríos, arcadas, temblores, excitación, horror, eran manifestaciones que revelaban el adanismo con el que me sumergía en aquellas lecturas juveniles: Madame Bovary abrió una ventana que se amplió con Nana, Lolita, El amante de lady Chatterley, Mujeres enamoradas, El retrato de Dorian Grey, Muerte en Venecia, La romana, La piel de zapa, Rojo y negro. Me atraparon en amores febriles, desdichas, dolores punzantes, tentaciones autodestructivas, que iban dando forma a un vademécum que no llevaría sino a la insustancialidad. Pasaría un buen tramo para encontrar la orquídea de Darwin y atraer a esa mariposa única capaz de libar mayor cantidad de néctar.

Después de un período de distanciamiento de mis condiscípulos, habría de pasar por la lectura social, la “comprometida”.

Apartando las sinonimias, leer/leerse, introspección/internamiento, se trataba de lecturas destinadas más a llenar oquedades artificiales y menos a fortalecer ventrículos que bombearan la sangre que alimentara el paso a la lectura del registro, de la universalidad, del tránsito y la asociación; la que no inicia ni termina en el boom, la que está allí para revisitarla en el transcurso de la vida. Hablo de Proust, de Joyce, de Musil, de Broch, de Hesse, de Tolstoi, de Cervantes, de Alighieri.

Sin embargo, después de un período de distanciamiento de mis condiscípulos, habría de pasar por la lectura social, la “comprometida”; contemporizar, intervenir en la discusión dialéctica de cara al auditorio, al aula, al compromiso con la historia y el proceso de establecer la sinécdoque necesaria: las partes debían formar el todo. En el fondo bolso de fique, protegidos de la neblina, atravesaban la ciudad Demian, Siddhartha, Santiago y don Fermín Zavala, Artemio Cruz, Pedro Páramo, Feliciano Ruelas, Horacio Oliveira y La Maga, Victor Hugues, Martín Romaña; cada uno imbuido en sus luchas internas, que recibíamos como ofrendas al espíritu renovador, justiciero y transgresor del estudiante universitario, que ya por serlo creía tener la altura moral que al reaccionario capitalista le faltaba; estaban sentados en la cima de la historia.

Ahora más que nunca estas palabras de Jorge Luis Borges siguen vigentes:

No, en primer lugar no son hombres éticos, son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad (tomado del artículo “La filosofía política de Jorge Luis Borges”, de Martin Krause, en La Ilustración Liberal, Nº 12).

 

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En la década del 70 el vínculo que unía al grupo estudiantil estaba reforzado por el discurso apoyado en citas/muletas y la búsqueda del intelectual orgánico.

Antonio Gramsci era el intelectual menos leído y más discutido, aferrados a sus dos grandes categorías: hegemonía cultural y bloque hegemónico.

Cartas desde la cárcel fue el libro más fotocopiado, birlado y manoseado en aquellos años; se consideraban replicantes legítimos de la hegemonía social y el gobierno político. Pero el discurso quedó encerrado en el aula y el auditorio; no hubo relectura y reescritura, no se reprodujo en la apropiación del pensamiento. Hacia finales de la carrera, y desde la psicología social, se valoró tímidamente el concepto de masas de la mano de Erich Fromm, cuya capacidad aglutinadora llegaba disminuida, por abrir aún más la brecha entre el marxismo clásico y su variante hacia el socialismo democrático. Aquellos muchachos barbudos y de uñas sucias tenían el coco tan quemado que llegaron a considerar sus aportes de origen impuro.

En el lado profesoral, la discusión se presentaba más interesante: la confrontación existencialista entre Camus y Sartre. Si bien ambos pensadores coincidían en la corriente existencialista y el ateísmo, pronto su amistad hizo aguas, minada por la irascibilidad con la que Sartre respondió a la publicación por parte de Camus de El hombre rebelde, quien terminó rechazando la revolución apoyada en la violencia. Para Sartre era un motivo más que suficiente para considerarlo una traición a los principios compartidos y a los planteos de Camus rechazando abiertamente el nazismo y el estalinismo.

Era el signo de los tiempos, la significancia del dogma, el proceso, ir quitando las piedras del camino para llegar a la justicia social, la gran promesa, la meta colectiva.

En aquellos años de finales de los 70, advertí que estaba adquiriendo cierto endurecimiento de la piel, podía esquivar los golpes y hasta recibirlos sin desguaces del alma. En esta vejez inconforme, no sigue tan firme pero gana en elasticidad.

No quiero dejar pasar otro escollo en el mundo de la sociedad del compromiso con la historia. El famoso Libro verde de Muamar el Gadafi. Entre finales del 70 y principios del 80 no había conversación que no comentara su existencia; lo buscaban como el santo grial, envuelto en un aura de suspenso y misterio, que llevaba a pensar en sectas reunidas en sótanos húmedos, para analizar las propuestas del líder árabe. Llegó a convertirse en santo y seña entre camaradas, reemplazando el habitual “epa poeta, me das un cigarro” por el “camarada, ¿leyó el Libro Verde?”. Era el signo de los tiempos, la significancia del dogma, el proceso, ir quitando las piedras del camino para llegar a la justicia social, la gran promesa, la meta colectiva. Todo presente no era sino un paso más hacia la sociedad del futuro, el alcance de la igualdad y la libertad.

Veinte años después, lograron llegar pero de otra manera; por el camino más corto, sin densas ideologías ni filosos pensadores. Aun así, los fieles al dogma estuvieron allí para presenciar la llegada de los bucaneros, los que veinte años después no sacian su hambre de venganza.

 

***

 

A comienzos de los años 80, entre maternidad y profesión, la lectura ocupó el momento del relax, también el de la mudanza. Hasta ese momento, autores como Pocaterra, Otero Silva, Uslar Pietri, Picón Salas, Gallegos, Briceño Iragorry, Ramos Sucre, Bello, ocupaban la sección de la respetabilidad, del baluarte, del estudio, el olimpo nacional; siempre con sus lomos en posición vertical, nunca abiertos boca abajo sobre la cama, en la mesa de noche, en el jardín, en la playa o en el parque. Por favor, eran lecturas de escritorio, lápiz y libreta. Poco a poco los fui juntando al lado de Montejo, Cadenas, Garmendia, Ana Teresa Torres, Victoria De Stefano, Inés Quintero, Suniaga, Pino Iturrieta, Francisco Javier Pérez y otros contemporáneos; no sé en virtud de qué motivo, pero seguramente por la transversalidad tan liviana y retroalimentación entre historia y literatura.

Entrando la década del 90, mis hijos fueron apurando la salida de la adolescencia, lo que me permitió dejar de hacer viajes a las piscinas, campos de futbol, estudios de pinturas y música, y tener las tardes de los sábados a mi entera disposición. Ahí estaba, bien burguesa como me asumían mis antiguos compañeros de carrera, con mi chardonnay bien frío, Vivaldi o Debussy de fondo, leyendo a los premiados. ¿Y cuál es el pecado?, me decía una amiga escritora; los escritores de culto desprecian los premios hasta que les toca a ellos. Pues sí, año a año esperaba expectante los premios Alfaguara, los Rómulo Gallegos, los de antes, los respetables; no tanto los Planetas que siempre me parecieron pesados y no sólo por su volumen. La mañana de domingo era para El Nacional e ir degustando de a poco las ediciones aniversarias; qué maravilla.

¿Qué es lo que está pasando ahora con la literatura —me preguntaba un amigo cervantino— que todo el mundo escribe? La verdad es que me sentí aludida, porque después de retirarme de mi profesión de profesora universitaria, me he puesto a escribir. No me pongo en la piel de nadie; no invado terrenos en los que no me siento cómoda, no tenso la cuerda en los géneros que no están a mi alcance como el cuento y la poesía, pero se me da bien el relato y hasta la novela corta, aun así, no concibo la escritura sin la lectura.

He compartido la última década con mi pareja, un lector vivencial, orgánico, camaleónico; mimetizado en el personaje oscuro, punzante, de los que pegan fuerte con manos de seda; puso a mi alcance a Pessoa, a Onetti, a Manganelli, a Cioran, a Sebald, a Magris, a Pizarnik. Está convencido de que los que se han hecho daño a sí mismos no lo hacen a los demás y si lo hacen no es un daño colateral, es el daño esencial.

Conozco personas que se plantean un orden de lecturas, otros que van y vienen postergando el final. Los que leen en salones silenciosos; en los cafés, en las buhardillas, en la cama; los que leen en la sala de espera, en los vuelos, los que cargan el libro en el morral por si acaso, los que subrayan, los que doblan las esquinas, lo que le toman fotos a la página, los que muestran portadas en las redes como el padre que muestra al recién nacido y los que por el contrario necesitan absoluto aislamiento, la lectura monacal, íntima, como se leían las cartas de amor.

También suele pasar que nos enamoremos de los autores. Tuve un romance con Pérez Reverte cuando leí La piel del tambor, y sentí celos de aquella sevillana de pelo negro; de allí en adelante me devoré todo de él hasta que se hizo académico, pero por pura casualidad, no porque sea académico, Dios me libre.

Me enamoré de Kundera cuando leí La inmortalidad y La broma y ya estaba yo pendiente de todo lo que publicara. Por él llegué a Gustav Mahler, digno de ser escuchado con sapiencia.

Cuando leí La loca de la casa, de Rosa Montero, no sé si me enamoré de la autora o de su avatar. Después, cuando mi hija Natalia me regaló La función delta —después de una ardua búsqueda por los sitios de venta en Internet, pues es una edición agotada y no vuelta a reeditar según tengo entendido—, sospeché que me había enamorado de la autora.

Las lecturas quedan detrás del personaje, de las tramas; te llegan o no te llegan, te quedan ganas de volver sobre ellas o ya no quieres darles una segunda oportunidad.

También puede pasar que te enamores de un renglón, de un párrafo. Me viene así de pronto, cuando leí la única novela que le conozco a Ibsen Martínez, El señor Marx no está en casa, que en dos líneas, cuando se produce ese casi incesto ente el filósofo y su hija, atraído por sus senos y, sin venir a cuento, me excité.

Las mujeres de mi generación me han atraído, no tanto las nuevas escritoras, sobre todo las argentinas. Me impactan sus imágenes duras y descarnadas; igual las leo y celebro. Soy feminista de la vieja guardia, no apoyo el todes ni otras sandeces, vengo de la de la cordura y la sensatez. En algún momento le di la espalda a Isabel Allende, quizás por la amistad que mantuve con lectores valleincleanos, puristas, encerrados en su ruedo ibérico, a quienes les olía mal tanta popularidad. Hasta que di con su último libro, Mujeres del alma mía. Chapeau, señora, lo degusté en dos horas.

Las lecturas quedan detrás del personaje, de las tramas; te llegan o no te llegan, te quedan ganas de volver sobre ellas o ya no quieres darles una segunda oportunidad. El compromiso deja de ser político o ideológico. Se convierte en ancla, en puerto, en puente; sustituye el sofá del psico, se activa con el vino, es brújula que te orienta y mapa que te ubica. Intentemos el siguiente ejercicio:

Cuando sientas que pierdes el rumbo de la sociedad, lee a Harari.

Cuando necesites música, recurre a Murakami.

Cuando necesites sentirte como pera de boxeo, intérnate en la pampa argentina, sobre todo de la escritura femenina.

Cuando necesites saber qué es estar solo estando acompañado, lee las Elegías de Duino.

Era broma, no deben existir reglas y métodos rigurosos; el lector establece un diálogo con el texto que puede cambiar entre lectura y relectura; algunos son fetichistas, otros maníacos, rigurosos o desordenados. Me quedo con las imágenes, las pulsiones, los escalofríos y las arcadas que sentía en la juventud, con la diferencia de que ahora las identifico. No leemos para aprender, ni para viajar, ni para analizarnos. No hay mérito ni demérito; la rigurosidad no se impone, leemos para sentirnos vivos.

Niria Suárez Arroyo
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