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Los ángeles no usan zapatos

domingo 25 de octubre de 2015
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Transcurría la década del sesenta y yo, como escritora novel que era y mi primer libro publicado —con buenas críticas—, tuve la peregrina idea de instalarme a escribir en un cafetín de Paseo Colón, relativamente conocido en el barrio. De este modo huiría de los barullos de mi casa, de la familia, de mis cosas. Deseaba alejarme, aislarme, y ese era el lugar indicado: un barcito tipo taberna, con aire bohemio, ceniceros semillenos de los tantos clientes solitarios con otros tantos problemas en su propio universo. El ambiente era altamente propicio para mi empeño. Estaría temporariamente exiliada de mi mundo.

Al principio no lo noté pero, al pasar los días, advertí que en un rincón casi imperceptible, detrás de una columna, había un muchachito, rodeado de libros, leyendo y escribiendo sin parar ni sacar la vista de su objetivo.

Gabriel era una deidad celestial, un ángel, una luz, un querube. Sin embargo era imposible, racionalmente imposible.

Con el correr del tiempo me intrigó tanto que logró distraerme de mi tema. Entonces decidí acercarme. Le pregunté sin ambages, rodeos ni circunloquios, qué lo tenía tan concentrado. Me miró sin inmutarse por mi intrusión y, como si fuera natural la causa de mi intriga, me respondió que estaba interesado principalmente en los misterios del Cosmos y atrapado por Júpiter y sus lunas. También me habló de los secretos de la profundidad de los océanos, de la crueldad de los volcanes, de la magia interior de los sulfuros. Me acordé de las “esferas de casi intolerable fulgor” de Borges. ¿Estaría ante un genio precoz de esos que nunca toleré? Sin embargo Gabriel —así se llamaba— no lo era. Tenía algo de angelical en sus modales y su voz era pausada, clara, fascinante.

Semanas pasamos intercambiando impresiones y temas diversos. Era como hablar con un adulto y, sin embargo, niño al fin. Cada tema que abordaba nutría sin yo saberlo mi inspiración.

Siempre se retiraba al mediodía. Asistía, según me dijo, al turno tarde de la escuela. Nunca le pregunté si era el mejor alumno, ni a qué colegio iba, ni otros detalles, por no ser indiscreta.

Un buen día —malo para mí— Gabriel no apareció. Pensé que estaría enfermo, pero pasaba el tiempo y no volvía. No tenía dónde averiguar. Nunca intercambiamos teléfonos ni direcciones. Sólo estaba el bar como punto de referencia. En esa época no existían las joyas de comunicación que años después nos regaló la tecnología. Pregunté a los parroquianos que me saludaban diariamente aunque más no fuera con una inclinación de cabeza —el muchacho de uñas comidas (acaso quinielero) que invariablemente saludaba al mozo con tal fruición que se le ponían los nudillos blancos, a don Carlos el señor del bisoñé color cobre y carlitas tipo pince-nez, la señora de los dientes movedizos, los muchachotes que discutían de fútbol y otros que se me escapan—, pero no tenían la menor idea de su procedencia ni de su paradero.

Y así pasaron semanas, meses y años y Gabriel no volvió.

Pero ese niño y esa taberna me habían envuelto en una nube de conocimientos, de iluminación, de entusiasmo. Publiqué más libros, gané premios, viajé, hicieron un film de una novela mía. Sin embargo, en mi interior, en mi propia mismidad, sabía que no me lo había ganado yo. Que todo se lo debía a Gabriel. Gabriel, mi musa, mi numen, mi plectro. Y entonces se me ocurrió. Gabriel era una deidad celestial, un ángel, una luz, un querube. Sin embargo era imposible, racionalmente imposible. Los ángeles siempre están descalzos. Y Gabriel tenía zapatos.

Marrones.

De cuero.

Con cordones.

Teresa Caballero
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