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El centro de Lima, un relato de mil historias

sábado 27 de mayo de 2023
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El centro de Lima, un relato de mil historias, por Javier Arturo Huamán Quepui
A lo lejos Johannes pudo divisar el anda del Señor de los Milagros, veía las manos alzadas pidiendo su gracia (aunque más se veían los celulares de alta gama grabando el momento). Daniel Ibáñez • Conferencia Episcopal Peruana

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Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Para Carmen Huamán Quepui, por ser una guerrera y luchadora de la vida

Este relato va a tratar de explicar la historia de un escritor que ingresó a un mundo desconocido, era el centro de Lima. Aquella otrora ciudad virreinal, dos veces coronada como la Ciudad de los Reyes, hoy convertida en un espacio donde se mezclan diferentes tipos de migrantes tanto nacionales como extranjeros, algunos de ellos inclusive con una tradición milenaria.

Johannes Ludwing no creía en el mestizaje y la diversidad en que se había convertido Lima; tampoco en ese mito de la pujanza del emprendimiento del vendedor ambulante peruano. Todo eso le parecía un montaje publicitario, una falsa nacionalidad, creada sólo por los bancos para hacer más negocios.

Un día decidió ir al centro de Lima, sólo tenía un vago recuerdo de niño, cuando sus abuelos lo llevaron donde vivían muchos chinitos y le tomaron una foto (hoy amarillenta por el paso del tiempo), y recordó que allí vendían unas yuquitas fritas.

Llegó al cruce de Jirón Andahuaylas con Jirón Cuzco, se quedó impactado, abrió sus ojos como un búho, no podía creer la cantidad de gentes y colores que se movían a su alrededor, pasaban por su costado cientos de personas, lo chocaban, lo empujaban, pero nadie le pedía disculpas, no se escuchaba un “por favor”, “disculpe, señor”, “gracias”, nada. Un desorden total.

El danzante, sin polo, sudoroso, endemoniado, poseído, no paraba de bailar. Todo un espectáculo.

A pesar de eso decidió entrar en esas calles (que más le parecían Bombay o algún mercado del medio oriente) y fue asaltado de pronto por un estruendoso ruido de tambores, tocados por unos migrantes venezolanos; delante de ellos iba un danzante negro que ponía sus ojos en blanco, bailando frenéticamente alguna danza africana o caribeña (seguro en honor a Yemayá, o vaya usted a saber a qué divinidad); esto le parecía como si dicha escena fuera sacada de una novela de Alejo Carpentier. Dicho danzante, sin polo, sudoroso, endemoniado, poseído, no paraba de bailar. Todo un espectáculo.

Johannes quedó desconcertado al ver dicho ritual infernal (él acostumbrado a escuchar y bailar al ritmo de The Beatles, Rolling Stones y The Police) y miró con asombro cómo los demás aplaudían y celebraban el baile, se sintió como Moisés en el palacio del faraón Ramsés I cada vez que le entregaban las ofrendas de las tribus vencidas del África (claro, antes que fuera descubierto que era judío y un día alzara los brazos abriéndose el mar Rojo y más que jugar carnavales con los carruajes del ejército del Faraón, terminó por ahogarlos), siendo este quizás el registro más antiguo de lo que hoy llamamos “en aras de la seguridad ciudadana”.

Empezó a salir de allí, como si se alejara de las puertas del infierno, y de repente… empezó a sonar la música “chicha” bien peruana, a través de un portentoso parlante musical de un vendedor de discos pirata estacionado en alguna esquina de ese cruce —seguramente sin permiso municipal—, rompiendo los tímpanos de los trajinados transeúntes, al ritmo de la música de Chacalón, Pintura roja y Los Destellos. ¡Salud!, se escuchó por allí.

Al compás de esa melancólica música, que invita a tomarse unas cervezas, al ritmo de esas guitarras chillonas, con videos de exuberantes bailarinas (que con los años gracias a sus escándalos con peloteros de nuestra “premier league” se hacían hasta conductoras de televisión), vio que a su alrededor se vendía de todo y al decir “todo” queda corto el concepto, pues éste sobrepasa los conceptos del mismo Aristóteles e incluso Hegel. Por ejemplo, se vendía comida al paso, que era devorada por los comensales llamados popularmente como “los agachados”; allí se degustaba ceviche de pota con bastante cebolla y ají, el famoso “siete colores” (una mezcla de ceviche, tallarines rojos, caucau, papa a la huancaína) la infaltable papa rellena, causas con pollo o atún, higadito frito, huevitos de codorniz, etc.; era todo un bufete callejero (como si no nos bastara con tener pollerías, chifas y restaurantes en cada avenida de la gran Lima).

También hacían de las suyas los vendedores de ropa, de donde podrías salir vestido al mismo estilo de Cristiano Ronaldo, a precios comodísimos para todos y en todas las tallas; también estaban las barberías donde se hacían los más extraños y estrambóticos cortes de pelo (como si a eso le podríamos llamar corte de pelo), bueno, es la moda, y la moda siempre incomoda, reza el dicho. Aquellos lugares estaban repletos de jóvenes con celular en mano buscando el modelo de corte de pelo más adecuado para sorprender a sus amigos con su nueva foto de perfil en Facebook. También había lugares donde se hacían manicure, limpieza de cutis, arreglos faciales, mallas para moldear cuerpos caídos por la ley de la gravedad, fajas para adelgazar; está de más decir que se teñían cabellos, casi todas las chicas que entraban salían rubias al estilo de Farrah Fawcett (y por momentos más le pareció que estaba en Viena que en el centro de Lima); podrías llegar en la mañana y se encargarían de dejarte todo limpio, bañado y “bello”, listo para salir a la boda de algún compañero de tu promoción en las afueras de Lima.

Infaltables la venta de celulares de última generación con mica incluida ya en el precio, para tus selfies, y es que el celular se ha convertido en algo tan imprescindible del ser humano que se le podría llamar que es nuestra “nueva extremidad”. Se vendía de todo y para todos.

En medio de ese caos caminó más rápido hacia el final de la calle, y allí se encontró con un restaurante que parecía un palacio chino, una belleza oriental, en cuya terraza se podían divisar dos dragones color rojo y verde y en medio de ellos una gema, y donde el plato especialidad de la casa era el “pato Pekín”.

Infaltables las tiendas de productos para comida china, donde se vendía la salsa tausi y hoisin, el sillao, el té verde chino para adelgazar.

El olor a incienso, las lecturas del tarot, los tigres chiferos, los buditas (con su pancita para la buena suerte), las monedas para la prosperidad, los palos santos para los negocios, la canela china, el perfume esotérico, también había un local de acupuntura china que sanaba desde las migrañas hasta las hemorroides (pensó en su suegro, el inefable galán otoñal que paraba todo el día sentado); infaltables las tiendas de productos para comida china, donde se vendía la salsa tausi y hoisin, el sillao, el té verde chino para adelgazar, las verduras: choi sam, el holantao, pachulí, aceite de ajonjolí, kion, los huevos de pato salado, los pescados de río (favoritos entre los chinos) los langostinos, etc.

Siguiendo la ruta, divisó la iglesia del Jesús Reparador, donde los fieles aún en estos tiempos ponían sus velitas y rezaban por la sanación y salvación del mundo, arrodillados con su hábito del Señor de los Milagros, pedían un “milagrito”, ponían flores, dejaban su limosna, se persignaban y volvían a casa purificados, limpios, con la esperanza de que sus ruegos sean atendidos por el Todopoderoso.

Mientras avanzaba y trataba de recordar algún rezo, casi malogró un dibujo con el rostro de Jesucristo pintado en el suelo por un niño que lo había hecho con una técnica impresionante, que hasta Salvador Dalí envidiaría. Allí recién se acordó de cómo se persigna, es con la mano derecha, dijo aliviado.

Johannes estaba en esa jungla de cemento, en el mes morado, del patrono de Lima, mes de las procesiones, el turrón, los hábitos morados y las penitencias al Cristo moreno, que salía en procesión también en varios lugares del planeta, pues allí donde también hay miles de peruanos que emigraron dejando su querida patria en busca de un futuro mejor, ellos también necesitaban de la bendición del Cristo de Pachacamilla. Por eso Johannes se tuvo que acomodar mejor entre la gente que venía en miles por esas calles estrechas, miles de devotos que venían de la procesión del Señor de los Milagros; se sentía ya el olor de las sahumadoras, se veían los cirios prendidos, los hermanos cargadores de alguna cuadrilla, empezando a fajarse y acomodarse el terno, preparando el cuerpo y más el hombro para llevar en andas al Cristo moreno, que sobrevivió no sólo a terremotos, sino también a nuestra clase política, que hoy sólo nos aburre con sus falsas promesas, inacabables mociones de vacancia y amenazas de cierre del Congreso; Señor, ten piedad de nosotros, llévatelos.

A lo lejos Johannes pudo divisar el anda del Señor de los Milagros, veía las manos alzadas pidiendo su gracia (aunque más se veían los celulares de alta gama grabando el momento); de pronto se acordó de su abuelita María Virginia, que vivió en una casa grande en el barrio de San Felipe, cerca del antiguo Hipódromo, su abuelita infaltable a sus misas diarias, se amanecía cada año para ver las salidas de la Virgen del Carmen en los barrios altos.

Mientras Johannes se acomodaba, se escuchaba el cajonear y la guitarra que armaba la jarana en un estrado levantado improvisadamente y donde se podía escuchar una criolla canción que decía: “Acompañaremos al señor Cristo moreno, señor de los milagros y patrón de la ciudad”. Por un instante le vino a la mente el recuerdo de su tío, un gordito bonachón, bien criollo, que organizaba en la terraza de su casa tremendas jaranas, adonde acudían sus amigos del colegio La Recoleta, todos rubios, bronceados, y bellas señoritas de la alta sociedad, las cuales algunas de ellas tenían alma de negra, pues el bailar las delataba; así pasó con la tía Rebeca, que estudió para ser arquitecta en la Católica, y se había enamorado de un moreno cajonero de los barrios altos, ¡la que se armó en la casa de su abuelo! (quien una vez fuera asesor del presidente Leguia en la década de los años veinte) al descubrir el prohibido amor, jamás aceptado por la alta sociedad limeña, le pusieron chofer para que la llevara y la dejara en la mismísima puerta de la universidad, pero ella, coqueta como ninguna y muy viva, se las arreglaba para que el chofer entrara con el carro por la avenida Grau y doblara en una calle rumbo a los barrios altos. Y como Dios perdona el pecado mas no el escándalo, el abuelo de Johannes mandó a la tía Rebeca a estudiar al extranjero. Johannes ahora entiende por qué de sus tres hijos de la tía Rebeca, el mayor es medio mulato y sus otros dos hijos se parecen más bien a niños salidos de las juventudes hitlerianas. En fin, en todos lados se cuecen habas.

Para ellos la desgracia de este mundo no existía, vivían en un atalaya amazónico, nunca se enterarían de la guerra en Ucrania, el calentamiento global.

Cuando creyó que esa pesadilla había acabado, se topó con unos bailarines de danzas de la selva que vendían cebo de culebra para los dolores; iban vestidos de trajes de color rojo y marrón, con instrumentos raros, haciendo sonidos de la jungla; llevaban unas boas o serpientes alrededor de sus cuellos, al ritmo de canciones cuya letra eran en su lengua originaria, llenos de alegría y felicidad; para ellos la desgracia de este mundo no existía, vivían en un atalaya amazónico, nunca se enterarían de la guerra en Ucrania, el calentamiento global, las crisis migratorias en Centroamérica o las eternas amenazas de “chino loco” y sus misiles nucleares allá en Corea.

No pudo más… Se recostó a la pared en una esquina, buscó aire, respiró; con más calma, pudo mirar ese movimiento apresurado de la gente que se mezclaba entre ritos, música, colores… Todo un crisol de razas, ciudadanos de otros países, hijos de migrantes de culturas milenarias, todos ellos que de seguro día a día buscaban sacar adelante a sus familias, trabajando duro todos los días, sin importar la adversidad, el mal tiempo, el caos, y de vez en cuando los palos de los serenazgos (más aún en épocas de reelección del alcalde de la ciudad).

Mientras se calmaba, y trataba de sacar su libreta de apuntes y notas, un policía, al verlo medio extraño, le pidió sus documentos de identidad, los cuales fueron entregados con cierto nerviosismo. El policía miró el DNI y leyó el nombre: “Johannes Ludwing Huamán Chupaca Porongo… Natural de Apurímac, con domicilio en La Rinconada del Lago, La Molina”.

—Tiene nombre de extranjero… Pero unos apellidos bien, pero bien peruanos, ja, ja, ja —le dijo el policía sonriendo sarcásticamente al devolverle el DNI.

Después de todo lo que vio y experimentó ese día, Johannes Ludwing comprendió que la fuerza motriz del país (que él no conocía) era el trabajo de su gente, que estaba hecha de una pluralidad de culturas, de razas, de migraciones, personas que dejaron sus tierras en busca de un futuro mejor en la capital, a veces también huyendo de la violencia, del terror, del abandono del Estado; esos hombres y mujeres que seguro llegaron a la capital con casi nada, sentando una estera en algún arenal de Lima, y de la nada resurgen, trabajan honestamente a diario sin parar, para darles a sus hijos lo que seguro ellos nunca pudieron tener, como una buena educación, mejor salud, vivienda y demás derechos (que a veces son el privilegio de unos pocos); también vienen con sus miedos, su pasado, recuerdos y tristezas, cuentos, anécdotas, moralejas, tradiciones, culturas, lenguas, música; muchas veces son marginados, burlados y objeto de discriminación en nuestra terrible sociedad, donde aún lamentablemente pululan los que creen tener más derechos y privilegios que los demás tan sólo por llevar un apellido extranjero, y creen que con dinero “lo pueden comprar todo”, y no hablar ya de nuestros políticos, que en vez de estar del lado del pueblo están en la acera del frente y nos tiran a la cara sus discursos somníferos plasmados en papel (aunque, pensándolo bien, preferiría que me tiren basura).

Antes de entregarse a esa “masa” de gente, a ese cruce o crisol de razas, Johannes Ludwing Huamán Chupaca Porongo se sintió uno de ellos, pero a la vez tan lejano a ellos también; había nacido en el corazón del Perú, pero había sido criado entre lujos, modales y estilos de otro país, por lo tanto no era el Paco Yunque, era sin querer el Humberto Grieve del cuento de César Vallejo. Esa “duda existencial” lo angustió por un momento, el no saber en qué lado de la sociedad ahora él se sentía; reflexionó y se dijo para sí mismo: “Hoy me he dado cuenta de que siempre fui parte también de este crisol de razas, sólo que me lo escondieron”. En un banco de cemento, se sentó a escribir todo lo visto y experimentado; luego salió a enfrentarse a esa “masa” para buscar al chinito que vendía yucas fritas.

Javier Arturo Huamán Quepui
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