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¡Ah, los clásicos!

viernes 28 de mayo de 2021
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¡Ah, los clásicos!, por Ruth Pérez Aguirre
Bajé el libro y me dirigí al escritorio para leer sólo el primer párrafo. De pronto vi a un hombre salir de atrás de otro librero y dirigirse hacia mí, sin titubeos.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Cada vez, sentados en la sobremesa, papá empezaba a recriminarme por el tipo de vida que llevaba, a su parecer inútil por completo. Siendo su única hija, y por lo tanto muy mimada, me convertí en una persona lánguida, inconstante y en especial aburrida. Cuando era chica, papá y mamá se ocuparon en proporcionarme los medios para mi educación, o como decían ellos, para civilizarme, y uno a uno los rechacé.

Por la hacienda desfilaron varios maestros de música y un hermoso piano, el cual sigue ahí cubierto con un mantón bordado, sin darle ningún uso. Tuve maestras de dibujo y pintura, pero renunciaron ante mi indiferencia; otras de urbanidad, matemáticas, ciencias… aparte mi mamá intentó enseñarme a tejer, bordar, cocinar, llevar una casa… nada me entusiasmó. A mí me gustaba sentarme en los balcones y observar los pájaros atravesar el infinito; curiosear a las hormigas cuando creaban un nuevo hormiguero, con tanto afán como si algo urgente fuera a pasarles ese día. También disfrutaba de caminar, vagar por el campo, reposar a la sombra de un árbol, en las tardes observar el regreso de las aves a sus nidos; las noches eran para dedicarlas a ver los luceros desde una ventana, mi ocupación era soñar y soñar…, no sé en qué, pero así dejé pasar los años.

El tema principal de papá era la lectura, los libros; a menudo sacaba alguno de la biblioteca y lo ponía en mis manos. Yo, no bien lo acababa de abrir y ya sentía ahogarme, así de aburrido lo catalogaba. Poco después el libro regresaba tristemente a su lugar en aquella biblioteca a la que jamás entré, pero papá, en su empeño de entusiasmarme, decía lleno de entusiasmo: “¡Está llena de clásicos de la literatura universal!”.

Papá y mamá ya no están conmigo; hace algunos años me quedé sola en esta casona, fastidiada como dijeron que sería, sin nada fructífero por hacer. A veces, sentada bajo un árbol, resguardada del sol, recuerdo sus palabras que más bien eran súplicas.

La otra tarde decidí entrar a su biblioteca. Si mi papá siguiera vivo, ese día celebraría su cumpleaños, y quise hacerlo como una manera de estar más cerca de él al menos por un momento.

“Cuando nosotros nos hayamos ido, te quedarás sola y morirás del hastío porque no le has dado importancia a nada. Si tu vida no te interesa, al menos ocúpate en conocer las de los demás: ¡lee los clásicos!, y encontrarás en ellos un mundo sorprendente y mágico”.

¡Pobre papá! Le encantaba leer y se impacientaba cuando alguien le decía que no le gustaba la lectura. Con mamá comentaba los libros y de esa manera los saboreaban igual a un manjar. Aun así, me negué a leer alguno, prefería conocerlos de “oídas”.

La otra tarde decidí entrar a su biblioteca. Si mi papá siguiera vivo, ese día celebraría su cumpleaños, y quise hacerlo como una manera de estar más cerca de él al menos por un momento; desde su partida, lo he extrañado mucho. Sentada en su escritorio, pasé los dedos por cada uno de los objetos suyos que aún permanecen en el mismo lugar donde los dejara: me sentí conectada con su ser. Aún olía todo a papá, su presencia se percibía en el ambiente, en ese sitio que fue su placentero refugio.

Me acerqué a los estantes con la idea de pasar las yemas de mis dedos sobre los lomos de los libros mientras, con lentitud, iba leyendo los títulos. Uno enseguida llamó mi atención: Otelo; el solo nombre me transportó de inmediato a una tarde de lluvia, apacible, mientras tomábamos una taza de chocolate y pan francés, untado con mantequilla, y él comentaba esta obra con mamá. Yo seguía el hilo de sus palabras casi sin entender nada.

Bajé el libro y me dirigí al escritorio para leer sólo el primer párrafo. De pronto vi a un hombre salir de atrás de otro librero y dirigirse hacia mí, sin titubeos. Me asusté porque no había nadie en la casa. No pude ni despegar los labios que permanecieron cerrados por la fuerte impresión.

—Soy Yago —me dijo, con voz autoritaria y a manera de presentación—, con seguridad tú eres una espía de Otelo.

—No… no, señor —contesté, balbuceando como tonta—, no conozco a esa persona de la que me habla y…

Él se acercó a mí, y tomándome con fuerza de la mano, me condujo al lugar de donde había salido. Me aventó contra la pared y con un objeto filoso puesto en mi cuello amenazó con matarme.

—Si se te ocurre decir algo de lo que has visto, perderás la vida en el intento.

—Señor —le dije, temblando—, yo no sé nada de lo que habla, se lo aseguro, tenga piedad de mí…

—Es poco lo que debías saber, mujer estúpida; he estado induciendo a Otelo a dudar de la honestidad de su esposa Desdémona y hoy mismo, llevado por sus irracionales celos, haré que la mate.

—¡No lo haga, señor, se lo ruego!, mi papá decía que esa mujer era buena y amaba al esposo, nunca le habría sido infiel —repliqué sin importarme lo que me hiciera, sacando valor de no sé dónde—. Buscaré a esa desdichada llamada Desdémona y le diré lo que trama en su contra. No debe morir inútilmente, ella tiene derecho a ser feliz…

No terminé de hablar porque ese hombre me asestó una brutal bofetada que me hizo caer.

—No has entendido, mujer necia, tú también morirás si te encaprichas en cambiar el destino de ella… a menos que jures callar —me dijo, con los ojos brillando de una maldad indescriptible. Estaba sentado a horcajadas sobre mí, apuntándome con el arma, mientras me tenía sujetada de los cabellos con toda la fuerza de su otra mano. Intenté empujarlo, pero él me lastimó. Sentí un líquido tibio correr por mi cuello. Yo no era una mujer acostumbrada a las fuertes impresiones, me desmayé creyéndome muerta en ese momento.

Pasados un par de días sentí curiosidad por saber en qué terminaba la novela de Otelo, Yago y Desdémona; me atreví a ir de nuevo en busca del libro que había quedado sobre el escritorio. Entré con sigilo tratando de hallar con la mirada a aquel hombre, pero no estaba, tampoco el libro; con seguridad la sirvienta lo habría regresado a su lugar. Me dirigí al librero, pero antes de encontrarlo una voz me hizo voltear.

—No se asuste, señora, estoy buscando a madame Rênal, soy Julien Sorel, el preceptor de sus hijos. ¿La ha visto usted?

Me quedé paralizada ante ese apuesto joven vestido con una sotana curil y que lucía muy nervioso, desesperado, diría yo, como si estuviera ocultándose de alguien; hablaba en voz baja tratando de que sus palabras no fueran escuchadas por nadie más.

—No la he visto —contesté, sin saber de quién me hablaba. Se acercó a mí y, mirando a todos lados, enseguida corrió hacia la ventana al escuchar un sonido proveniente de afuera. Me tomó de la mano para conducirme al diván donde papá se acostaba a leer. Ahí me contó su triste historia, tan complicada y a la vez tan inmoral para mí: sostenía una relación disoluta con la esposa del alcalde de Verrières, la señora Rênal, y vivían un tórrido romance que a ella la estaba conduciendo a la locura.

Me volteé como impulsada por un rayo al escuchar una voz potente, pero a la vez llena de amargura, que hablaba atrás de mí.

Julien Sorel venía a despedirse de la mujer amada. A raíz de un sentimiento de culpabilidad y de pecado que había llegado a convertirse en odio para sí misma y el cual se filtró a los oídos del esposo. El atormentado muchacho iba a retirarse a un convento a terminar su noviciado, no quería marcharse sin ver por última vez a su amor imposible. Otro ruido, ahora del picaporte, lo hizo dar un salto; sin decir nada más se tiró por la ventana donde desapareció justo en el momento cuando Antonia, mi cocinera, llegaba con un té que le había pedido antes de entrar a la biblioteca.

Aquella noche no pude dormir pensando en Julien Sorel y en esa acongojada mujer que lo amaba tanto, tal vez más que él a ella. Al siguiente día me dirigí de nuevo a la biblioteca y, segura de no llegar a encontrarme con él, como sucediera con Yago, fui directo a la estantería de los clásicos franceses, donde encontré el libro Rojo y negro, el cual tantas veces estuvo en las faldas de mamá mientras soñaba con los personajes. Cuando lo tuve en las manos fui hacia la ventana que había quedado abierta la noche anterior y me asomé con la ilusión de encontrar a aquel joven tan lleno de vida.

—Catherine, ¿eres tú?

Me volteé como impulsada por un rayo al escuchar una voz potente, pero a la vez llena de amargura, que hablaba atrás de mí. Tartamudeando, le respondí no ser la persona que buscaba. Mis manos empezaron a sudar frío ante la recia presencia de aquel hombre de mirada tan inquisitiva.

—¡Con seguridad estará en brazos de Edgar! Pero, yo, Heathcliff, no permitiré que la familia Earnshaw llegue a emparentar con los Linton, no estoy dispuesto a perder a Catherine así tenga que matar a cada uno de los que se interpongan a mis deseos. Ella será mía a toda costa, aunque me siga rechazando por ser un simple huérfano que no puede explicar su procedencia —continuó diciendo como si estuviera hablando consigo mismo y yo no existiera—. Me he superado por ella, para llegar a estar a su nivel, me he enriquecido para realizar mi venganza. ¡Conduciré a las dos familias a la ruina, ya lo verán…!

—Señor Heathcliff —dije, con una voz tan débil que más bien parecía un susurro—, en mi humilde opinión, pienso que sería mejor si usted dejara en paz a esa Catherine y al tal Edgar porque ellos con seguridad se aman, ese es su destino, usted no debe desperdiciar su vida llenándose de sentimientos de odio y venganza. Cuando la suerte está trazada no nos queda otra cosa más que hacer. Resígnese.

—¡Calle, no diga más tonterías! —dijo, casi a gritos—. Yo soy quien debe estar junto a Catherine hasta la eternidad; he dispuesto que cuando muera sea sepultado junto a ella, mi único amor. Estas cumbres que nos vieron crecer guardarán nuestros cuerpos en sus entrañas porque así lo quiero yo…

Heathcliff continuó hablando, pero su voz se fue perdiendo a mis oídos cuando lo vi abrir la puerta de la biblioteca y salir mientras decía que iba a continuar torciendo aquel maldito destino que se empeñaba en separarlos. Fui de inmediato por el libro Cumbres borrascosas y regresé a mi cuarto para leerlo, hasta que amaneció.

Pasados unos días, aún mi corazón se encontraba embargado de un sentimiento de tristeza al conocer esa conmovedora historia. Regresé a la biblioteca para ponerlo en el mismo lugar en que papá lo había dejado la última vez. Me sonreí al recordar sus recomendaciones, entonces decidí hacerle caso y tomé un libro al azar: El retrato de Dorian Gray

Ruth Pérez Aguirre
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